viernes, 16 de noviembre de 2007

Nora Patrich, militante argentina, su vida, sus muertes, escultora, pintora, Biblioteca Nacional, Rosario, Arquitectura, Abal Medina, Ramus FAR Ezeiza



VIVIR PARA LOS DEMAS, LUCHAR POR LOS OTROS,

Miles de jóvenes dieron su vida por un proyecto de liberación nacional y social para nuestra Patria en las décadas de los 60’ y ‘70. En ese intento muchos perdieron la vida y otros quedaron para dar testimonio. Es el caso de Nora Patrich, excelsa dibujante, pintora y escultora, premiada internacionalmente por su obra inigualable. Sin ir más lejos, entre septiembre y octubre de este año, expuso sus pinturas en la sala de exposiciones de la Casa de Gobierno, bajo el título de “Nosotras, argentinas”. Además está previsto que a principios del año próximo (2008), una escultura hecha por ella, que mide más de 8 metros de altura y que recuerda a los asesinados por las bombas y la metralla gorila el 16 de junio de 1955, se instale en Paseo Colón e Hipólito Irigoyen como recuerdo imborrable de la tragedia vivida por nuestro Pueblo.

El que sigue es su relato:

Lic. Roberto Baschetti Biblioteca Nacional
Jefe del Departamento de Adquisiciones e Intercambio Bibliotecario
Agüero 2502 - piso H 1425 Buenos Aires-Argentina
(Tel: (011) 4 808 6015)

13 de febrero de 1998. Vancouver. Canadá.

Me llama mi amiga Fernanda por teléfono. “Poné Canal 3, están pasando un especial de una pareja de patinadores sobre hielo ingleses, que le dedican su actuación a los desaparecidos de Argentina”.

Es una bella coreografía que me golpea con tremenda fuerza en el corazón. Y me pongo a llorar.

Lloro, lloro con tal angustia que ni todo el cariño ni las caricias de mi pareja logran consolarme.

El día había empezado tan distinto, pintando, trabajando bien como tantas otras veces. Y así de improviso la llamada de Fernanda.

Uno nunca sabe cuando, así nomás de repente, algo te devuelve la memoria, los recuerdos, los momentos felices y porque fueron tan felices, pero acompañados de ese sentimiento de dolor vacío y estremecedor.

Es como si todo el dolor del mundo se te anidara en la garganta y con todo eso, ensimismadas, las eternas ansias de volver que nunca se pierden.

Uno a uno empezaron a desfilar frente a mí Horacio, José, Alcirita, Rodolfo, Hernán, El Yaya, los inigualables amigos como el Flaco Sala... y la lista seguía.

Ahora la voz de mi madre: “Toma toda la sopa que en África hay chicos que no tienen que comer”. Y luego la imagen nítida de cuando apenas era una niña, viendo un documental sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre lo que había ocurrido en los campos de concentración nazis: los hornos, las montañas de cuerpos, los cadáveres vivientes...

Esas palabras de mi madre y esas imágenes hicieron que naciera en mí esa convicción irrefutable de que eso nunca debía repetirse.

Llegué a la década del ´60 con un fuerte concepto de justicia, derechos humanos y el hombre nuevo. De a poco fui abriendo los ojos, notando que no todos éramos iguales, que yo pertenecía un grupo privilegiado.

Comprendí que los chicos sin comida no existían solamente en África, sino que estaban muy cerquita mío y empezaban a tomar forma, a tener cara y nombre.

Cumplí 16 con unas tremendas ganas de cambiar este mundo de mierda que creaba guerras y destruía niños y torturaba, pero ya no solo en Alemania, sino que también en Buenos Aires y que todo eso -que no se debía volver a repetir- estaba ocurriendo otra vez.

Fue durante ese despertar al mundo y querer hacer, que Sarita y Roberto me llevaron al cine a ver “Verano del ‘42”.

Cuando terminó y se prendieron las luces, allí estaba Horacio disculpándose por haber llegado tarde. Los cuatro salimos a tomar un café. Y la noche estaba tan linda, que él me acompañó a mi casa, caminando.

En el camino nos sentamos en un parque a charlar. Le conté de mi pasada militancia en un grupo que se había creado en Filosofía y Letras (LIR) compuesto por actores y algunos pintores.

Poníamos en escena pequeñas obras teatrales en las Villas Miseria utilizando las técnicas del brasilero Augusto Boal. Y le conté como durante mi trabajo en ese grupo se me había cruzado el peronismo y lentamente me había acercado a la UES. También charlamos de mis ganas de estudiar Arquitectura para poder hacer casas para el Pueblo. Y la conversación se transformó en algo hermoso donde soñamos sobre nuestros deseos compartidos por un mundo mejor.

Nos vimos varias veces más después de nuestro primer encuentro. Horacio me había encandilado con su bondad y generosidad. Eran tantos, pero tantos los sueños compartidos, que nuestra relación fue creciendo y consolidándose rápidamente.

Me acuerdo del día que me llevó a un café para que conociera a Mirta Clara, su amiga de la infancia, a ver si “me aprobaba” o no.

Esa misma Mirta Clara que luego, junto a Susú y otras queridas compañeras recorrimos caminos paralelos aunque geográficamente distantes.

Fuimos “las viudas”, “las compañeras” o como le dijeran después los milicos a mi suegra “los claros blancos caminantes”, por ser tan fáciles de encontrar y acertarles.

En 1971 comencé a estudiar en la Facultad de Arquitectura y a militar en la JUP. A medida que mi concientización crecía, también lo hacía mi compromiso de lucha.

Fueron tiempos de amor y fueron tiempos de guerra. Una extraña mezcla de situaciones trágicas, de pérdidas y momentos ridículamente graciosos, casi absurdos.

Tal vez por eso fue que comenzamos a decir que parecíamos la Armada Brancaleone. Porque a veces parecíamos más esa película de Vittorio Gassman que una temible agrupación terrorista, como querían hacer creer los militares.

Como aquella vez que el objetivo era romper la vidriera de una concesionaria de automóviles yanquis, volantear y rajar. Ya para esa época, los bancos y las concesionarias habían cambiado los vidrios por blindex, hartos de reponer constantemente las vidrieras rotas.

Si no recuerdo mal el Toti vino con la información de que había escuchado en alguna reunión que si se tiraban manzanas contra el blindex, estas lo hacían vibrar de tal forma que lo debilitaban y era posible romperlos con bulones. Y pasó por supuesto, lo que algunos predijimos...

Lo puedo ver como si fuera una película: en la vereda de enfrente la Gorda Graciela, Alcirita y yo, listas con los volantes.

Por la vereda de la concesionaria, con una bolsa de manzanas cada uno, Horacio, El Toti, Alberto y José. Los peatones miraban azorados a esos cuatro “terroristas” masacrando la vidriera a manzanazos. Pero las manzanas quedaban pegadas al blindex y se deslizaban hacia abajo, despacito, despacito, hechas puré.

La Gorda Graciela, que no se había dado cuenta que lo de las manzanas no funcionaba, empezó a volantear sola y sin que nos diéramos cuenta se la llevó un tipo de civil en cana.

En la reunión de evaluación, vino El Toti con más información. Para que la ruptura del blindex hubiera sido un éxito, los bulones debían haber estado dentro de las manzanas. Pequeño detalle......

Cuantas veces tuve que explicar que nadie me convenció de nada, que nadie me había lavado el cerebro. Tomo total responsabilidad por las decisiones que asumí y el camino que mi vida recorrió en los años subsiguientes.

Esto era inevitable, dado los tiempos que vivíamos, la información que manejábamos y la falta de Justicia Social que reinaba en ese momento, esas eran causas más que suficientes para que yo decidiera tomar ese camino.

Una tarde, Horacio y yo estábamos acurrucados en un abrazo, él fumando su eterno cigarrillo. De golpe le pregunté: “¿Decíme, si uno quiere ayudar, comprometerse más, como se hará?

Horacio contestó que siempre había alguien cerca, que cuando sintieran que era el momento adecuado, lo propondrían. Muchas fueron las veces en las que insistí que deberíamos averiguar y comprometernos más. Nunca me imaginé que ese alguien era él.

Pasó mucho tiempo, mucha historia compartida.

A veces me salvé raspando, como la vez que llegué tarde a la cita para ir a una marcha con Ramón Cesaris (por el aniversario de las muerte de Abal Medina y Ramus) y él se fue sin mí, y allá en la localidad de William Morris, lo acorralaron y lo asesinaron.

Cuantas veces corrimos de la mano con Horacio, esquivando balas que pasaban muy cerca como en Ezeiza, por ejemplo.

No sé como ni cuando empecé a militar en las FAR, que luego se fusionaría con Montoneros.

Muchos no querían la lucha armada, pero se entendía que era la única manera, en ese momento y lugar, de frenar lo que padecíamos y producir cambios profundos en nuestra sociedad.

En ese sentido la Argentina no estaba aislada del mundo.

En varias partes del planeta los jóvenes buscaban cambios; y fueron golpeados y en algunas instancias masacrados. Durante los ’60 y los ’70 existieron una variedad de movimientos, cada uno adecuado a su realidad. Por ejemplo, los hippies en EE.UU; muchos jóvenes estadounideneses tuvieron que refugiarse en países como Canadá para no ir a pelear a Vietnam en desacuerdo con esa guerra imperial.

En Argentina, las masas se movilizaron, organizaron y lucharon., Yo fui parte de ese fenómeno y es por eso que puedo contar mi historia sin arrepentimientos ni vergüenzas.

Como parte de la juventud de la época, entiendo que éramos., que queríamos, que soñábamos y que esperábamos para las generaciones futuras. Si de algo senos quiere acusar, será de ser demasiado idealistas. Pero ¿qué hubiera sido mejor...? ¿crecer ignorando todo lo que íbamos descubriendo y que no nos importara la tortura y el hambre de otros, la injusticia, la desesperanza...?

Como mujer puedo decir que cada uno vivió experiencias muy distintas, de acuerdo a la formación que tanto los compañeros como nosotras tuvimos en las organizaciones en las cuales nos desarrollamos.

Me parece que la formación de cuadros fue muy distinta entre los compañeros que venían de Montos a los que veníamos de las FAR. Fue así que a veces, esas diferencias se notaron en el trabajo cotidiano de nuestra militancia.

Como aquella vez en que tomamos las facultades porteñas y nos preparábamos para hacer una inmensa marcha.

Esa noche, organizando la seguridad, se decidía que compañeros marcharían haciendo un cordón alrededor de la columna de manifestantes, sosteniendo palos para defender la marcha de los ataques con cadenas de los “fachos”, ya que siempre nos atacaban con cadenas y manoplas.

Yo, que venía de las FAR, como tantas otras compañeras, había recibido instrucción militar y tenía conocimientos de defensa. Por lo tanto, me presenté para que me entregaran mi palo para ir a tomar mi lugar en el cordón.

Los compañeros me miraron y me explicaron que yo era mujer... Otros salieron a discutir que eso no importaba. En fin, hagámosla corta.

El acuerdo fue que si yo conseguía dos compañeras más, nos darían un palo a cada una.

Supongo que esos que se opusieron pensaron que se necesitaban tres mujeres para equiparar la fuerza de un hombre. Conseguí las dos compañeras y allí estábamos las tres. Una fue Silvia, la otra ya no me acuerdo, y yo.

Las tres con nuestros palos, marchando dentro del cordón que rodeaba la columna de estudiantes universitarios. Y se dio.

Aparecieron los “fachos”, con cadenas que revoleaban sobre nuestras cabezas. Y de repente, el sonido de palos que caían al piso. Y nosotras tres allí, con nuestros palos alzados para frenar los cadenazos y resultó que los hombres que estaban a nuestro lado había rajado antes que nosotras.

En 1972 me casé. Tenía 20 años. Mi familia no estaba muy feliz con mi boda, así que me tuve que ir hasta el supermercado que tenían mis padres, para asegurarme que papá había ido a firmar la autorización, pues habían decidido no asistir a la ceremonia.

Volví corriendo a casa para cambiarme, agarré un taxi y llegué justo para mi propio casamiento. Por el camino, unos nervios me hicieron toser todo el trayecto, en tanto el taxista me daba consejos para que mi matrimonio fuera exitoso.

Mi madre me había llevado a la modista y me habían confeccionado un vestido con la seda de un sahari hindú color turquesa con pequeños dibujitos en negro.

Todavía lo tengo, junto al pantalón que Horacio usó ese día. Fue la primera –y creo que única vez- que lo ví a Horacio con corbata.

Después de la fiestita y los etcéteras de mi boda, nos fuimos a un hotel. Solamente José, mi cuñado, el marido de Susú, sabía en que hotel estábamos, por las dudas.

A partir de esa noche, compartimos los cuatro, un departamentito durante más de un año ... Y allí todavía vivíamos cuando nacieron primero Esteban, mi sobrino y después Nicolás, mi hijo. Nos fuimos del departamento meses después que naciera Inés, la segunda de Susú.

Los cuatro teníamos una relación muy especial. Nunca una pelea, sino por el contrario, un gran sentido de solidaridad y compañerismo.

Creo que los seis, hermanos y cuñados, nos quisimos muchísimo y disfrutábamos al máximo cada oportunidad que teníamos de estar juntos.

Debo admitir que todo ellos eran seres excepcionales. Eran compañeros tremendamente íntegros. Bueno, Susú lo sigue siendo. Somos las dos que sobrevivimos y entre las dos, fueron cinco los chicos que nacieron en esa época.

Un día Horacio no volvió a la hora prevista y tuvimos que levantarnos, no podíamos quedarnos en casa.

¿Y si había caído?

Aunque en lo más profundo de mi corazón yo sabía que Horacio nunca cantaría ni entregaría a nadie, pero las reglas eran las reglas. Para entonces, yo estaba embarazada de Nicolás, como de 6 ó 7 meses. Pasaron los días.

Llegaron noticias de que un “Martín” –nombre de guerra de Horacio- había caído en un puente. Pero no se sabía que “Martín”. Estuve días tirada en un sillón, sin hacer prácticamente nada.

Un buen día decidí que ya era suficiente lástima conmigo misma, junté fuerzas, me levanté, me arreglé y decidí ir a una cita que tenía con el dentista. Al volver abrí la puerta del departamento.

Si hay algo en esta vida que jamás olvidaré fue la increíble sensación de felicidad cuando ví a Horacio (Martín, mí Martín) parado delante de la puerta, mirándome. Lo abracé, mientras lloraba y reía a la vez.. Él me miraba sin comprender, como preguntándose “¿A esta loca que bicho le picó?”.

Ocurrió que yo me había desencontrado con el compañero que tenía que avisarme que mi Martín demoraría unos días en regresar por que estaba en una tarea específica; además era portador de una carta que aún hoy guardo como uno de mis grandes tesoros y parte de la cual transcribo:

“Querida Norita. Hoy es sábado. Hace 10 días que me fui y me acabo de enterar que recién puedo volver el lunes. Yo creo que nuestro hijo va a nacer en un buen momento porque nosotros hemos madurado bastante en este tiempo y estamos mejor preparados para recibirlo. Todo esto es para decirte que te quiero mucho, quiero a mi Flaquita, quiero su panza, quiero las tartas de cebolla, quiero la pieza desordenada, quiero la casa inundada con la alfombra mojada sobre la silla (¡como putié!), quiero a la que tengo bronca cuando me despierta a la mañana, los pajaritos, los caracoles, los telares.. (Hasta las lagartijas quiero...). Y tal vez hasta sea feliz –una palabra que nunca me gustó mucho porque no se muy bien que quiere decir-. Yo la entiendo no como que todo es muy lindo sino como saber conciliar todos los aspectos de nuestra vida, sin perder nunca de vista, los objetivos y los criterios fundamentales que orientan todo, los momentos lindos, los amigos, la familia, la bronca, el dolor, la mufa, la militancia, el laburo, etc.”

Claro que esta no fue la única vez que no llegó a la hora indicada. Fueron muchas las veces que tuvimos que levantarnos y esperar en un café de la vuelta, porque no se sabía si había caído o simplemente estaba atrasado.

Horacio tenía muchos compañeros a su cargo y ya no era fácil conseguir casa segura donde quedarse cuando había que “levantarse”.

Horacio no volvía a casa hasta que estaba seguro que todos los compañeros a su cargo tenían donde dormir, comer y dinero para movilizarse. Y aunque yo lo admiraba por su actitud para con los demás, a veces me daba bronca, porque eso implicaba que yo tenía que salir, “levantarme”, esperar con ese gusto amargo y metálico inconfundible, un desenlace.

José y Susú con Esteban fueron trasladados a Córdoba. Al poco tiempo, nosotros fuimos enviados a Rosario. Es que allí había muerto el compañero encargado de la JUP y Horacio tomaría su lugar.

Nuestra separación se hacía cada vez más larga.

La Gorda Graciela se había trasladado a San Nicolás –donde más tarde caería su compañero- y me ofrece quedarme con ellos un tiempo, para estar más cerca de Horacio y poder visitarnos los fines de semana.

En camino a San Nicolás, íbamos en el auto la Gorda Graciela, su compañero El Flaco y su hijo Manuelito, que debería tener unos dos años, Nicolás que tendría meses y yo. En la ruta nos paró un “pinza”. Nos hicieron bajar a todos y pararnos de espaldas a una pared, mirando hacia el auto.

Los milicos comenzaron a revisarlo, las cuatro puertas abiertas.

El Flaco nos hace señas y vemos que el “embute” que tenía una de las puertas estaba mal cerrado y se veía la punta de un papel.

Por un instante creímos morir. Y entonces abrieron el baúl... un olor espantoso hizo retroceder a los uniformados.

Los pañales sucios con la caca de Nicolás, recocinados por el calor del sol de verano, fue demasiado para ellos. Cerraron todo bien rápido, nos devolvieron las llaves del coche y seguimos nuestro camino.

Horacio iba y venía a visitarnos a San Nicolás, pero eso, era exponerse demasiado. Así que hasta que encontráramos casa, nos fuimos a un hotel frente a la terminal de colectivos..

Contar todo lo que ocurrió en esos días sería una cuestión de nunca acabar. Demasiado largo... Nuestra vida era tan intensa, que cada día era una historia ó una anécdota.

A veces, algo tan sencillo como salir a comprar el pan se convertía en todo un episodio.

Así fue que tuvimos nuestra primer casa y nos fuimos de vacaciones al Sur y para no perder la costumbre tuvimos que “levantarnos” muchas veces.

En una de esas levantadas, que coincidió con uno de los matambres que yo estaba cocinando (Horacio adoraba mis matambres...) al momento de irnos de casa, él en vez de llevar ropa o lo que pudiese meter de artículos personales en un bolsito que nos permitían llevar (pequeño, para no levantar sospechas con los vecinos), esa vez, lo veo agarrar una hoja de papel de diario y ¡envolver el matambre.....! O sea, que de haber perdido la casa en esa oportunidad, lo único que se hubieses salvado hubiera sido el matambre...

Quedé embarazada de Laura. Perdimos la primera casa porque el compañero que nos prestaba el nombre para alquilar había caído. Pasaron los meses, crecieron los riesgos.

La cuestión es que nos mudamos temporariamente a una pensión.

La dueña se había encariñado mucho con nosotros, a tal punto que me confesó, que era la primera vez que aceptaba en la casa a alguien con chicos. Es que había visto a Nicolás tan hermoso y buenito que no nos pudo rechazar.

Una noche en tanto Nicolás dormía, me quedé charlando con ella en su cocina y me contó que antes vivía en la pensión y que su dormitorio de entonces, era ahora el nuestro.

Como el balcón daba a la calle y las chicas de la pensión siempre le insistían que era peligroso, que no fuera que le pusiera a ella una bomba, decidió mudarse para el interior de la casa.

Obviamente, se me ocurrió preguntarle por qué alguien querría ponerle una bomba a ella:

- ‘¿Cómo, no sabés?: Mi marido es el Jefe de Policía de Rosario?’

- - ‘No, fijate que no lo sabía....’ contesté al borde del colapso.

Volví a mi habitación y vi por la ventana, desde la oscuridad de nuestra pieza, como Feced pasaba con su auto a recogerla. Lo ví muchas veces más.

Siempre me pregunté si habrá tenido idea, después que mataron a Horacio, que aquel “terrible subversivo” era también, aquel gentil muchacho que tantas veces se le cruzó a su mujer en el pasillo de la pensión –un conventillo en realidad- y que ella tanto había apreciado.

Los eventos familiares y las fechas importantes eran vallas que había que ir saltando dela mano y si la valla no caía, había que seguir corriendo la carrera de la vida, juntos.

Nos poníamos metas a corto plazo, sencillas en su contenido, pero paradójicamente casi imposibles de realizar. Como por ejemplo, llegar vivos a Navidad, llegar junto a Año Nuevo, el nacimiento de Laura, el cumpleaños de Nicolás.. Y así fue como llegamos los tres a las Navidades y después al Año Nuevo. Y seguíamos juntos. Y matamos dos pájaros de un tiro, porque también llegamos juntos al nacimiento de Laura.

Tantas compañeras habían caído antes, durante o justo después de dar a luz...

El 31 de diciembre habían venido compartimentados 2 ó 3 compañeros a festejar Año Nuevo. Esa tarde habían estado jugando con Nicolás, tirándose agua con la manguera y a baldazo limpio. Yo me había quedado frente a la ventana mirando como jugaban y oliendo el olor a tierra mojada que tanto me fascinaba.

Cada tanto, les tiraba una puteada, por las dudas, no fuera cosa que se les ocurriese tirarme agua... Que se me iba a cruzar por la mente que Laura se apresuraría a venir a nuestro mundo. Decíme...¿qué apuro tenía?

La mañana del 1° de enero Nicolás se despertó y como tantas otras mañanitas de verano, vino al dormitorio. Me senté en la orilla de la cama para ayudarlo a sentarse en la pelela y rompí bolsa de agua. Se suponía que todavía faltaba una semana pero Laura no quiso esperar.

Nos vestimos rapidito, agarramos a Nicolás, los compañeros se quedaron a esperar, no podía salir solos. Recuerdo al lector que estamos hablando de un primero de enero por la mañana: en las calles no pasaba ni un alma.

Horacio, Nicolás y yo estábamos parados al borde de una carretera pequeña. Vimos un auto, pero resultó ser un móvil policial. Horacio casi lo para, pero yo lo agarré de la mano. ¿Estás loco? Es que ya me imaginaba la portada en los diarios: “Hijo de Montonero nace en un patrullero”; ¡ni en joda...!

Justo , así como de la nada, detrás del patrullero, apareció un taxi. Una vez en el hospital, ya instalada en un cuarto, Horacio se volvió a casa para sacar a los compañeros compartimentados. Pero tardó mucho en volver. Y yo empezaba a preocuparme, al punto que creí que había “caído” con Nicolás. Pero al fin llegó, tarde, pero llegó. Es que se había demorado porque justo después de sacar a los compañeros supo que había caído una compañera y se creía que estaba “cantando”.

Nicolás me traía una florcita que había cortado en el jardín del hospital.

Llegaron justo antes del parto. Laura nació bien pero tenía unos ruiditos en el pulmón, y los médicos, por precaución, la pusieron en una incubadora.

Horacio tuvo que irse rápido ya que había demasiados compañeros que no tenían donde guardarse. No sé, pero de aquellos instantes, solo recuerdo las sirenas y mi angustia al no saber si eran de ambulancias o de la policía.

A la media hora de haber parido, me levanté, buscando formas para escaparme del hospital, en caso de que llegara la cana. Pero Laura estaba en la incubadora: ¿Qué hacer? ¿Me la llevaba conmigo? ¿La dejaba?

Tanta, pero tanta angustia no me dejaba pensar y Horacio que no aparecía y yo que no tenía pañales limpios para la beba; así que me puse a lavar, sin que me vieran para no despertar sospechas.

Pero la situación afuera estaba cada vez peor.

El 3 de enero volví a casa. El clima que se vivía era inaguantable. El 4, Horacio llevó a Nicolás a la guardería por la mañana.

Volvió a la una de la tarde y me dio 15 minutos para que me preparara; no sabíamos que estábamos “levantando” nuestra casa por última vez.

Al igual que la vez anterior, el compañero que había dado su nombre para que alquiláramos la casa había caído.

Quisieron trasladarme a casa de otros compañeros en la zona, pero Horacio prefirió llevarme a Buenos Aires. Días después nos enteramos que esa noche había llegado la patota armada y bombardearon la casa donde supuestamente me tenía que quedar. No quedó nadie vivo.

Retomo: pasamos por la guardería a buscar a Nicolás y de allí a la estación de trenes. Estaba por subir al tren y una señora me preguntó cuanto tiempo tenía Laura. Y yo pensé, si le digo 4 días, le va a parecer raro, así que le dije 4 semanas. La mujer se volvió loca y me empezó a gritar, que como se me ocurría sacar a una bebita tan chiquita de viaje, etc. etc. etc.

Recuerdo el aire acondicionado del vagón. Tenía tanto miedo por el problema del pulmón de Laura. Pero no había pasajes para los otros vagones. Recosté el asiento, la acosté sobre mi pecho, la cubrí con una manta y casi no me moví hasta que llegamos a Buenos Aires, donde nos quedamos en casa de mis padres.

El 7 de enero nos fuimos a Miramar, Horacio a la semana volvió a Rosario. Ahora solo nos quedaba llegar juntos al cumpleaños de Nicolás; y luego llegar a nuestros propios cumpleaños, y luego al próximo y ....

Al volver a Buenos Aires me instalé en la casa de mi cuñada Susú. Para ese entonces Susú ya había enviudado, al igual que Alcirita (su hermana) que además estaba presa. Esa sensación de que pronto me tocaría a mí me aterrorizaba.

En una de sus visitas, Horacio le preguntó a Nicolás que quería para su cumpleaños. Nicolás pidió una jirafa.

El 18 de febrero llegó Horacio con una tremenda jirafa de peluche de un metro de altura. Fuimos al zoológico a festejar. También llevamos a Esteban y pasamos juntos el día. Después fuimos a casa de mis viejos e hicimos otra fiestita. La pasamos juntos esas semanas y parecía que todo, todo estaba bien y que tal vez podíamos volver los cuatro a Rosario.

Ya no me acuerdo cómo ni porqué decidimos que él, iba a volver primero para asegurarse de que todo andaba bien. Es que Rosario estaba cada vez peor y se debían tomar precauciones. Pero si todo andaba sobre ruedas, volvería a buscarme al día siguiente para viajar juntos.

Tengo su despedida incrustada en la memoria. Fue en el departamento de Susú. Yo le estaba dando de mamar a laura sentada en la cama. Horacio se acercó, me dio un beso. Nicolás se puso a llorar como nunca en su corta vida; no quería que su papá se fuera. Parecía una premonición. Jamás lo habíamos visto así.

Al día siguiente Horacio no volvió. Llamé al control. Me dijeron que estaba bien, que estaba herido, pero bien, que fuera a Rosario. Yo la verdad no se porque, pero supe que algo raro pasaba pero quería creerles. Porque si no estaba herido, estaba muerto o preso. Si estaba preso, lo estaban torturando. Sí, herido y escondido era lo mejor.

Mis suegros no me dejaron ir y fueron ellos a Rosario a ver que pasaba. Pero los vecinos no se animaron a contar mucho y así fue como comenzó el peregrinaje de Alcira y Roberto, los padres de Horacio, por todas las comisarías de Rosario. Y por supuesto, nadie sabía nada. Volvieron a empezar.

Uno de los comisarios le preguntó si ellos sabían en lo que estaba metido su hijo, porque él....., ¡él siempre sabía lo que su hijo hacía!. Después les preguntó si estaba casado. Alcira y Roberto contaron la historia ya ensayada de cómo su hijo se había ido a vivir con una chica que a ellos no les gustaba, no sabían entonces, mucho de la pareja.

El comisario les contestó que no se preocuparan, que ya me encontrarían, porque ellos a las viudas las llamaban “blancos caminantes” por lo fácil que era cazarlas.

Les dijo también que habían encontrado ropas de bebé en la casa invadida (por ellos). Y les mostró la foto de Horacio muerto, caído sobre una silla, rodeado de libros y revistas.

Por suerte, entregaron el cuerpo.

Todos estábamos determinados a encontrar el cuerpo. Horacio siempre decía que para los milicos, quedarse con el cuerpo del compañero caído era una victoria más. Y así fue, que con las palabras de Horacio en la mente, Alcira y Roberto se encontraron camino a Buenos Aires siguiendo el féretro de Horacio para confrontarse a la jodida realidad de no encontrar cementerio que quisiera aceptar el cuerpo.

Con ayuda de conocidos Horacio fue enterrado. Mis suegros se comunicaron con mis padres y les confirmaron el asesinato de Horacio.

De todo eso recuerdo que estaba en un automóvil y mis viejos me decían que yo siempre había tenido mucha suerte, porque había sobrevivido a un cáncer cuando tenía 2 años (en ese mismo momento me enteré del sarcoma que tuve, por boca de ellos).

Y aparentemente ahora, había tenido suerte nuevamente.

Yo creía que la conversación seguiría por el lado de que yo había tenido suerte porque Horacio estaba herido y seguía escondido. Pero no, la suerte era porque yo no había estado con él, por ende, los chicos tampoco. Yo no ví nada. No tuve velorio donde procesar. No tuve entierro para mis adioses. Será por eso que siempre le sigo diciendo adiós.

No me separé de los chicos. Le seguí dando el pecho a Laura. Trataba de recordar los criterios de Horacio para criarlos y trataba de dialogar siempre con él frente a todas las decisiones que tenía que tomar. Pero me sentía muy sola sin su compañía.

Mi familia me empezó a presionar muy fuertemente para que saliera del país. Mis suegros tenían ya sobre sus espaldas, no solo la muerte de su hijo, sino la de sus dos yernos y una hija presa. Quedaba Susú que acaba de dar a luz en su viudez a José, su tercer hijo, un mes antes de que naciera Laura. Y ahora yo. Con mis dos hijos. Sin tener a donde quedarme.

Me ví con el Cabezón Habegger y me dijo que tal vez, por un tiempo, irme sería lo más seguro. Según mis viejos, serían solamente cuatro o cinco meses. Me despedí de la gente más cercana. Con la ayuda de otros, mis padres pudieron salir con los chicos para luego pasármelos en Uruguay. Allí saqué documentación para Israel que en sí fue toda otra odisea.

A todo esto les cuento, que la jirafa que Horacio le había traído a Nicolás de Rosario, nos acompañó en todo momento. Y hasta el día de hoy está en la habitación de Nicolás..... Se imaginan en el aeropuerto de Montevideo: yo llevando a Laurita y un bolso. La azafata llevaba de una mano a Nicolás y en la otra un segundo bolso, y el comisario de abordo llevaba una jirafa y el tercer bolso. Tengo una foto donde puede verse esta escena increíble. ´

La estadía en Montevideo fue corta e incierta. El pianista Miguel Angel Estrella (un compañero peronista) había caído preso en el Uruguay.

Todavía tengo en mi mente lo que vi entonces desde la ventanilla del avión. Recuerdo lo que pensé y que todavía se repite cada vez que subo a un avión y miro hacia fuera: los sueños, o más bien las pesadillas que tenía y que se reflejaban en Horacio herido, y yo no poder llegar hasta él y salvarlo. Era la impotencia total.

En Israel estuvo un poco más de un año y allí trabajé junto a otras viudas para denunciar lo que ocurría en nuestra patria. La consigna que levantábamos era: “Cada voz puede salvar una vida”; fue durante el Mundial de Fútbol del ’78.

En ese marco se hicieron muchos trabajos de denuncias sobre violaciones a los Derechos Humanos. Fue así que junto a Judith Said y otras compañeras, hablé en el Parlamento israelí (Kneset) y me reuní hasta con con Abba Eban.

Pero la verdad, no me sentía cómoda allí.

La política exterior de Israel con sus vecinos palestinos estaba en las antípodas de mi pensamiento político.

Así que me fui a España, donde ya residían Susú y sus chicos, la Gorda Graciela, Toti, Marta, que se yo... montones.

Busqué trabajo y un departamento para alquilar y allí me enfrenté a la particular situación –que se volvió a repetir luego en México- que como estaba sola y con chicos no conseguía que nadie me alquilara.

Así fue entonces que debía apelar a la viveza criolla para poder sobrevivir y me inventé un marido, un viajante de comercio que por tal motivo estaba poco en la ciudad, y ¡funcionó!.

En España tuve una experiencia laboral muy interesante, diseñando ropa, lo que me permitió conocer la India, Francia e Inglaterra y hacerme de una profesión que después nunca más me sirvió.

Como explicar el exilio.

Por una parte los que se quedaron juran que era mejor irse, por la otra, es decir muchos de los que se fueron, juran que quedarse era lo más acertado. De poder elegir yo hubiese preferido permanecer en el país.

El autoexilio es irse por propia voluntad con la posibilidad de quedarse, pero el exilio es la expulsión sin alternativa, dejar el lugar de los afectos y por el cual uno luchó para hacerlo mejor, en la creencia que nuestro nietos vivirían en una Argentina mucha más justa para todos. Y ahora estaba yéndome tan lejos: idiomas extraños, costumbres distintas, desarraigada y sola; tendría que aprender a convivir con sirenas policiales sin tener que salir huyendo como un acto reflejo.

Pasé por Cuba a vivir un tiempito.

Me acerque nuevamente a los compañeros y di una mano por ejemplo en el cuidado de la guardería que alojaba a los chiquitos argentinos, hijos de compañeros “desaparecidos” o bien de aquellos que seguían combatiendo a la dictadura militar.

Como una tenía que seguir desarraigándose por fuerza, no me podía quedar en un lugar por más que este me gustara mucho. Una se auto-saboteaba y levantaba campamento porque tenía que estar siempre lista para el regreso a casa.

Así fue que entonces me fui de Cuba a México, donde también seguí colaborando activamente en las revistas que los compañeros editaban desde el exilio.

Allí conocí a Pablo, que fue el padre de mi tercera hija: Itzel (Rocío de la Noche) que nació en 1982.

En ese momento mi nueva pareja cubría mis expectativas y fue parte de mi lucha por rehacer mi vida y recrear una familia para mis hijos después de tanto años.

Decidimos mudarnos a Canadá, donde ya estaban radicados mis padres y hermanos. Yo pensaba que de esta manera sería más fácil juntar el dinero necesario y estar preparados para pegar la vuelta al pago. Además mis hijos estarían más cerca de sus abuelos y tíos.

En 1989 viajamos con los chicos a Buenos Aires y allí se definió mi separación de Pablo.

De regreso a Canadá este país me brindó la posibilidad de dedicarme de lleno a la pintura y eso con seguridad fue lo que me salvó.

Nora Patrich