La muerte lenta de Víctor Jara
Torturado y asesinado por los golpistas chilenos, el cantautor fue sepultado de forma casi clandestina en un modesto nicho. EL PAÍS reconstruye su muerte con los recuerdos de los testigos
Por MANUEL DÉLANO | © El País
Cansados y con sus manos entrelazadas en la nuca, los 600 académicos, estudiantes y funcionarios de la Universidad Técnica del Estado (UTE) tomados prisioneros por los militares golpistas iban entrando al Estadio Chile, un pequeño recinto deportivo techado cercano al palacio de La Moneda. Un oficial con lentes oscuras, rostro pintado, metralleta terciada, granadas colgando en su pecho, pistola y cuchillo corvo en el cinturón, observaba desde arriba de un cajón a los prisioneros, que habían permanecido en la universidad para defender el Gobierno del presidente socialista Salvador Allende. Era el 12 de septiembre de 1973, día siguiente del golpe militar, en el alba de la dictadura de 17 años encabezada por el general Augusto Pinochet.
Con voz estentórea, el oficial repentinamente gritó al ver a un prisionero de pelo ensortijado:
—¡A ese hijo de puta me lo traen para acá! -gritó a un conscripto, recuerda el abogado Boris Navia, uno de los que caminaba en la fila de prisioneros.
"¡A ese huevón!, ¡a ése!", le gritó al soldado, que empujó con violencia al prisionero. "¡No me lo traten como señorita, carajo!", espetó insatisfecho el oficial. Al oír la orden, el conscripto dio un culatazo al prisionero, que cayó a los pies del oficial.
—¡Así que vos sos Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha de tu madre, cantor de pura mierda! -gritó el oficial. Navia rememora. Es uno de los testigos del juez Juan Fuentes, que investiga el asesinato del cantautor, uno de los crímenes emblemáticos de la dictadura, porque Jara fue con su guitarra y con sus versos el trovador de la revolución socialista del Gobierno de Allende en Chile. Por su impacto y la impunidad en que están los culpables, el crimen de Jara es en Chile el equivalente al asesinato de Federico García Lorca en España.
"Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente", cuenta a este periódico el abogado Navia.
Los prisioneros se habían quedado pasmados mirando la escena. Cuando el oficial, conocido como El Príncipe y hasta hoy no identificado con plena certeza, se cansó de golpear, ordenó a los soldados que pusieran a Jara en un pasillo y que lo mataran si se movía. El autor de canciones como El cigarrito y Te recuerdo Amanda, que Serrat, Sabina, Silvio Rodríguez y Víctor Manuel han incorporado en sus repertorios, entró así al campo de prisioneros improvisado por los militares donde vivió sus últimas horas.
Muchos recordaron a Jara con emoción esta semana, cuando su viuda e hijas y la fundación que lleva su nombre organizaron el funeral que no pudo tener en 1973, la despedida popular que merecía, para sepultar los restos del cantautor, exhumados en junio por orden del juez y devueltos a la familia después de una nueva autopsia, que confirmó las huellas de bala y torturas.
El ensañamiento con Jara fue uno de los signos de la dictadura de Pinochet (1973-1990), que truncó con brutalidad el Gobierno de Allende y los sueños socialistas, dejando un reguero de más de 3.200 muertos y desaparecidos, alrededor de 30.000 torturados y decenas de miles de exiliados. El Chicho, como era conocido Allende, un médico socialista y masón, había llegado a la presidencia en 1970, en su cuarto intento, con el 36% de los votos, encabezando la Unidad Popular, la coalición que reunía a la izquierda chilena en un arco multicolor.
Con un programa que ofrecía reforma agraria, medio litro de leche diaria para los niños y la nacionalización del cobre, principal riqueza de Chile, en manos de empresas norteamericanas, la victoria de Allende en las urnas, la primera de un marxista en Occidente en plena guerra fría, sorprendió a Estados Unidos e insufló esperanzas en muchos países, incluidos los opositores de Franco en España. Un irritado presidente Richard Nixon ordenó en la Casa Blanca intensificar las acciones desestabilizadoras.
Pero en Chile se vivían tiempos de efervescencia. Las movilizaciones sociales iban en ascenso y con Allende en La Moneda, el Gobierno ganó apoyo en las urnas en lugar de perderlo. El cerrojo norteamericano se apretó con el embargo de las exportaciones de cobre, en réplica a una nacionalización en la que Chile resolvió no indemnizar a las empresas expropiadas por haber obtenido ganancias excesivas, mientras la oposición de centro y derecha se reunió en una coalición contra Allende, y la izquierda más radicalizada comenzó a desbordar al Gobierno acusándolo de reformista. La lucha política se exacerbó.
El Gobierno socialista concitó una amplia adhesión de artistas e intelectuales. En los tres años de Allende, Chile vivió un destape cultural como nunca antes y Víctor Jara fue uno de los protagonistas. Hijo de inquilinos campesinos, conoció de la explotación y miseria en su infancia y juventud. Aprendió música por la intuición de su madre. Cuando ella falleció, viajó a Santiago a estudiar teatro. Como director teatral recibió premios de la crítica y la prensa por sus montajes e hizo giras por dos continentes.
Mientras estudiaba dramaturgia, comenzó a tocar y componer con el grupo Cuncumén. Después trabajó con la pléyade del folclor chileno: Quilapayún, Inti Illimani, Ángel e Isabel Parra, Patricio Manns, Rolando Alarcón. Violeta Parra, la autora del universal Gracias a la vida, fue una de las que descubrió tempranamente el talento de Jara como compositor e intérprete.
Militante comunista, Jara defendió a la Unidad Popular con su guitarra, hizo canciones de protesta, pero sus obras mayores, aquellas más sencillas e imperecederas, son las que brotan desde la tierra y de la pobreza de las barriadas periféricas de Santiago, las fuentes de su saber. Víctor creía que "la mejor escuela para el canto es la vida", recuerda su viuda, Joan Turner, en Un canto trunco, las memorias de Jara. Nombrado embajador cultural por Allende, prefería compadrear en una peña popular a los cócteles de diplomáticos.
Durante el paro de octubre de 1972, con el que la oposición quiso poner de rodillas al Gobierno, junto con decenas de miles de personas, Jara salió a realizar trabajos voluntarios para impedir que la economía se detuviera. En la vorágine escribió Manifiesto, su testamento musical: "Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz, / canto porque la guitarra / tiene sentido y razón".
Con la inflación desbocada, desabastecimiento y mercado negro, el transporte paralizado y con el mayor partido opositor, la Democracia Cristiana, cerrando las puertas al diálogo para encontrar una salida, a Allende casi no le quedan opciones, y muchos creen que un golpe militar es inminente. Resuelve que el martes 11 septiembre llamará a un plebiscito que decidirá si sigue o no en el poder. Enterados, los militares adelantan el golpe militar para ese martes.
El escenario que había escogido Allende para pronunciar este discurso que podría haber cambiado la historia es la sede de la UTE. Nunca llegó. Enterado de la sublevación militar, Allende acude con sus colaboradores más cercanos a La Moneda, a defender la democracia. Dispuestos a todo, los militares bombardean el palacio y Allende, que sólo saldrá sin vida de ese lugar, pide a los trabajadores que permanezcan en sus puestos, pero que no se dejen provocar, y anticipa en su lúcido discurso final que otras generaciones superarán ese momento.
En asambleas por facultad, la comunidad de la UTE resolvió permanecer en la sede universitaria, como pidió Allende. Entre ellos, Víctor Jara, que trabajaba en extensión en la universidad e iba a cantar en el acto de Allende. Habla dos veces por teléfono con Joan y cree que volverá a casa al día siguiente. Esa noche anima a los estudiantes en su último recital, mientras en todo Santiago suenan las balas de los militares.
Al día siguiente, los militares instalan un cañón frente a la universidad y disparan a la rectoría mientras un centenar de soldados vacía sus cargadores. No hay resistencia: estaban desarmados. Rompen puertas y cerrojos y toman prisioneros a los 600 que permanecían ahí.
El infierno está a un par de kilómetros, en el Estadio Chile, rebautizado en democracia como Estadio Víctor Jara. Ahí el cantautor queda tendido en el suelo. A un estudiante peruano que confunden con cubano le cortan una oreja con un cuchillo. A un profesor de ciencias sociales que llevaba pruebas recién corregidas de sus alumnos le piden las dos mejores notas, las entrega y lo obligan a que se coma las hojas. Los amenazan con barrerlos con "las sierras de Hitler", ametralladoras de gran calibre cuyas balas cortan los cuerpos. Un obrero grita: "¡Viva Allende!", y se arroja desde las graderías, muriendo desangrado. En el recinto caben apretadas 2.000 personas, pero hacinan a más de 5.000 prisioneros.
El Príncipe tiene visitas de oficiales y quiere exhibir a Jara. Un oficial de la Fuerza Aérea que está con un cigarrillo le pregunta a Jara si fuma. Con la cabeza, niega. "Ahora vas a fumar", advierte, y le arroja el cigarrillo. "¡Tómalo!", grita. Jara se estira tembloroso para recogerlo. "¡A ver si ahora vas a tocar la guitarra, comunista de mierda!", grita el oficial y pisotea las manos de Jara, relata Navia.
"Cuando llegaron más prisioneros y los soldados fueron a recibirlos, Víctor se quedó sin custodia. Entre varios lo arrastramos adonde estábamos y comenzamos a limpiar sus heridas. Llevaba casi dos días sin comida ni agua", dice Navia. Un detenido consigue que un soldado le regale un tesoro: un huevo crudo. Se lo dan a Jara. Con un fósforo, el cantautor perfora el huevo en ambos extremos y lo sorbe. "Nos dijo que así aprendió en su tierra a comer los huevos", recuerda.
A Jara le vuelven las energías. "Mi corazón late como campana", dice. Y habla, de Joan y sus hijas. Dos detenidos logran salir libres gracias a contactos. Varios escriben mensajes breves para que avisen a sus parientes de que están vivos. Víctor pide lápiz y papel. Navia le pasa una libreta pequeña de apuntes, que hoy conserva la Fundación Jara como pieza de museo. Escribe con dificultad sus últimos versos: "Canto que mal que sales / Cuando tengo que cantar espanto / Espanto como el que vivo / Espanto como el que muero".
Repentinamente, dos soldados lo toman y arrastran, y Jara alcanza a arrojar la libreta. Navia se queda con ella. Comienza una golpiza más brutal que las anteriores, a culatazos. Otros prisioneros lo verán con vida horas después. Un conscripto, José Paredes, confiesa 36 años después que jugaron a la ruleta rusa con Jara antes de acribillarlo en los subterráneos. Es el único procesado vivo en el caso. El otro, el jefe del recinto, el coronel Mario Manríquez, falleció. La primera autopsia, en 1973, revela 44 disparos. La nueva, en 2009, confirma que Jara murió por múltiples impactos. Pero Paredes se retracta de su confesión.
Al anochecer del sábado 15 de septiembre trasladan a los prisioneros del Estadio Chile al mayor recinto del país, el Estadio Nacional. "Al salir al foyer para irnos, vemos un espectáculo dantesco. Hay entre 30 y 40 cadáveres apilados, y dos de ellos están más cercanos. Todos están acribillados y tienen un aspecto fantasmagórico, cubiertos de polvo blanco, porque cerca estaban apilados unos sacos de cal para hacer reparaciones, que cubre sus rostros y seca la sangre. Reconozco a Víctor en primer lugar, y después al abogado y director de Prisiones Littré Quiroga", relata Navia.
A Jara le han quitado el chaquetón que otro prisionero le había pasado porque tenía frío. Esa noche, los soldados arrojan seis de estos cadáveres, Jara entre ellos, junto al Cementerio Metropolitano, en el acceso sur de Santiago. Una vecina reconoce al cantautor y avisa para que lo recojan. Cuando el cuerpo llega a la morgue, un trabajador de este servicio, que era comunista, también reconoce a Jara y avisa a su esposa Joan para que lo sepulte antes de que lo sepulten en una fosa común.
El cuerpo del cantautor está junto al de cientos de víctimas en un mesón de la morgue, al final de una fila de jóvenes. Sólo tres personas acompañan a Joan en el funeral semiclandestino que se celebró en el Cementerio General de Santiago, donde fue inhumado en un humilde nicho. Jara está en su cenit creativo, poco antes de cumplir 41 años, y quienes tronchan su vida no saben que lo están haciendo más universal, a él, pero también a ellos mismos. [fontanamoncada]