June 08, 2011 4:15 PM
EN JUSTO HOMENAJE A GUILLERMO CABRERA GRAUPERA
No había vuelto a ver en más de 50 años una foto de este abogado que conservaré ahora con cariño.
En Granma de hoy miércoles 8 sale este artículo en justo homenaje a su memoria.
En mi libro recientemente publicado recuerdo a Graupera que me sacó de prisión con un Habeas Corpus y luego lo reventaron a golpes.
Adjunto ese trabajo y mi relato.
Mazola
El carnicero del barrio
Cuando comencé a escribir algunos relatos de mi época de adolescente, no se me ocurrió nunca hacerlo sobre este hecho y no lo hice pues no me agradaba y sabía que por suerte había sido conocido por unos pocos.
Volví a acordarme de ese y otros incidentes al leer el excelente libro del escritor chileno Pedro Lemebel "Tengo miedo, torero" que recientemente publicamos en Cuba. Trata del fallido atentado a Pinochet organizado por un comando que escondió el armamento en casa de un homosexual quien por las relaciones afectivas con uno de sus miembros poco a poco se vincula con la lucha. Estaba en Chile como embajador cuando Lemebel vino a Cuba en el 2007 y se hizo el lanzamiento. Lo había tratado poco; me había limitado a saludarlo alguna que otra vez con cierta curiosidad sobre todo aguijoneado por lo que de él relató en su libro, pudiera decir que autobiográfico, la inolvidable secretaria general del Partido Comunista, Gladys Marín.
Ella refiere como marchó en diferentes manifestaciones del brazo de Lemebel y dedica un capítulo al tema de la homofobia expresando su criterio sobre las relaciones que deben existir con homosexuales y lesbianas defendiendo sus derechos como seres humanos.
Cuando leí el libro de Gladys mi acercamiento a este tema había mejorado mucho, por decirlo de algún modo, después de la polémica pero muy orientadora película cubana "Fresa y Chocolate" que lo abordó con crudeza, criticó las omisiones que una Revolución justa y humanitaria cometió al respecto, pero contribuyendo a una apreciación colectiva mejor del enfoque de esa problemática, de la que también me beneficié.
Resulta que conversando con Lemebel de su libro y de la invitación que le cursaron a un evento en Venezuela, le comenté pasajes interesantes de su obra y se me ocurrió relatarle este hecho y mi reticencia a escribirlo.
Me instó a hacerlo y casi se lo prometí pero sin estar decidido pues las reminiscencias de mis prejuicios sobre estas realidades, aún persisten aunque sean subyacentes.
Volví a hablar con Pedro por la premura de ciertas gestiones con relación a su viaje al evento caraqueño y me preguntó si había escrito la anécdota. Casi lo había olvidado y le di una respuesta vaga.
Pensé más en el asunto y casi lo tomé como un compromiso que me testimonie a mi mismo que soy capaz de sobreponerme a viejos prejuicios y ahí va el relato.
Cuando tenía alrededor de unos 15 años y cursaba mi tercer año de bachillerato a la vez que me relacionaba con mis compañeros del Instituto de la Víbora para gestar en el Instituto Edison, escuela laica y privada alguna organización estudiantil, y comenzaba a incubar inquietudes políticas, también me gustaba ir a fiestas de adolescentes. Los fines de semana siempre había alguna de una quinceañera en el barrio.
No olvido la única chaqueta color mostaza que era mi atuendo obligatorio para esas noches. Mi problema era contar con una corbata que considerara adecuada. Las de mi padre las consideraba anticuadas y lo eran, pero no le gustaba prestarme las pocas que tenía aunque a él tampoco le agradaba usarlas.
En la esquina de Teresa Blanco y la calzada de Luyanó, paso obligado para salir del barrio a tomar un ómnibus, se sentaban con frecuencia dos hermanos homosexuales que también vivían barrio adentro. Eran personas educadas que según recuerdo trabajaban en oficinas de contabilidad.
Los cuatro o cinco jóvenes de mi edad que salíamos juntos los teníamos clasificados como tales, aceptábamos saludarlos pero siempre comentábamos entre nosotros que su amabilidad escondía el propósito de involucrarnos o atraernos a sus prácticas homosexuales. Hasta bromeábamos con Payote, que era el más fornido de nosotros, diciéndole que estaban "arriba" de él, provocándole una manifiesta e innecesaria hostilidad hacia esos maricones que no se metían con nadie.
A ese grupo de los dos hermanos se unió un carnicero recién instalado en el barrio pero no en el reparto La Asunción. Era fornido y no tenía los ademanes de los otros. En fin que no parecía el clásico maricón de gestos y maneras feminoides. Casi siempre por las noches vestía con traje y corbata.
Yo era bastante alardoso y pendenciero y me gustaba ostentarlo. Un día que regresaba apurado para prepararme para una fiesta me tropecé con ellos. Hablamos unos minutos y me fijé en la corbata de última moda entonces que portaba el carnicero que era de aquellas tejidas y estrechas y lo comenté. Se la quitó y me dijo te la presto y la cogí.
Después les dije a mis amigos que se la había quitado al maricón ese y alardeé de mis dotes de machazo. Me quedé con la corbata varias semanas.
Una noche que bajábamos en grupo estaba el trío allí. Había llovido con fuerza durante la tarde, tanto que parecía que no íbamos a poder salir a fiestar.
Cuando pasamos frente a ellos saludamos y seguimos pero el carnicero me preguntó delante de los otros que cuando le iba a devolver su corbata. Me paré para demostrarles a mis amigos mis cualidades y le espeté que de que corbata hablaba pues esa era mía. Pensé o mejor dicho no pensé que ser maricón no implica no tener decoro o amor propio.
Con una reacción violenta por la humillación que pretendí infligirle en un momento estábamos enredados en una bronca tremenda que nadie pudo evitar y después de varios golpes caímos enredados en el piso y fuimos a dar en un enorme charco fangoso en la calle donde salí bien malparado.
El carnicero me sacó la corbata y se paró y yo apenas podía levantarme tras la golpiza que se combinaba con una indignación y odio fulminantes.
No era la primera vez que salía golpeado en una bronca callejera. Antes de cumplir 16 años tuve que acudir a los tribunales de menores por tres de ellas acompañado de mi padre que si bien no le disgustaba en su fuero interno que su hijo fuera así, le preocupaba el carácter agresivo que me apreciaba y no encontraba la forma de hacerme cambiar.
Pero esta ocasión era distinta: me había golpeado y además “choteado” ante mis amigos un maricón. Eso era casi un estigma pues grandes eran los estigmas de la época que perduraron varias décadas. No pude ir a la fiesta porque además de los golpes me había bañado en fango.
Me propuse que a este maricón le iba a dar una cuchillada, partirle un bate en la cabeza, en fin vengarme con saña. Sin embargo mi involucración en actividades conspirativas cambió el curso de mi vida y súbitamente las fiestas cesaron para dedicar mi tiempo a eso. Mis amigos cambiaron y mis inquietudes y perspectivas también.
Por alguna razón que desconozco, quizá vinculada a la represión que se acentuaba, con la intolerancia policíaca a la presencia de grupos en una esquina, ellos dejaron de acudir allí. Dejé de verlos durante un tiempo.
En el barrio mi posición de rechazo a la tiranía no era desconocida y mi comprometimiento fue aumentando. Ya en la universidad, la publicación de una foto en primera página en un periódico cargando junto a otros compañeros a un estudiante herido por una bala en la frente en una manifestación, constituyó una evidencia, que complicaba la intención de mantener lo más discreta posible mis actividades conspirativas.
Poco antes de pasar al clandestinaje regresé un día a mi casa portando un revólver vizcaíno que había reparado bajo mi bata de médico. Caminaba apresurado cuando el carnicero me salió al paso, a unos escasos tres metros. Me sorprendió pero me recordó de inmediato aquel incidente y mis deseos de asarlo vivo. Sentí el peso del arma en la cintura como advirtiéndome que estaba allí. Muy fugazmente también pasó por mi mente un rasgo de madurez que me decía que esa arma no era para venganzas infantiles sino para combatir a una dictadura.
Esos instantes muy breves los acortó el carnicero con una frase que evidentemente se había preparado para decir rápidamente como para evitar una reacción mía: "Yo sé en lo que tú estás y puedes contar conmigo para cualquier ayuda que necesites" me dio la espalda y se fue.
Me quedé parado. Pocas veces en las circunstancias en que me encontraba, en virtud del miedo que generaba la represión, hubo personas que me dijeran eso.
La vida me dio otras evidencias para obligarme a reflexionar. La primera vez que fui encarcelado el Movimiento 26 de julio me asignó un abogado cuyo nombre sí recuerdo bien, Jorge Cabrera Graupera. Cuando me visitó para ocuparse de mi caso encontré otro homosexual que no tenía ninguna intención de ocultarlo.
Cuando me convocó como abogado para diseñar su actuación legal para defenderme, se excedió en mi opinión preguntándome datos personales que anotaba con precisión algunos de los cuales me parecía tenían otro sesgo. Mientras conversábamos me puso la mano sobre la mía cuando le escribía mi dirección. En fin no me gustó que me representara aunque no tenía alternativa. Lo comenté molesto a mis compañeros de cárcel e incluso les pedí a Aldo Vera y a Odón Alvarez de la Campa que deseaba me enviaran otro. Graupera se ocupó con eficiencia de mi caso y el de otros detenidos. Logró sacarnos de la prisión interponiendo un recurso de Habeas Corpus aprovechando la brecha de apenas dos días que el régimen abrió restableciendo las llamadas garantías constitucionales. Eso irritó a los sicarios que poco después lo detuvieron y lo golpearon de tal modo que murió en su casa con el hígado reventado. Se portó ante sus verdugos según supimos con toda dignidad y no reveló sus relaciones con la red de abogados revolucionarios.
No recuerdo el nombre de aquellos tres maricones ni los volví a ver. La vida transcurrió muy vertiginosa durante la lucha y tanto o más después del triunfo y casi no iba por el barrio.
Pero fue así. Menosprecié a un ser humano por tener tendencias sexuales distintas. Mantuve mucho tiempo a pesar de considerarme un revolucionario y de actuar como tal, esos criterios discriminatorios.
En el transcurso de los años conocí a otros abnegados combatientes con iguales preferencias sexuales, que fueron asesinados y combatieron con tanta valentía como el más viril de mis compañeros y comencé a cambiar recordando con frecuencia el incidente de la corbata pero renuente hasta hoy a relatarlo.
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