July 11, 2012 El consumismo: ¿ una enfermedad ?
*Marcelo Colussi*
mmcolussi@gmail.com
En el corazón de las selvas del Petén, en lo que actualmente es Guatemala,
en la cima del Templo IV, joya arquitectónica legada por los mayas del
Período Clásico, dos jovencitas turistas estadounidenses -con ropa Calvin
Klein, con calzado Nike, con lentes de sol Rayban, con teléfonos portátiles
Nokia, cámaras fotográficas digitales Sony, videofilmadoras JVC y tarjeta
de crédito Visa, hospedadas en el hotel Westing Camino Real y habiendo
viajado con millas de "viajero frecuente" por medio de American Airlines,
hiperconsumidoras de Coca-Cola, Mc Donald's y de cosméticos Revlon-
comentaban al escuchar los gritos de monos aulladores encaramados en
árboles cercanos: *"pobrecitos. Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca
un 'moll' donde ir a comprar"*.
Consumir, consumir, hiper consumir, consumir aunque no sea necesario,
gastar dinero, hacer *shopping*… todo esto ha pasado a ser la consigna del
mundo moderno. Algunos -los habitantes de los países ricos del Norte y las
capas acomodadas de los del Sur- lo logran sin problemas.
Otros, los menos afortunados -la gran mayoría planetaria- no; pero
igualmente están compelidos a seguir los pasos que dicta la tendencia
dominante: quien no consume está *out*, es un imbécil, sobra, no es viable.
Aunque sea a costa de endeudarse, todos tienen que consumir. ¿Cómo osar
contradecir las sacrosantas reglas del mercado?
Podríamos pensar que el ejemplo de las jóvenes arriba presentado es una
ficción literaria -una mala ficción, por cierto-; pero no: es una
tragicómica verdad. El capitalismo industrial del siglo XX dio como
resultado las llamadas sociedades de consumo donde, aseguradas ya las
necesidades primarias, el acceso a banalidades superfluas pasó a ser el
núcleo central de toda la economía. Desde la década de los 50, primero en
Estados Unidos, luego en Europa y Japón, la prestación de servicios ha
superado largamente la producción de bienes materiales. Y por supuesto los
bienes masivos suntuarios o destinados no sólo al aseguramiento de la
subsistencia física (recreación, compras no unitarias sino por cantidades,
mercaderías innecesarias pero impuestas por la propaganda, etc., etc.)
encabezan por lejos la producción general. ¿Por qué esa fiebre consumista?
Todos sabemos que la pobreza implica carencia, falta; si alguien tiene
mucho es porque otro tiene muy poco, o no tiene. En una sociedad más justa,
llamada socialismo, *"nadie morirá de hambre porque nadie morirá de
indigestión"*, dijo Eduardo Galeano*. *No es necesario un doctorado en
economía política para llegar a entender esta verdad. Pero contrariamente a
lo que podría considerarse como una tendencia solidaria espontánea entre
los seres humanos, quien más consume anhela, ante todo, seguir consumiendo.
La actitud de las sociedades que han seguido la lógica del hiper consumo no
es de detener el mismo, repartir todo lo producido con equidad para
favorecer a los desposeídos, detener el saqueo impiadoso de los recursos
naturales. No, por el contrario el consumismo trae más consumismo. Un perro
de un hogar término medio del Norte come un promedio anual de carne roja
mayor que un habitante del Tercer Mundo.
Mientras mucha gente muere de hambre y no tiene acceso a servicios básicos
en el Sur (agua potable, alfabetización mínima, vacunación primaria), sin
la menor preocupación y casi con frivolidad se gastan cantidades increíbles
en, por ejemplo, cosméticos (8.000 millones de dólares anuales en Estados
Unidos), o helados (11.000 millones anuales en Europa), o comida para
mascotas (20.000 millones anuales en todo el Primer Mundo). ¿Somos entonces
los seres humanos unos estúpidos y superficiales individualistas,
derrochadores irresponsables, vacíos compradores compulsivos? Responder
afirmativamente sería parcial, incompleto. Sin ningún lugar a dudas todos
podemos entrar en esta loca fiebre consumista; la cuestión es ver por qué
se instiga la misma, o más aún: es hacer algo para que no continúe
instigándosela.
Lo cual lleva entonces a reformular el orden económico-social global
vigente. ¡Esta locura no puede seguir así!
Si bien es cierto que en las prósperas sociedades de consumo del Norte
surgen voces llamando a una ponderada responsabilidad social (consumos
racionales, energías alternativas, reciclaje de los desperdicios, ayuda al
subdesarrollado Sur), no hay que olvidar que esas tendencias son
marginales, o al menos no tienen la capacidad de incidir realmente sobre el
todo.
Recordemos, por ejemplo, el movimiento hippie de los años 60 del pasado
siglo: aunque representaba un honesto movimiento anti-consumo y un
cuestionamiento a los desequilibrios e injusticias sociales, el sistema
finalmente terminó devorándolo. Dicho sea de paso: las drogas o el rock and
roll, sus insignias de las décadas de los 60 y 70, acabaron siendo otras
tantas mercaderías de consumo masivo, generadoras de pingües ganancias (no
para los hippies precisamente, por cierto).
Una vez fomentado el consumismo, todo indica que es muy fácil -muy tentador
sin dudas- quedar seducido por sus redes. Por ejemplo: los polímeros (las
distintas formas de plástico) constituyen un invento reciente en la
historia; en el Sur recién se van conociendo a mediados del siglo XX, luego
que ya eran de consumo obligado en el Norte, pero hoy ya ningún habitante
de sus empobrecidos países podría vivir sin ellos, y de hecho, en
proporción, se consumen más ahí que en el mundo desarrollado donde comienza
a haber una búsqueda del material reciclado. Por diversos motivos (¿para
estar a la moda que le impusieron?), es más probable que un pobre del
Tercer Mundo compre una canasta de plástico que de mimbre. El consumismo,
una vez puesto en marcha, impone una lógica propia de la que es muy difícil
tomar distancia. Es "adictivo", podría decirse.
Del mismo modo, y siempre en esa dinámica, veamos lo que sucede con el
automóvil. Actualmente es archisabido que los motores de combustión interna
-es decir: los que le rinden tributo a la monumental industria del petróleo
en definitiva- son los principales agentes causantes del efecto invernadero
negativo; y sabido es también que producen un muerto cada dos minutos a
escala planetaria por accidentes de tránsito, inconvenientes todos que
podrían verse resueltos, o minimizados al menos, con el uso masivo de
medios de transporte público, más seguros en términos de seguridad
individual y ecológica (un solo motor puede transportar cien personas, por
ejemplo, pero hasta no acabar la última gota de petróleo no habrá vehículos
impulsados por energías limpias: agua o sol por ejemplo).
Un motor quemando combustibles fósiles por persona no es sostenible a largo
plazo en términos medioambientales, pero curiosamente para los primeros
veinticinco años del siglo en curso las grandes corporaciones de
fabricantes de automóviles estiman vender mil millones de unidades en los
países del Sur, y los habitantes de estas regiones del globo, sabiendo de
las lacras arriba mencionadas y conocedores de los disparates irracionales
que significa moverse en ciudades atestadas de vehículos, no obstante todo
aquello están gozosos con el *boom* de estas máquinas fascinantes.
En esa lógica entonces, quien puede, aún endeudándose por años, hace lo
imposible por llegar al "cero kilómetro". Todo lo cual nos lleva a dos
conclusiones: por un lado pareciera que todos los seres humanos somos
demasiado manipulables, demasiado fáciles de convencer (los publicistas lo
saben a la perfección). No otra cosa nos dice la semiótica, o la psicología
social de cuño estadounidense centrada en el manejo mercadológico de las
masas. De no ser así George Bush hijo, un alcohólico recuperado bastante
poco ducho en las lides políticas, no podría haber sido presidente de su
país en dos ocasiones (gracias a un video sensacionalista en su segunda
campaña presidencial, por ejemplo, que explotó los miedos irracionales del
electorado); o el cabo del ejército alemán Adolf Hitler no podría haber
hecho creer al "educado" pueblo alemán ser una raza superior y llevarlo a
un holocausto de proporciones dantescas.
Pero por otro, como segunda conclusión -y esto es sin dudas el nudo
gordiano del asunto- las relaciones económico-sociales que se han
desarrollado con el capitalismo no ofrecen salida a esta encerrona de la
dinámica humana. El gran capital no puede dejar de crecer, pero no pensando
en el bien común: crece, al igual que un tumor maligno, en forma loca,
desordenada, sin sentido. ¿Para qué la gran empresa tiene que continuar
expandiéndose? Porque su lógica interna lo fuerza a ello; no puede
detenerse, aunque eso no sirva para nada en términos sociales. ¿Por qué los
millonarios dueños de sus acciones tienen que seguir siendo más
millonarios? Porque la dinámica económica del capital lo fuerza, pero no
porque ese crecimiento sirva a la población. Y ese crecimiento, justamente
-como tejido canceroso- se hace a expensas del organismo completo, del todo
social en este caso, haciendo consumir, consumir lo innecesario, depredando
recursos naturales, y volviéndonos cada vez más tontos, manipulando
nuestras emociones a través de las técnicas de mercadeo para que sigamos
comprando. *"Pobrecitos. Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un
'moll' donde ir a comprar"*…
Dictando modas, fijando patrones de consumo, obligando a cambiar
innecesariamente los productos con ciclos cada vez más cortos
(obsolescencia programada), haciendo sentir un "salvaje primitivo" a quien
no sigue esos niveles de compra continua, con refinadas -y patéticas-
técnicas de comercialización (propaganda engañosa, manipulación mediática
que no da respiro, crédito obligado), el gran capital, dominador cada vez
más omnímodo de la escena económica-político-cultural planetaria, impone el
consumo con más ferocidad que las fuerzas armadas que lo defienden lanzan
bombas sobre territorios díscolos que se resisten a seguir ese guión.
Por cierto que, dadas ciertas circunstancias, el "consumismo" irrefrenable
podría ser considerado como una conducta patológica. De hecho en la
Clasificación Internacional de las Enfermedades -CIE- de la Organización
Mundial de la Salud, así como en el Manual de Transtornos Mentales de la
Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos -DSM, versión IV- aparece como
una posible forma de las compulsiones. Y desde esa matriz
médico-psiquiatrizante pudo llegar a describirse la "compra compulsiva"
como una categoría diagnóstica determinada. *"**Preocupación frecuente por
las compras o el impulso de comprar, que se experimenta como irresistible,
intrusivo y/o sin sentido. Compras más frecuentes de lo que uno se puede
permitir y de objetos que no se necesitan, o sesiones de compras durante más
** tiempo del que se pretendía"*.
Sin negar que ello exista como variable psicopatológica (*"Se calcula que
la compra compulsiva afecta entre 1.1% y el 5.9% de la población general y
es más común entre las mujeres que entre los hombres"*), el consumismo
voraz que nos impone el sistema es más que una conducta compulsivo-adictiva
individual. En todo caso, nos habla de una "enfermedad" intrínseca al
sistema mismo. Si las jovencitas del ejemplo con que se abría el presente
texto son tan "estúpidas", frívolas y superficiales, no son sino el síntoma
de un transtorno que se mueve a sus espaldas. Transtorno que, por cierto,
no se arregla con ningún producto farmacéutico, con un nuevo medicamento
milagroso, con otra mercadería más para consumir, por más bien presentada y
publicitada que esté. Se arregla, en todo caso, cambiando el curso de la
historia.