La Higuera del Che
Cada año,
cientos de personas de diferentes nacionalidades visitan el lugar donde el
Guerrillero Heroico se convirtió en símbolo universal de lucha por las causas
justas hace 46 años. Eddy de la Pera, camarógrafo de la Televisión cubana,
anduvo de visita por aquellos parajes bolivianos
Monumento erigido al Che en La Higuera. Autor: Wikipedia
Varios
Autores – Juventud Rebelde
8 de Octubre del 2013 0:36:02 CDT
8 de Octubre del 2013 0:36:02 CDT
A 2 160 metros
sobre el nivel del mar, la luz de las fogatas se eleva por encima de los
hombres, desafiando la oscuridad y el frío inclemente de la noche en La
Higuera. Hay cientos de personas acampadas en carpitas móviles frente a la
pequeña escuela donde hace más de cuatro décadas la historia permutó a leyenda.
Eddy está sentado
en la tierra, sosteniendo la cámara de televisión sobre las piernas cruzadas.
El sonido de los tambores del hombre brasileño, interpretando uno de sus ritos
religiosos, le parece un sueño lejano. Él está pensando…
«Yo quería venir
con mi hermana porque este era su mayor sueño, pero falleció hace unos días.
Ojalá me esté mirando ahora y sepa que vine por las dos», le cuenta una joven
paraguaya y entona un canto que, para Eddy, es el más triste del mundo. Él
también hubiese querido que su hermana cubana viviera la experiencia.
Al principio
intenta disimular las lágrimas, pero a su lado el editor que lo acompaña llora
como un niño pequeño, y ya él no se resiste. Comprende entonces que en este
sitio todos se quitan la coraza del pecho, se abren el corazón.
«Hermano, ¿no has
comido nada? Toma esta barrita de chocolate», casi le implora una anciana
española, en quien no había reparado. Hay argentinos, cubanos, chilenos,
venezolanos, estadounidenses… También un iraní. Eddy se seca el rostro y
sonríe: a lo lejos una monjita anglosajona intenta comunicarse con un roquero
español. La Higuera acoge en su tierra a todo ser humano que quiera acercarse
al Che.
De Vallegrande a
La Higuera
El día 6 comenzó a
subir la gente desde Vallegrande. Se necesitan más de dos horas para dominar
los 60 kilómetros que separan el lugar donde encontraron sus restos y los de
sus compañeros, del sitio en que el Che fue asesinado.
Algunos choferes
se resisten a aventurarse por la carretera plagada de cruces pequeñas, porque
el recorrido es sinuoso, como una serpiente cascabel en fuga hacia lo alto,
donde el aire seco y polvoriento calienta los pulmones. Pero no es lo mismo
subir en un transporte que hacerlo a la manera del Che: con infinitos
sacrificios físicos, ahogándose por el esfuerzo… Normalmente las personas
mayores se trasladan hasta Pucará, un pueblo instalado justo en la mitad del
trayecto, con casitas de barro y yerba, embetunadas de rojo desértico, y un
silencio arrasador. A partir de ahí, la mayoría hace el viaje a pie.
Eddy recuerda los
días anteriores, mochila a la espalda y cámara en ristre, saludando a los
compañeros de viaje, sintiéndose orgulloso cada vez que respondía que «sí, soy
cubano», y los peregrinos lo colmaban de preguntas acerca de la Isla y de
cuánto hizo el Che en Cuba.
«Esa es la
Quebrada del Yuro», señala un boliviano apuntando hacia la formación rocosa
tras los arbustos de espino.
«Yo también llevo
en mi pecho una “polera” con el Che, como tú, cubano», le dice un señor
señalándole el pulóver. A la luz de las fogatas parece un hombre común que ha
venido, como el resto, a conocer de cerca la magnitud del argentino universal.
Pero no es verdad. «Yo luché contra él sin saber quién era en realidad. Después
supe que fue un gigante, sin embargo, los pobres de Bolivia no estábamos
preparados para entenderlo». Y entonces admite que fue miembro del ejército que
combatió contra la guerrilla de Guevara. Eddy se queda perplejo, admirado por
la grandeza de un hombre que, aun después de muerto, da una lección de honor a
sus enemigos de antaño.
Los vecinos de La
Higuera también aseguran que desconocían quién era el Che hasta algún tiempo
después de su muerte. Cuentan que el poblado apareció en los mapas luego del 8
de octubre de 1967. Allí casi todo está intacto. Unas 30 casas sirven de morada
a un centenar de aldeanos, en medio de un ambiente místico, surcado por la
devoción con que las personas fraguan sus rezos al «San Ernesto» que murió en
una de las piezas de la escuelita local, convertida hoy en museo.
«Que Dios los
bendiga y el almita del Che los acompañe», dicen los paisanos al caminante.
«Perdone, buscamos la casa de Julia Cortés, la maestra que le dio al Che su
último alimento, una sopa de maní», le dicen a la señora que sale a su
encuentro. «Ya ella murió», responde la mujer sin parpadear; pero luego conoce
que son cubanos los que quieren saber cómo fueron los últimos minutos de vida del
guerrillero. Los invita a entrar en la pieza donde siempre tiene encendida una
vela para él. Y acepta al fin: «Yo soy Julia».
Eddy estudia el
rostro de la maestra mientras cuenta cómo aquel prisionero desgarbado, con el
pelo largo y rebelde, y a sabiendas de que planeaban asesinarle, tuvo temple
para corregirle un error ortográfico en la pizarra: «a la palabra Ángulos le
falta la tilde sobre la mayúscula, maestra». Y antes de que se esfumara aquel 9
de octubre de 1967, dos ráfagas sentenciaban al Comandante. Era la una y diez
de la tarde.
San Ernesto
«Tu ejemplo
alumbra un nuevo amanecer». Así dice la inscripción ribeteada en rojo y blanco
sobre la piedra inmensa que eleva un busto del Che a tres metros de altura, en
la entrada misma de La Higuera.
«¿Cómo habrá
llegado hasta aquí esa estructura colosal, si es la única de este tipo en medio
del paisaje?», se pregunta Eddy siempre que llega hasta aquí, y Paula, una de
las ancianas más antiguas del lugar, le cuenta: «Los dioses otorgaron poderes
para trasladarla, porque pasarían muchos soles y mucha lluvia, y vendría un
hombre a hacer el bien, moriría, y sobre esa piedra descansaría su imagen, de
frente al sol». Eddy no sabe si creerle o no. Pero la piedra está allí y el
busto pétreo también. Enciende la cámara y filma al Che, a la gente
aproximándose, a los pobladores y a los niños que salen a su encuentro.
Entre diálogos y
cantatas, la vigilia de los peregrinos va terminando junto a la noche del 8 de
octubre. Amanece. La gente hace ondear las banderas en una tribuna improvisada
y cada cual expresa sus sentimientos como sabe: besan la tierra, ponen velas en
el busto, dicen poemas, rezan, cantan o leen discursos. Siempre existe alguien
que intenta traducir para que entienda el resto. Pero si hay alguna lengua demasiado
desconocida, nadie interrumpe ni pregunta: todos escuchan en silencio.
«Ya se va a nublar
el sol», corren la voz quienes, como Eddy, han venido más de una vez a La
Higuera. Muchos no creen que suceda, porque no hay nubes y es apenas la una de
la tarde. Pero de pronto, una gran neblina se cierne sobre La Higuera y acalla
los cantos de los visitantes.
Al unísono, como
hipnotizados, todos se van sentando sobre la tierra, en el silencio más puro
que hayan percibido desde la llegada, y prenden sus velas. Así, bajo el
parpadear de los «fueguitos», permanece La Higuera durante diez largos minutos,
hasta que otra vez va apareciendo, poco a poco, el brillo del sol como un
regalo misterioso y divino. «Su espíritu está aquí», dicen los más viejos,
mientras los visitantes se arrodillan frente a la estatua para cumplir con la
misión personal que los ha conducido, desde diversos puntos del planeta, hasta
La Higuera del Che.