La Generala Manuela Saénz: Libertadora del Libertador
Por: Marta
Rojas
9 agosto
2013
A la
Libertadora del Libertador; “la más bella quiteña”; “la amante inmortal”;
“amable loca”, como cariñosamente llamó Bolívar una vez a Manuelita Sáenz o
simplemente a Manuela, como ella firmaba sus cartas y sus proclamas a favor de
Bolívar. Hay que honrarla porque en aquella época de insondable ignorancia para
la mujer en la sociedad colonial, Manuelita leía a Plutarco, escribía bien,
bordaba como pocas artesanas. Sus artes las aprendió en un convento donde
realizó su educación y fue la más insólita combatiente contra el colonialismo
español en nuestro continente. Inteligencia y valentía hacían un haz en su
personalidad.
En Quito; el
24 de mayo del 2007 se celebró el aniversario de la Batalla de Pichincha de una
manera especial: el desfile anual fue sustituido por un acto conmemorativo en
el que el presidente RAFAEL CORREA, por
decreto, promovió a MANUELITA SÁEZ AL GRADO HONORÍFICO DE GENERALA. La Ministra de
Defensa, Lorena Escudero, declaró: “¡A partir de hoy, Manuela Sáenz constituirá un ícono de servicio a la
Patria y al prójimo”—Esa noticia recorrió el mundo, y ahora en ocasión
de celebrarse la Fiesta Nacional del Ecuador (10 de agosto 1809-2013) el icono
que representa la, quizás, más importante mujer en la historia de la
independencia Hispanoamericana, Manuelita se hace presente.
Manuelita
Sáenz es un personaje sin semejanza alguna en la historia de la Patria
Americana; una mujer que en los albores del siglo XIX vestía uniforme de húsar,
ostentó los grados hasta Coronel del Ejército Libertador de Simón Bolívar,
acompañó al Libertador en campaña por los Andes como un soldado más, y
participó en decisiones políticas, aunque su vocación en el Estado fue siempre
la de salvaguardar la vida del Presidente-Libertador de la Gran Colombia. Por
si fuesen pocos sus méritos, Manuela combatió en la batalla de Ayacucho.
Aunque bastarda –quedó dicho–, de español y quiteña, había sido una mujer rica, pero murió en cruel destierro en Paita, Perú (ordenado por el entonces gobierno de Bogotá) en la más espantosa miseria, igual que muriera el Libertador en Santa Marta, 26 años antes de que pereciera ella al desatarse en Paita una epidemia de difteria. Entonces estaba baldada poco antes la visitó Garibaldi. La memoria de Manuelita la conservan en su historia, de forma muy destacada, el Ecuador, Venezuela y Colombia.
Aunque bastarda –quedó dicho–, de español y quiteña, había sido una mujer rica, pero murió en cruel destierro en Paita, Perú (ordenado por el entonces gobierno de Bogotá) en la más espantosa miseria, igual que muriera el Libertador en Santa Marta, 26 años antes de que pereciera ella al desatarse en Paita una epidemia de difteria. Entonces estaba baldada poco antes la visitó Garibaldi. La memoria de Manuelita la conservan en su historia, de forma muy destacada, el Ecuador, Venezuela y Colombia.
En la convocatoria
al Premio Internacional Simón Bolívar, que auspició la UNESCO y el gobierno de
Venezuela hace unos años, se relacionan importantes fragmentos de la vida del
Libertador y de los personajes más vinculados a él. Aunque no se relacionan
todos los méritos de Manuelita, ella aparece en un tema referente a la mujer,
el cual dice: “Bolívar no reconoce el valor de la mujer con declaraciones
teóricas: él reconoce su valor amándola, pero al amarla no sólo la hace
partícipe de su intimidad, sino que le da oportunidad de luchar por la
independencia. Tal es el caso, por ejemplo, de la ecuatoriana Manuela Sáenz,
quien deja todo por seguir a Bolívar, pero una vez a su lado controla, orienta,
supervigila la lucha por la libertad”.
No hay duda que ocurrió así. Sin embargo, cuando conoció a Simón Bolívar, Manuela Sáenz ya ostentaba la Orden de Caballeresa del Sol –el más alto título otorgado por el General San Martín, como reconocimiento a los servicios prestados por Manuelita a la causa de la libertad. El mismo José de San Martín había prendido el Sol de Oro y piedras preciosas en el pecho de Manuela, joven quiteña de poco más de 20 años, cuando el prócer sudamericano llegó a Lima donde vivía Manuelita como la señora del doctor Jaime Thorne, un médico inglés con quien su padre la había desposado –ella era hija natural de un acaudalado español y una mujer quiteña–, a la usanza de la sociedad simuladora de virtudes pudorosas.
No hay duda que ocurrió así. Sin embargo, cuando conoció a Simón Bolívar, Manuela Sáenz ya ostentaba la Orden de Caballeresa del Sol –el más alto título otorgado por el General San Martín, como reconocimiento a los servicios prestados por Manuelita a la causa de la libertad. El mismo José de San Martín había prendido el Sol de Oro y piedras preciosas en el pecho de Manuela, joven quiteña de poco más de 20 años, cuando el prócer sudamericano llegó a Lima donde vivía Manuelita como la señora del doctor Jaime Thorne, un médico inglés con quien su padre la había desposado –ella era hija natural de un acaudalado español y una mujer quiteña–, a la usanza de la sociedad simuladora de virtudes pudorosas.
Pero
Manuela, quien amaba todas las formas de la libertad, deshizo en una noche
aquel vínculo formal para entregarse en alma y vida al hombre que acababa de
conocer: Simón Bolívar.
En Quito, el
día de la entrada triunfal del Libertador, ella le lanzó una corona de laurel
desde el balcón donde se encontraban las criollas patrióticas; la corona fue a
dar al rostro de Bolívar, quien un tanto airado volvió la vista a los balcones
y descubrió a Manuelita. Dicen que él dijo después que ojala todos sus soldados
tuvieran la misma puntería que aquella mujer. Esa misma noche la identificó en
el baile de la victoria. Desde entonces se amaron: “Hasta padecer el dolor de
la soledad, de las ingratitudes y de la persecución, sobre todo después de la
muerte de Bolívar”, ha escrito uno de los más documentados biógrafos de Manuela
Sáenz, el ecuatoriano Alfonso Rumazo González, autor de la obra “Manuela, La
Libertadora del Libertador”.
Manuela
Sáenz había salvado a Bolívar de perecer en varios atentados. Quizá cuando el
Libertador de América estuvo más cerca de la muerte a manos de sus enemigos
políticos fue la noche del 25 de septiembre de 1828, conocida como “la noche
trágica”. Habría sido asesinado de no haberlo despertado Manuelita, de un
profundo sueño, cuando los finos oídos de la quiteña escucharon los ladridos de
los perros del Libertador y un ruido extraño en la casa. Simón Bolívar se
levantó sorprendido al llamado insistente de Manuelita, tomó su sable y su
pistola y fue a abrir la puerta para hacerle frente al peligro, pero ella lo
hizo saltar por la ventana y sólo abrió la puerta cuando comprobó que se había
alejado de la residencia. Los complotados la humillaron y maltrataron, pero no
le importó, Bolívar se había salvado. Cuando él regresó a la quinta, le dijo a
Manuela, delante de sus ayudantes: “¡Tú eres la Libertadora del Libertador!”.
Ningún título más alto que ése.
Dos años más
tarde, el 8 de mayo de 1830, se habrían de despedir para siempre, sin saberlo.
Él abandonaba Bogotá, pensando en una última oportunidad para salvar su obra,
pero muy abatido por la enfermedad que lo consumía y los juicios nefastos
contra su persona. La Gran Colombia se despedazaba. Ella seguiría al cuidado de
los documentos confidenciales del Libertados y sobre todo vigilante de sus
adversarios. Pensaban reencontrarse, quizá en Quito que tanto les agradaba a
los dos. Pero siete meses después el Libertador había muerto.
Comenzaba el
calvario de la bella quiteña, Manuela Sáenz, hasta su muerte en Paita.
La historia
de esta extraordinaria mujer que Guayasamín plasmó en un mural, colocándola
entre los grandes del Ecuador ha sido exaltada con justeza, pero también a lo
largo de más de un siglo negada o reducida en su rango histórico, cuando no
vilipendiada. De Manuela Sáenz se han escrito numerosas páginas destacándose
las de sus biógrafos Rumazo y Víctor Von Hagen.
La mejor
respuesta a todas las ignominias podrían ser las propias palabras escritas por
la quiteña Manuela Sáenz:
“Yo amé al Libertador; muerto lo venero. Pueden disponer alevosamente de mi existencia, menos hacerme retroceder una línea en el respeto, amistad y gratitud al general Bolívar”.
“Yo amé al Libertador; muerto lo venero. Pueden disponer alevosamente de mi existencia, menos hacerme retroceder una línea en el respeto, amistad y gratitud al general Bolívar”.
(…) ¡Oh sol,
oh padre! Y a veces, /el mar se quedaba ensimismado porque Manuela, vistiendo
con /gran gala/ su uniforme de Coronel de Ayacucho congregaba / con suave
autoridad a los niños indios, negros y mulatos de / Paita/ y acompañada a la
quena por un ciego cantaba en voz de plata / un grave himno, el que escribiera
un viejo amigo suyo,(1) / un hombre como ella infortunado, golpeado,
despreciado, /quien sin embargo /sacaba de su pecho y retumbaba más que Píndaro
un discurso / para cantar las Armas y las Letras de los siglos dichosos” (Poema
de Gastón Baquero a Manuelita Sáenz)
(1) Simón Rodríguez, maestro de Bolívar.