EL MUÑECO DORADO por Eladio González
Década del 90. Invierno, desde el oeste de la provincia de Buenos Aires, proviene el tren que al abrir sus puertas en la estación Caballito, siente aliviado como se vacía, liberando los cuerpos de los eternos Ulises, los involuntarios nómades, los laburantes, que se desparraman desde ése andén hacia la avenida Rivadavia.
La diaria, repetida, aburrida, robótica, inalterable manifestación multipartidaria de los ejecutivos, los marginados, las secretarias, las muchachas sin horas (y nó por horas), los empleados, los peones (ojo, peones solo porque los alfiles, reyes, reinas y demás se quedan piolas en sus tableros) que aunados, sin proponérselo salen momentáneamente mezclados por esa monstruosa licuadora – mezcladora que es el tren en la que no hay diferencias, por el lapso que dura el viaje, para luego empezar a retomar gradualmente su “status”.
Equilibristas del riel y del durmiente vienen desde el andén hasta la barrera de Rojas y allí giran hacia mi lugar.
No se todavía, si es gracias al asfalto en el que ya no trastabillan o a la pendiente pronunciada, o a la ineludible sensación de haber puesto pie en la garganta del diablo capitalina, que los deglute y los hará bailar sus existencias de 33 r.p.m. al loco ritmo del 78 de pasta.
Por eso se aceleran, se transforman en un manojo muscular - apurado - preocupado -hechopelota que semeja un batallón de zombies. Porque esas sonrisas que portan algunos/as no son sonrisas, son muecas de situaciones congeladas. Tal vez por eso pasan a mi lado, indiferentes.
Sí, usted señora, señor ó vos ché, y te digo ché porque CHE significa MÍO, sí en guaraní ché significa mío, y te quiero mía/ío si somos como de la familia, hace cuatro años que nos vemos, día a día, sol a sol, lluvia a lluvia (mirá mi desteñido traje sino.
Soy un laburante como vos. Diferentes ocupaciones sí, pero si nos parecemos hasta en la rigidez. Bueno, vos no tenés el tono dorado de mi caripela, pero compartimos una cierta inexpresividad. Me vés sin verme, me esquivás como otros cientos de zombies a quienes el imán de Rivadavia succiona inexorablemente.
Si hasta cambié de ropaje gracias a Irene Perpiñal la dueña, y ni te avivaste. La navidad pasada fui Papá Noel, mucho antes fui Gauchito de negras bombachas y chaqueta.
Fui aldeana italiana por unos meses, una débil mujercita que te esperó como aquél maniquí femenino de Serrat en “Cartón Piedra”, viéndote doblar aquella esquina, adivinándote sensible, comunicativo/a, humano/a.
Y esperé y unos cuantos día a día me comenzaron a aceptar y a acercarse y a darme el sí. Primero, fueron los marginales, los que detectan lo que todavía está a salvo, lo impoluto, los chicos de la calle, los abandonados de Dios y de nosotros, los que hacen que toda la gente vuelva la cara, se ciegue ó ensordezca repentinamente , todos menos yo claro aunque tentado estoy de girar y mirar otra cosa más linda, pero mi cuello de yeso me lo impide.
También los canes, que son los mejores amigos de los manequíes plantaron sus cuatro patas y me señalaron antes que nadie con sus hocicos. Esos pibitos que sufren el frío de la gente y el invernal comenzaron a hablarme, tocarme las manos, besarme.
Y los otros niños también, los que tienen quien puede comprarles una golosina, duermen calentitos y tienen pilcha me trajeron a sus abuelos, a sus papás, a sus hermanos y a sus amas de trabex.
Ya no tengo más las mejillas frías, por los besos y mis orejas se descongelaron por el calor de sus vocecitas que me dieron calor amor, es que ellos no saben del tirano tiempo, no tienen donde ir, viven para vivir.
Niños, niños que lo ejercen y los adolescentes que luchan por aferrarse a la niñez, que se resisten a enterrar diez años de luminosidad entre los grises pliegues de la mortaja-traje-corbata-ejecutiva y quieren emocionarse, reir y patear una lata en la vereda, porque sí.
Estos sí que se detienen, vuelven sobre sus pisadas y allí comienza la fiesta, el contacto del cuarto tipo, el argentino-ser humano-descendiente de Homero Manzi, luchando por salir del disfraz de No Future de The Cure , y gana Manzi y la mano tibia, viva, móvil, sensible se me acerca y me roza tímidamente al principio.
Luego me toma la mía, inerte, rígida. Y yo hago que no lo veo, mi mirada pasa por sobre su hombro indiferente, en realidad lo estoy probando, quiero ver hasta donde da el material.
Y cuando su mano me acaricia la pelada o me habla, entonces ya sé que lo/a enamoré, que solo quedan en esta vereda, el peatón enamorado y el maniquí caza - sensibles. Es amor a primera vista, es ternura, es volver a la fuente, al afecto porque sí, a creer nuevamente. No obstante que creo en lo mío como buen argentino, tengo mi amuleto, no sea cosa de dejar librado a la suerte esta cruzada de amor.
Porto en mi siniestra una coneja de peluche, vieja, gastada. A veces cuando me deprimo, comienzo a cifrar mi éxito en la probable atracción que despierta la coneja en cierta franja de niños, pero me repongo con el ejemplo de ese ser humano, que con forma de hombre-nada-gris-provincia-no mires los ojos del patrón-agacha la cabeza y en silencio viene de tanto en tanto, me acaricia la peluca e ignorando a la coneja me besa las mejillas y me habla, mientras su dedo índice empuja en mi bolsillito el billete marrón de cien que su generosidad me obsequia.
Su bolso se va con él y la gente se lo traga. ¿No sería Cristo ése? Hace mucho que no vuelve, como también Alfredo, el de la placita de Yerbal y Rojas, el que la limpió, mantuvo y transformó en un lugar decente.
El que juntó a los chicos del barrio (Demián y Manuel incluídos) y les organizó una cancha de basket y otra de futbol. El que escribía con las manos en un papel. El que escribía cada día un nuevo capítulo de generosidad comunitaria. Un ejemplo de lo que un hombre debe ser dentro de su medio. Claro luego me entero de sopetón, como siempre vienen las malas noticias, lo inaceptable, que Alfredo se suicidó. Sí, se mató, pero no desapareció, yo lo espero todavía, y creo que me engañó y estuvo aquí en el negocio el otro día. Claro con forma de mujer, una cálida y sensible señora que quería maderas para arreglar la Placita.
¡ Cómo me engrupiste Alfredo ! a mí y a todos. Ahora sé que sí estas en ella, bueno, como también estás en mí, ó en los niños que juntaste, respetaste, enseñaste y amaste , porque solo con mucho amor se puede hacer todo lo que vos dejaste hecho.
El Maniquí dorado de Bagatela
por Eladio González toto
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