La Mucuy
CULEBRILLA
Desde hace siglos el mal de la culebrilla es conocida como una de las enfermedades más terribles. Sucedía en algunas casas donde las angustias y preocupaciones no se saben disimular. Es una terrible cadena de laceraciones que comienzan instalando rosetones y burbujitas que estallan en laceraciones encendidas, severas, enrojecidas, todas expuestas, no muy dispuestas a sanar tan rápido. Unas son tan aterradoras que hacen erupción desde el tobillo para ir profundizándose hasta llegar a rozar las membranas de los huesos. Para sacarlas de todos esos sitios cuesta demasiado.
Cuando este mal aparecía había que convocar rezos, pócimas, brebajes y unciones de los expertos. Inmediatamente todos iban en búsquedas de las famosas siete hierbas de los remedios, ramas especiales utilizadas para ensalmar las furias de aquellas llagas atornilladas por fuegos irritantes.
Sin perder tiempo comenzaban la preparación de herbajes. Eran recetas a punta de yerba mora, pasote, cariaquito morado, borrajón, manzanilla, díctamo real y ramas de zanahorias. Todas serían unidas, estrujadas sobre una piedra hundida de tanto trajinar, decantadas y machacadas hasta lograr el sumo de las siete ramas. Luego se dejaban escurriendo sus savias untándose encima de la culebrilla.
Sin perder tiempo la aplicación de los ungüentos debían ser empleadas pero no podían ser cruzadas, es decir, administrados por la misma persona, pero sí de la culebrilla llegaban a desprenderse del camino lacerado y llegaban a tener dos cabezas, entonces el ritual se hace seis veces y cruzado a la vez por un hombre y una mujer juntos, pues prolongar su mal sería muy peligroso.
Los ensalmos y las oraciones iban sin ropas. El hombre de los poderes prendía una velita y sentado sobre un banco miraba haciendo arrugar sus lentes y disparando con una especie de bombita a presión unos alcoholes los cuales eran lanzados una y otra vez sin cesar hasta lograr desaparecer el volátil mal. Quien lo padecía se retorcía del dolor recibiendo la cura mientras rezos y conjuros eran lanzados para reponerse del castigo.
ARCO
La conocida picada de arco era terrible. Hubo un abuelo que en una tarde fatigada se metió dentro de un charco de agua. Era un atardecer y el arco estaba depositado en ese poza; a eso le decían agua enzarzada es decir que estaba envenenada. Él andaba por allí y en un descuido de su paso quedó enterrado y el agua lo mojó desprevenidamente hasta su cintura.
Inmediatamente sus pies se volvieron desconocidos por la hinchazón que agarró. Las viejas comentaban que sus partes íntimas se le inflamaron como las de un toro, no valiéndole remedio alguno con ninguna de las hierbas, rezos y ensalmes que hacían curaciones, así que esta rara enfermedad se lo llevó en apenas seis meses.
En su mal llegó al punto de quedar tullido de su pierna derecha; esta le quedó arqueada, de allí su relación con el arco. Al morir tuvieron que escoger una urna muy grande y entre todos sus amigos y familiares impulsaron una pesada roca y la colocaron encima para poder enterrarlo, pues el doblez pronunciado de su pierna impedía al menos que cupiese en el hueco asignado por su Padre desde que este había nacido.
Todo sucedió allá por el año 1956 y la picada de arco fue la causante. Su nombre era José Protacio Benavides. Él, era de un pueblito muy alejado y difícil de pronunciar por eso nunca nadie supo donde nació. Únicamente se sabe a lo largo de muchos años de algunas viejas aún viven que recuerdan su nombre.
Dicen que era un hombre fiero pero sabio, bajito y ni para enterrarlo le quitaron su sombrero el cual era más viejo que Protacio Benavides y este también se inflamó y todas quedaron sorprendidos al verle la hinchazón, todos en silencio esperaban que saliera flotando con todo y urna para que el viento jugara con aquella gran vejiga para que después de cierto tiempo complacido por los aires se dejara enterrar.
Era lo menos que podía pedir un hombre que siempre admiró las aves y nunca se cansó de arremedarlas. En su retablo llegaron a descubrirle cientos de plumas unidas una a una a un vestido en el cual creyó volaría. Nunca se supo si con ellas intentaría volar o serían conservadas como un abrigo para el momento de su partida.
BERNARDO
Murió Bernardo; ese día se conoció la muerte, era su otra cara, aquella que tienen los que sucumben en casa, quienes van embalsamados con polvos de cal, mucho limón exprimido y jabón azul. Era la llamada cataplasma, esa que le hacen al difunto para que no se descomponga y los familiares puedan velarlo y llorarlo en paz hasta el pasar la madrugada el cantar de un gallo triste en una mañana apagada.
La matrona encomendada para prepararlo fue doña Anunciación quien lo insultaba y regañaba como a un niño pequeño aun cuando estaba consciente que el difunto ya no la podía oír, pero según decían, debía hacerlo para que se dejara preparar.
Aquella fue una noche extraña pues el frío entumecía a todos desde los huesos. Así lo decían los acompañantes y fue tan larga que casi no llega el alba, llegó a decirnos don José Protacio Benavides. No hubo llanto, solo rezos por el alma de quien en vida se dedicó a perseguir los dineros ajenos, pues su fuerza física la dedicó cavando soberanos huecos. Pero cuando llegó el momento de llevarlo al cementerio un gran silencio acompañó el sepelio y al dejarlo en las penumbras de un sombrío agujero un borracho que al pasar cerca se le oyó decir: "¡Paisano! Como vivías haciendo huecos, te hicieron uno para ti solito; no te vayas a salir de ahí, ah compita, que las morocotas ahora me toca buscarlas a mí".
Ese día todos, uno a uno, fueron entrando al santuario de la muerte y después en tropel igualmente huyeron. Atrás dejaban al hombre de los secretos y cuentos jamás comprobados. Bernardo era el hombre de los entierros, quien comía, soñaba y dormía con un canalete amarrado en su muñeca, pues no se sabía en qué momento bajaban los espíritus y le daban los datos de las morocotas.
Por eso todos partieron en silencio cuando apenas caía tierra seca y alguna mojada sobre su ataúd. Corrieron con barretones y picos para escarbar sobre el aposento de Bernardo y descubrir los secretos que nunca contó pero su disimulo lo delató. Solo fueron historias y ahora les tocará esperar años hasta que los espíritus autoricen sus viajes con los seguidores de sus entierros.
PUEBLOS
Bernardo fue un abuelo que siempre anduvo recordando sus épocas ya idas de campos y pueblos, aquellas costumbres entre el trabajo arduo, exigente y sin el confort de la tecnología de hoy en día, buscando los rincones lejanos que aún quedaban en otros campos lejanos no tan suyos, cuyas distancias solo eran puestas por caminos intrincados y escabrosos en horas sustentadas de esa cotidianidad.
Los responsables de esas historias fueron los ancianos y jóvenes de La Mucuy. Algunos no se despidieron, solo fueron a colocar una ofrenda y ya prontico estarán por regresar. Persistencia de historias narradas siempre extraídas desde raíces ya idas, pero inolvidables para generaciones criadas en ambientes campestres, testimonios dejados para la posteridad, quienes por vocación se les antojó utilizar más que la palabra escrita, como hechos y aconteceres en espacios y tiempos sobrevenidos.
En la villa de sus infancias y adolescencias eran enviados al mercado libre a vender la chicha de cebada envasada y fermentada en barriles de maderas, junto a pasteles, arepas rellenas finitas y tostaditas, pues así le gustaban a los viejitos que de domingo a domingo se hicieron cotidianos, pues sus medios de transporte eran una carretilla de madera o hierro, necesaria para llevar productos elaborados por sus ancianas madres.
Guarapos con suficiente tiempo, arepas y pasteles exigían levantarse a tempranas horas de la madrugada, para que a las cinco salieran con los dos hermanos mayores quienes provenían de una camada de doce más. Iban en fila, uno detrás de otro, a ganar como se dice aún el pan de cada día con el sudor de sus frentes. Así lo sentenciaban a cada rato sus padres inquietos.
Muy abajo, y alejadas de dos leguas, estaba la ciudad ya con algunas calles cubiertas de granzón colorado sacado de ríos dormidos solo los primeros meses del año; y de quebradas extraían piedras, esas que desde sus nacientes estaba pintadas de un color opaco, parecido más bien al rojo, algo así como una mezcla de colores. Aún se aprecia esa característica aunque ya con aguas disminuidas y contaminadas. Así nacieron los pueblos.
Dr. Miguel A. Jaimes N.
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Abril 27 del 2016
Dr. Miguel A. Jaimes N.
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