Fidel, la niña y la escuela
Por Marlene Caboverde Caballero
En los años de mi infancia casi todo era hermoso y Fidel era el culpable de tanto regocijo. Por eso, cuando lo evoco en estos días vuelvo, afortunadamente, a ser una enana inocente y feliz.
Al Comandante lo conocí, y no me canso de repetirlo, en el rostro enamorado de mi madre que se encendía cada vez que lo escuchaba o lo nombraba. Y porfiada como era ella logró hacerme creer que Fidel era como una especie de genio con lámpara y todo que nos había regalado lo bueno que poco a poco cambiaba nuestras vidas.
Comprendí después que le sobraban razones para aleccionar de eses modo a los cuatro hijos. Po ello, hoy aunque debiera quizás, enumerar las obras inmensas de Fidel en bien de Cuba y el mundo con sólidos argumentos termino, irremediablemente encontrando lo mejor de su esencia en mi niñez, en mi primer hogar, mi primera escuela, mi primer libro, mi primera maestra.
Mi primera escuela fue concebida por Fidel como un regalo a la gente humilde del Valle del Perú, un sitio tan bello como olvidado de la geografía cubana. Dicen que en pocos meses nació del pantano aquella edificación elegante y una de las más hermosas creada en aquellos primeros años de la Revolución.
“Esta escuela es una maravilla”, afirmó el propio Fidel el 15 de noviembre de 1969 cuando la inauguró. Sus palabras de aquel día revelan la intensidad con que se trabajó para terminar la obra que fue un verdadero escándalo en mi Valle, apagado por la miseria de tantos siglos.
Meses más tarde, cuando Fidel fundó en este mismo lugar un moderno Policlínico, devenido hoy Centro Psicopedagógico de Mayabeque, él anunció que mi primera escuela llevaría el nombre de Tamara Bunke, en honor a la guerrillera argentino alemana que cayó en esa época en Bolivia, combatiendo junto al Che.
Aún, sin conocer esos y otros detalles de la historia mi primera escuela fue siempre el lugar más lindo del mundo. Sus aulas enormes, las escalinatas y jardines bordeados por muros que parecían caminos, la gigantesca plazoleta donde me pusieron la pañoleta bajo el susurro de los almendros, mis libretas llenándose de saberes, las maestras impecables y estrictas y aquella biblioteca, mi lugar favorito, atestada de libros donde descubrí lo fundamental y lo maravilloso de la vida.
En ese mismo sitio se guarda como una reliquia el discurso de Fidel del día de la inauguración con algunas imágenes que no me canso de mirar. Hoy el creador de aquella maravilla ha envejecido, ya son 90 años, también mi escuela.
Sin embargo, conservan el mismo perfume, el mismo color, el mismo valor. Y les confieso, jamás aprenderé a mirarlos, a Fidel y a mi escuela, con otros ojos que no sean los de aquella niña inocente y feliz que se alegra por tenerlos todavía, y para siempre.
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