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171 libro “CUBA EXISTE ES SOCIALISTA Y NO ESTÁ EN COMA”
Del
Arquitecto Rodolfo Livingston Ediciones
de la Urraca 1992
Buenos Aires.
Buenos Aires.
UN OJO
CLINICO SOBRE CUBA
por Mónica Müller
La Dra. Mónica
Müller viajó a Cuba por primera vez en junio de 1992. Pasó dos semanas metiéndose sin permiso en
hospitales, facultades de medicina, sanatorios de SIDA, hospitales
psiquiátricos, laboratorios y farmacias de La Habana, de Holguín y de
Gibara. Habló con pacientes, médicos,
enfermeras, investigadores y técnicos.
Por el contacto directo y libre que tuvo con el sistema de salud de Cuba,
es que fue invitada a participar en este libro. R.L.
Cuba es un fenómeno único, más que por lo que hay, por
lo que no hay. Supongo que yendo con un tour, lo llamativo
es lo que hay. Playas extraordinarias , gente dulce y sonriente, paisajes
bellísimos, una arquitectura preciosamente conservada, ciudades seguras y mucho
ron del bueno. Yendo libremente, sin
nada programado, Cuba es maravillosa por todo lo que no tiene.
En primer lugar, publicidad. Uno siente que está en un lugar diferente al
resto del planeta y no sabe bien por qué.
Hasta que descubre que no hay imágenes de Claudia Schiffer ni de Coca
Cola ni frases en inglés ni promesas de una vida mejor si uno compra tal auto ó
tal cerveza. En segundo lugar, ricos.
Ese regalo de la naturaleza que es Cuba, es de toda la gente de Cuba. Estamos acostumbrados a que los mejores
lugares de la tierra pertenezcan a unos pocos – nativos y extranjeros igualados
por el dinero – mientras quienes descienden de los primitivos dueños miran
hambrientos desde los bordes ó están adentro para servir. Por eso nos resulta un espectáculo extraño
ver que no hay cubanos ricos. Los
funcionarios del partido – que según nuestro sistema deberían ser poderosos –
son de una humildad y un ascetismo difícil de comprender para quienes vemos
todos los días los vestidos de Zalemita y la casa de Jorge Triaca.
En Cuba tampoco hay ambiciones personales. Quienes creen que la feroz competencia
individual es el único estímulo posible para la evolución, pueden aprender allí
que hay otros estímulos, más poderosos y profundos. Allí, todos trabajan para todos. Pude ver
cómo investigan en las Facultades de Medicina y en los Hospitales, no para el
lucimiento de un médico, no para el prestigio de una institución, sino para el
mejoramiento de la salud de todos los cubanos
y de todos quienes lleguen de afuera pidiendo ayuda. Pregunté, por ejemplo, como es que siguen
atendiendo gratis a los chicos de Chernobyl, estando como están, deterioradas
las relaciones con la ex URSS y escasos los recursos de la isla. Me miraron asombrados y me dijeron: “¿Qué culpa tienen los chicos de lo que haga
su gobierno?” Los cubanos separan muy
bien las intenciones de los pueblos de los actos de sus dirigentes. Varias veces los escuché decir, hablando con
simpatía de los norteamericanos:
“Nuestro conflicto es con el gobierno de Estados Unidos, no con su
gente”.
Otra cosa que no hay en Cuba es represión. De ningún tipo. Se dice lo que se siente. Se mira francamente, se sonríe inocentemente. Se siente que nadie oculta nada, porque todos
están unidos por un mismo sentimiento.
Es imposible transmitir esa sensación.
Es algo que se percibe instintivamente y que no se puede falsear. Los policías, lejos de ser la vergüenza
nacional, son gente culta, sensible, interesada por los problemas de la
gente. Están para ayudar. Se acercan con afecto, te tocan, te hablan
dulcemente. En una asamblea de escritores y artistas cubanos que se hizo en
Holguín, me metí a escuchar. Había
representantes de toda Cuba. A mi
costado, vi con sobresalto un uniforme verde.
Con un reflejo pavloviano-argentino, que consiste en erizarse de pies a
cabeza frente a un uniforme, miré con desconfianza al militar, pensando que
estaba allí para controlar. Me
sorprendió ver que estaba escribiendo con un lápiz que tenía un osito en la
punta. Un lápiz como los que tiene mi
hija. De repente se paró para opinar,
inesperadamente para mí, no pidió más decencia, más respeto a las
costumbres,más presupuesto para los desfiles.
Pidió – en nombre del ejército – más espacios y más oportunidades para
la danza. Me costó imaginarme un
escuadrón ensayando sus pas-de-deux en el patio del cuartel, pero,
evidentemente, a todos les parecía natural la escena, y el pedido quedó
formalmente registrado en el libro de actas de la asamblea. En Cuba tampoco hay rabia. Podría haberla contra el resto del mundo, por
el bloqueo feroz que los aprieta un poco más cada día. Pero no hay.
A veces están tristes, porque no hay toda la carne que quisieran tener,
o porque tienen que inventar menús de una austeridad dolorosa. Pero no odian.
Es como si estuvieran dispuestos a pagar con alegría por conservar su dignidad
intactas. Y así lo dicen, todo el tiempo, con las palabras y con los gestos.
Van de a tres en una bicicleta, bajo la lluvia y se ríen, y se saludan, todos
embarcados en el mismo viaje heroico que nadie desea abandonar. Además de todo eso, en Cuba no hay nada para
comprar. Las vidrieras son
pobrísimas. Muestran un vestidito fuera
de toda moda, dos pares de zapatos y unas flores de plástico. Espectáculo inquietante para nosotros,
empachados de mármol, de dicroicas y de vidrieras histéricas que nos muestran
como alcanzable todo lo que la publicidad nos muestra como deseable.
A la medicina cubana también le faltan muchas
cosas. No hay la principesca soberbia de
los médicos. Allí los médicos se
inclinan a saludar con un beso a una paciente, explican pacientemente a los
familiares todo el caso, escuchan con ternura, están absolutamente al servicio
de los que sufren. Tampoco existe el
aislamiento del paciente grave, que despersonaliza y pone al enfermo en las
manos todopoderosas del médico. En las
salas de terapia intensiva de los hospitales pediátricos, pude ver cómo los
chicos se internan con su madre. Y cómo la madre se comunica con los familiares
a través de un vidrio, hablando por un teléfono directo con ellos. Una escena que no asombraría en Oslo, pero
que, por lo menos en nuestro país, es absolutamente inédita.
A los enfermos de SIDA cubanos también les falta algo: la libertad de poder contagiar libremente a
quienes están sanos. Antes de ir, yo me
preguntaba cómo era eso de tenerlos aislados.
Me parecía inhumano. Allí en
Holguín, visité un sanatorio de SIDA.
Jardines llenos de plantas cuidadas por los mismos enfermos. Un comedor simpático, luminoso, que podría
haber estado en el folleto de un tour tropical.
Un microcine donde algunos enfermos miran un film de
Schwarzenegger. Preparativos para ir a
la playa, en grupos, con médicos y enfermeras.
Una sala donde algunos pacientes tenían una sesión de psicoanálisis como
terapia para aprender a convivir con su enfermedad. Pequeñas cabañas individuales, decoradas
según el gusto de su dueño: un bar con espejitos, una colcha con diseños de
leopardo, un delirante altar con santos paganos. Allí hablé con los enfermos, paseando por los
jardines. Todos ellos parecían modelos de Calvin Klein, más que pacientes
infectados por un virus. Musculosos,
bien vestidos, bien alimentados con cinco mil calorías diarias – contra las
estrictas mil quinientas que recibe toda la población sana de la isla -. Todos
me contaron que en su terapia intentaban tomar conciencia de que no podían
hacer la misma vida que antes, que no es ético andar contagiando a los demás, y
que visitaban a su familia una vez adaptados a su nueva situación. Sólo dos de ellos protestaban: acababan de
llegar de Estados Unidos, de donde los habían deportado en cuanto los
descubrieron portadores. Extrañaban los
jeans, los chicles, los hot-dogs. Uno de
ellos, además, estuvo preso por robo en San Francisco. Cuando le conté que en la Argentina los
presos enfermos de SIDA habían estado encadenados a la cama de un hospital, me
miró incrédulo y sacudiendo la cabeza me dijo: “¡Vamos, compañera, que eso no puede ser veldá!”. ¡Qué
situación extraordinaria! Seguramente
creyó que había sido enviada por el partido para hacer propaganda comunista.
En Cuba faltan muchas libertades: no hay libertad para morirse de tuberculosis,
no hay libertad para estar desnutrido ni para ver morir a los hijos de diarrea
estival ni de sarampión; no hay libertad para ser analfabeto ni para
intoxicarse con medicamentos contaminados ó leche con salmonellas. Y sobre todo, no hay libertad para elegir
entre tres candidatos, que ofrecen como única diferencia tres distintos modelos
de lifting.
En Cuba no hay una enorme cantidad de cosas que nos
han hecho creer que son esenciales. Todo
el tiempo y todo el espacio están dedicados a todo lo que nos han hecho creer
que es prescindible: la solidaridad, la dignidad, la honestidad, la austeridad
y el afecto.
Volví conmovida porque allí pude ver que otro modelo
de Humanidad es posible. Y volví muy
triste, porque también descubrí que a esta altura de nuestra resignación, de
nuestra frivolidad y de nuestra entrega, seguramente es imposible volver atrás
para intentar empezar de nuevo.
La doctora en medicina Mónica Müller, ex esposa del arquitecto Rodolfo Livingston influyó crucialmente en él, para que incluyera en el libro que estaba finalizando el tema de un argentino, que de visita en Cuba había donado sangre para un policía gravemente herido. Las cartas de agradecimiento que recibió el argentino por su acción, tras ser publicadas en el libro de Livingston, influyeron crucialmente para que miles de argentinos aportaran donativos que Irene Rosa Perpiñal, pareja de Toto el argentino que donó sangre, pudiera formar el grupo solidario más productivo en donaciones a la necesitada Cuba de los años noventa llamado “CHAUBLOQUEO”.