sábado, 29 de septiembre de 2007

Hernán López Echagüe, Botnia, Uruguay, Argentina tragedia ecológica y de envenenamiento humano, esclavos de las multinacionales


Hernán López Echagüe sobre Botnia

(AW). "El hogar de los uruguayos se ha convertido en una (in)digna e inabarcable zona franca, eximida del pago de todo impuesto, y sometida al imperio de normas laborales que ignoran por completo todo derecho laboral. Sus tierras, las de los uruguayos, en colosales plantaciones de árboles concebidos en un laboratorio". Un nota del periodista Hernán López Echagüe en el semanario El Eco de Nueva Palmira, Carmelo, Uruguay.

Buenos Aires, 16 de septiembre de 2007 (Agencia Walsh). "Hace ya mucho tiempo que el río Uruguay, en esta región maltrecha y enajenada a causa de tanto progreso ajeno, dejó de ser un simple torrente de agua dulce habitado de peces, recorrido por embarcaciones y plausibles contrabandistas, y donde, en el verano, las personas intentan mitigar el calor del sol, nadan, y con pachorra echan un puñado de anzuelos.

El río es el abarcador nombre de las cosas, lugar común de la historia de esta comarca. Y aquí estamos, empecinados, palmirenses, carmelitanos, colonienses y entrerrianos, los habitantes de estas playas, sumergidos en una discusión de río, asunto de la relación movediza del agua, la del río, la del río malherido por el continuo establecimiento de fábricas de productos inservibles para nosotros, moradores del sur despojado. Tierra y agua que, cada día, de prisa, nos dicen hasta la vista.

En este río de tonalidad impar, lámina de diversos y azarosos matices que van del pardo al verde marino, del cobrizo al azafranado, según la reverberación del sol y la intensidad de las corrientes, el doctor Zimmer, intendente de Colonia, ha propuesto arrojar a los piqueteros argentinos, aquellos de Gualeguaychú. Lo dijo el miércoles 29 de agosto, al cabo de la ceremonia oficial de entrega del puerto de Nueva Palmira, quizá el más estratégico del Uruguay, a la empresa finlandesa Botnia. A otro país.

"Hay que tirarlos al río", dijo el doctor.
La palabra río mueve a representaciones disímiles. Una de ellas, que acaso el doctor Zimmer ignora a pesar de ser la imagen más cruel de las últimas dictaduras sureñas, es el planeo de un avión militar sobre el río, vuelo nocturno, avión rastrero; en su interior, una decena de cuerpos adormecidos, cabezas encapuchadas, que de pronto comienzan a caer, como fantoches, en el agua nerviosa. Cuerpos vivos.

Si lo cree conveniente, el doctor Zimmer puede recurrir a los meritorios oficios de los militares argentinos y uruguayos que solían dedicarse a tareas patrióticas de esa naturaleza, buena parte de ellos todavía en actividad. El trámite es sencillo: primero, una amable dosis de pentotal; luego, aguardar que el piquetero subversivo caiga en el letargo, y, por último, casi con displicencia, un ejemplar empujón. El doctor Zimmer es cirujano, de modo que, presumo, conoce bastante de anestesias.

Río, el que el doctor Zimmer desea emplear a modo de castigo, que décadas atrás solía recibir como macabro obsequio cuerpos de personas asesinadas por la gran dictadura latinoamericana. Andaban a la deriva, hinchados, carcomidos por las alimañas.

Dijo, también, en su discurso de celebración del puerto de Botnia en Nueva Palmira, el doctor Zimmer: "La misión más importante que tiene un gobierno es crear fuentes de trabajo, fuentes de trabajo dignas, donde el uruguayo se sienta que está en su casa y que puede vivir con dignidad y comodidad ..."

El hogar de los uruguayos se ha convertido en una digna e inabarcable zona franca, eximida del pago de todo impuesto, y sometida al imperio de normas laborales que ignoran por completo todo derecho laboral. Sus tierras, las de los uruguayos, en colosales plantaciones de árboles concebidos en un laboratorio.

"Hay que tirarlos al río", dijo el doctor.
Vuelvo, siempre, a El río sin orillas, de Saer: "La máquina de aniquilación se obstinó, con prolijidad, en borrarlos, moralmente primero, con un itinerario orquestado de humillaciones; físicamente más tarde, con el suplicio y con la muerte, y por último materialmente, quemando y hasta triturando los cadáveres, dispersándolos en la tierra, en el agua, en el fuego, en el aire, con el fin de hacerlos desaparecer, confundidos con los elementos, entre los pliegues más secretos de lo anónimo".

Dijo, en alguna oportunidad, acaso en una entrevista, tal vez en un escrito, Albert Einstein: "Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. No sé cuál va primero". Desde luego, Einstein no tuvo la buena fortuna de conocer y escuchar al doctor Zimmer, cabal representante de lo que va primero".