jueves, 23 de octubre de 2008
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La mancha del puma Por Santiago O’Donnell
Se acerca el gran partido con Sudáfrica y viene a cuento el único triunfo de rugbiers argentinos contra el seleccionado mayor de Sudáfrica, los Springboks. Y viene a cuento recordar que en esa gira se escribió la página más negra del rugby argentino.
El partido se jugó el 3 de abril de 1982, un día después de la llegada de soldados argentinos a las islas Malvinas. Terminó 21-12 en favor del seleccionado argentino y Hugo Porta anotó todos los puntos.
El equipo visitante jugó bajo el disfraz de “Sudamérica XV”, sin la celeste y blanca. Fue porque el gobierno militar argentino, bajo presión internacional por sus violaciones a los derechos humanos, no quiso avalar la decisión de la Unión Argentina de Rugby de romper el boicot al que estaba sujeto el país más racista del planeta. El partido tuvo un escenario apropiado: el estadio de Bloemfontaine, la capital del Orange Free State, la provincia bóer que albergaba a los elementos más retrógrados del régimen sudafricano.
Cuando llegaron los argentinos, los negros no podían votar salvo en las elecciones dentro de los ghettos a los que habían sido confinados. No podía usar escuelas de blancos ni hospitales de blancos ni micros de blancos, ni siquiera las paradas donde paraban los micros de los blancos. No podían emplear a blancos ni tener negocios en zonas de blancos, ni siquiera pisar donde pisaban los blancos sin un permiso especial. No podían ir a las universidades de los blancos ni integrar equipos deportivos con blancos.
Los ghettos de los negros en muchos casos no tenían agua ni electricidad. Los hospitales de los negros atendían veinte veces más pacientes que los de los blancos, con menos insumos y menos médicos. El sueldo mínimo de los blancos duplicaba el de los negros.
Semejante sistema, implantado entre 1940 y 1960, requería altas dosis de represión. En 1960 la policía sudafricana abrió fuego contra un grupo de manifestantes que se había congregado en el pueblo de Sharpeville para protestar por el sistema de pases.
Sesenta y nueve personas murieron y 186 resultaron heridas.
Todas las víctimas eran negras y la mayoría había sido baleada por la espalda. Al día siguiente el gobierno sudafricano decretó un estado de sitio, lanzó una razzia que terminó con la detención de 18.000 personas y prohibió a las dos grandes coaliciones opositoras de los negros: el ANC dominado por los Xhosa bajo la conducción de Nelson Mandela, y el PAC de los zulúes conducido por Gastha Buthelezi, ambos grupos de orientación marxista, que pasaron a la clandestinidad.
A partir de la Masacre de Sharpeville, la campaña internacional para acabar con el apartheid cobró fuerza. Para cuando viajaron los jugadores argentinos, además del boicot deportivo avalado por la Asamblea de las Naciones Unidas, los boicots académico, económico y de armamentos se hacían sentir con fuerza.
El gobierno sudafricano ofrecía jugosos cachets para que intelectuales se acercaran a dar conferencias, para que artistas celebraran conciertos y para que deportistas, con su presencia, legitimaran el régimen a los ojos de su gente. Para eso habían construido el mega resort de Sun City, donde Gary Player organizaba un torneo de golf con los premios más elevados del mundo, y que inspiró la canción del rockero norteamericano Stevie van Zant “No vamos a tocar en Sun City”, que se convirtió en el himno del boicot.
Los pumas disfrazados, en tanto amateurs, no cobrarán un peso por los servicios prestados al gobierno asesino. Y qué servicios prestaron. No fueron a presentar papers académicos ni jugar al golf delante de unos pocos.
Fueron a practicar el gran deporte sudafricano, pasión de multitudes, contra un equipo que representaba el orgullo nacionalista de la minoría dominante.
Tan es así que el mayor símbolo de la reconciliación sudafricana se dio en una cancha de rugby durante el mundial de 1995 que se jugó en ese país, cuando Nelson Mandela alzó la copa vistiendo la camiseta del capitán Springbok, el rubio François Pienaar.
Cuando llegaron los argentinos el mundo ya se había asqueado de racismo sudafricano y había unido sus fuerzas para derribarlo. En 1976, seis años antes de la gira, mientras Videla y Cía. tomaban por asalto la Casa Rosada, 25 países africanos boicoteaban las olimpíadas de Montreal, poniendo en riesgo su permanencia en el movimiento olímpico, para protestar por la inclusión de Nueva Zelanda, ya que el año anterior ese país había mandado un equipo de rugby a jugar con los Springboks. (Sudáfrica ya había sido excluida del evento por su salvaje persecución de los pocos dirigentes que intentaban integrar el deporte.)
La valiente actitud de los países africanos hizo que el boicot subiera un escalón: ya no sólo se sancionaba a Sudáfrica, sino también a los países que se vinculaban y hasta a las empresas que hacían negocios con empresas que hacían negocios con firmas sudafricanas.
Ese mismo año la policía abrió fuego en el ghetto de Soweto contra un grupo de niños de 12 a 16 años que protestaban contra la imposición del idioma africaans en sus escuelas (el ministro de Educación había dicho que era “para que entiendan mejor a todos sus patrones, no sólo los que hablan inglés”).
Más de doscientos niños y adolescentes murieron acribillados durante la protesta. Al año siguiente murió también en una sala de tortura del ejército Sudafricano –cuyo símbolo también es el Springbok – el obispo protestante Stephen Biko, líder de la revuelta estudiantil, a quien Peter Gabriel le dedicó una linda canción.
En 1981, una año antes de la llegada de argentinos, los Springboks emprendieron su última gira internacional por Nueva Zelanda, único país dispuesto a recibirlos. La visita desató la ola de protesta social más fuerte de la historia neocelandesa. En cada partido hubo represión policial.
Los manifestantes usaban cascos de motocicletas para protegerse de los bastones de las fuerzas de seguridad. Los problemas habían empezado antes del viaje, ya que los Springboks debieron hacerlo en un avión particular porque el gremio internacional de las azafatas se había negado a atenderlos en vuelos comerciales. El último partido, en Waikato, se suspendió por falta de garantías.
Al año siguiente los All Blacks tenían programado devolver la visita, pero la Corte Suprema neocelandesa prohibió la gira. Su lugar fue ocupado por los argentinos, con aportes uruguayos y chilenos en el banco de suplentes.
Todo esto pasaba cuando llegaron los argentinos: Sudáfrica financiaba la guerrilla en Mozambique y Namibia y combatía rebeldes en Angola y cada tanto lanzaba ataques militares en esos países y también en Lesotho, con la excusa de perseguir rebeldes sudafricanos refugiados del otro lado de la frontera. O sea, estaba en guerra con todos su vecinos. Además, avanzaba con un programa para desarrollar una bomba nuclear con el apoyo del gobierno israelí.
En esa época no pocos clubes de rugby argentinos aprovechaban los vuelos diarios a tarifas reducidas que ofrecía South African Airways para romper el bloqueo, y mandaban a sus equipos de gira, siguiendo el ejemplo de Albano Harguindeguy y José Alfredo Martínez de Hoz, que viajaban seguido a Sudáfrica en safaris de caza.
Después de la gira de “Sudamérica XV” ningún otro país envió seleccionados a Sudáfrica hasta la caída del apartheid en 1993. Entonces Sudáfica debió recurrir a formaciones de “renegados”, equipos de veteranos jugadores de cricket y rugby que, a cambio de una fortuna, jugaban en Sudáfica y, cuando volvían a sus países, sus federaciones los suspendían de por vida.
El último renegado fue el circo de la Fórmula 1, que se retiró del país en 1985, cuando los mecánicos de Ferrari se negaron a viajar a Sudáfrica. Ese año el gobierno de Raúl Alfonsín se unió al clamor internacional y rompió relaciones con el régimen racista. En 1994, tras la elección de Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica, Menem restableció los vínculos diplomáticos y mandó a Porta de embajador.
Además de Porta, quien luego fue secretario de Deportes del menemismo, el equipo de Pumas disfrazados incluyó a Marcelo Loffreda, actual entrenador de Los Pumas; Alejandro Puccio, luego condenado por una serie de secuestros y asesinatos de empresarios judíos de su confianza, y Juan Palbo Piccardo, a quien Mauricio Macri confió el Ministerio de Espacios Públicos y Medio Ambiente en el futuro gabinete de la ciudad. El entrenador era Rodolfo “Michingo” O’Reilly, más tarde secretario de Deportes de Alfonsín y director del Mercado Central en tiempos de De la Rúa.
En defensa de los jugadores, se puede decir que eran jóvenes y vivían en una burbuja, aislados por el deporte en los circuitos de la clase alta porteña que los Falcon sin chapa no solían visitar. Y aun si sabían, si comprendían lo que estaban haciendo, bajarse de esa gira los hubiera llevado al ostracismo de la “familia del rugby”, una orga selectiva (“camarillera” es el término rugbístico) que aún hoy margina a judíos, gays declarados y zurditos en sus clubes más representativos.
Pero pasaron 25 años y los pumas disfrazados siguen hablando de la gira, de “la página dorada para el deporte argentino”, al decir de los blogs, como si no hubieran aprendido nada. El año pasado Leyendas del Rugby de ESPN, conducido por otro integrante de la gira, el ex fullback Martín Sansot, le dedicó un programa entero al tema. En los relatos y testimonios no hubo una sola referencia a lo que estaba pasando en Sudáfica y el mundo mientras Porta y los suyos llenaban estadios con secciones segregadas para los pocos negros que podían asistir. En privado, cuando se le pregunta, los ex Sudamérica XV dicen que en los entrenamientos los negros empleados del hotel se les acercaban y en voz baja los alentaban a derrotar a los Springboks. “Los negros estaban con nosotros”, se justifican.
El otro día Porta le dijo al diario Clarín algo parecido. Contó cómo invitaban a los negros a los entrenamientos “sin hacer diferencias” con los blancos. Reconoció que el boicot sirvió para restaurar la democracia, pero dejó en claro que no se arrepiente de haberlo roto: “Queríamos jugar al rugby y Sudáfrica siempre fue un atractivo... haber ido ayudó”.
La misma mezcla de cinismo e ignorancia llevó al realista mágico Adolfo Rodríguez Saá, montado en la fiebre premundialista, a presentar un proyecto de declaración en el Congreso con motivo del 25º aniversario de “uno de los grandes hitos de la historia del Rugby argentino”, sí, la gira de 1982. En su párrafo más delirante, la declaración sostiene: “Dannie (sic) Craven (NdR: patriarca del rugby sudafricano), una especie de padre de Los Pumas, fue un pivot para que el rugby pudiera liberar, de alguna manera, el boicot que la ONU le había impuesto a Sudáfrica por su cruento régimen. Los argentinos, precisamente, fueron los que más lo lograron. En este caso, no con la camiseta argentina, sino disfrazados de Sudamérica XV”. ¿Qué tal? La proclama fue sabiamente cajoneada en comisión.
En la página oficial de la Unión Argentina de Rugby, los partidos de Sudamérica XV figuran en el historial del seleccionado argentino, junto a los partidos de Los Pumas. Loffreda dijo el otro día que “el 95 por ciento de los resultados contra los Springboks fueron desfavorables”, contando como único triunfo argentino su partido con los pumas disfrazados. En cambio el capitán puma, Agustín Pichot, declaró que “Argentina nunca le ganó a Sudáfrica”, cuidándose de separar la historia de Los Pumas de la de los carneros que ayudaron al régimen más racista del mundo, sólo por diversión. A ese equipo se lo bautizó “los Jaguars”. Un Jaguar es un Puma con manchas negras.
Ojalá que ganen Los Pumas. Ojalá que salga un partidazo. Ojalá también que el recuerdo sirva para que el rugby argentino se mire al espejo, asuma su historia y le pida perdón al pueblo sudafricano, a Mandela, que estaba en la cárcel en 1982, a la memoria Biko y sus estudiantes. A los que perdieron plata, los que lucharon y los que murieron para derrotar el apartheid. Perdón por los Jaguars de Galtieri y su oportunismo naïf.