miércoles, 20 de mayo de 2009

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foto Manuel mordortoys hijo de Burns o de Toto


Humor tinelliano

Lucas Paulinovich

La vuelta de Tinelli a la televisión argentina no es una simple boludez como algunos pretensiosos de intelectualidad —¿O respondiendo a intereses encubiertos?— gustan representar. Es mucho más que eso y la densidad que tiene el tema no merece para nada la subestimación erudita.

Un programa televisivo con semejante audiencia, visto como es visto, hace —y sí que lo hace en la sociedad de la información globalizada donde la televisión ocupa un lugar de privilegio— a la vida cultural del país —más en un país como el nuestro, con todo lo que eso implica— y por lo tanto, nos llega a cada uno de nosotros —como individuos aislados, como ciudadanos políticos, como miembros de una organización, como afiliado a algún partido— tan directamente que no se exagera al asegurar que pone un acento peculiar en la forma de pensar de los que lo miran —y, si vamos al caso, de los que no lo miran pero toman contacto con quienes sí lo siguen, también.

El humor tinelliano —digno merecedor de esa nomenclatura ya que conforma todo un estilo de hacer humor— es la encarnación más viva de las formas neoliberales de expresión: es el humor posmoderno que bajo la apariencia de la chabacanería desideologizada, manda mensajes sumamente cargados de contenido ideológico.

Las cámaras ocultas, la burla picaresca, las sobradas muestras del canchero que se las trae y sabe qué hacer para dejar en ridículo al otro, para que todos se rían de ese que no la tiene tan clara como para ser él el canchero y no el canchereado, tira sobre la mesa evidencias sobre las más relucientes prácticas del individualismo competitivo de las sociedades capitalistas con predominio del mercado y sus reglas insolidarias. El más vivo manda, los otros, los giles, por una u otra causa, siendo víctimas de las vivezas del otro, están mandados a padecer.

Es el humor de mercado: porque vende y vende mucho, y porque tiene todos los detalles que un producto necesita para ser útil en el intercambio mercantil. Vende mucho porque refleja en tonos halagüeños las características predominantes de las personalidades más influidas —o corroídas— por el bagaje cultural-simbólico del modo de producción —y la forma de aplicación de ese modo de producción— en un tiempo dado.

Eso que se muestra es lo que a todos nos dicen que debemos ser, y los que todos los que reciben como está ese mensaje sistémico, quieren ser. Entonces admiran, aplauden y aplauden y más hacen por ser como ellos. Es el humor que no diciendo nada, dice mucho.

La ausencia de ideología, sabemos bien, es uno de esos tantos versos que sostienen los grandes verseros que jugar con nuestras vidas quieren.

Es imposible aislar la acción humana de la ideología, porque en toda práctica sobre el mundo estamos haciendo, también una interpretació n del mismo y en lo que usamos para interpretar y en cómo lo interpretamos y en el tiempo que tomamos y de qué manera clasificamos los intereses para interpretarnos, ahí descansa la ideología.

Claro que, nada tontos, si las ideologías no existen más, murieron irreversiblemente, no hay más remedio que dejarse llevar al ritmo de los tiempos; y dejarse llevar no es otra cosa que hacer y decir lo que los dueños de los aparatos de producción de símbolos y significados quieren que hagamos y digamos. Es la dominación invisible: manejan todo detrás de oscuros telones y salen a escena con máscaras de hombres bondadosos y abiertos. En el engaño falluto radica su naturaleza y su razón de ser. Es la fuente de su sostenimiento.

La vuelta de Tinelli es eso: la vuelta a las formas de construcción de ideología, a nivel masivo, envuelta en una tibia y dulcificada figura humorística. Es la vuelta de un discurso descontracturado y tan chabacano que termina por legitimar cada una de las estructuras que le dan lugar para su aparición. Es que debe sostener esas bases que lo sostienen, debe justificar su lugar y debe defenderlo.

Si nos concentramos un poco sobre los modales transmitidos por el humor de Tinelli, ese meta-mensaje que está más allá de la literalidad de las cosas, explica muchísimo la conformación del universo simbólico hegemónico actualmente.

Es una encarnación bastante exacta de los valores posmodernos de individualidades exacerbadas que, de todas formas, paradójicamente, tiende a la disolución de identidades definidas y disuelve todo en un gran todo homogéneo y circunscripto a las normas del mercado que, sabemos, es siempre adueñado por alguien.

Tinelli no sale de un repollo, sino que es la cabal expresión de un momento histórico determinado, y sus motivaciones no son simplemente individuales —ganar más plata, hacer tal o cual cosa por mero gusto— sino que las motivaciones, como en cualquier individuo socialmente comprendido, se dan por una conjunción dialéctica entre la ubicación material de esa persona —qué papel cumple y desde donde lo cumple en una formación social dada— y, ahora sí, las intereses particulares, que tampoco son absolutamente conocidos y manejables, y hasta tal vez son más complejos que los otros.

Mirar a Tinelli sin esas herramientas decodificadoras del mensaje —herramientas que algunos, artilugio perverso, se encarga de expoliarles a los hombres que se dignan a vivir dentro de este mundo, material y simbólico— es un gran peligro de aprisionamiento.

El espectador regular, el que lo mira para entretenerse, relajarse y olvidarse de los vejámenes existenciales, suelto de cuerpo, como la profecía posmoderna manda —mucho más aquel que lo mira por simple inducción del modismo— es una presa fácil y permeable. Esa necesidad de distensión ¿No será un mito creado por los mismos que hacen el producto que supuestamente satisface esa necesidad? ¿Y por qué hay que distenderse con ese humor? ¿Por qué eso y no otra cosa? ¿No será que ese humor guarda una meta-mensaje? La sociedad de consumo, para subsistir, necesita crear necesidades, y el entrenamiento y distracción es una de esas tantas elaboraciones adecuadas a intereses que están por detrás y no se ven y que son más que eficaces.

Como esponjas se reciben signos y con esos signos se comienza a labrar el universo, caminar por las calles, leer los diarios, pasar revista, mirar otros programas, escuchar la radio, hablar con los amigos, comentar en los grupos de trabajo, acudir a los consorcios, opinar en los partidos y, especialmente, meter el voto en la urna. Con eso que se saca de los mensajes tinellescos, ni más ni menos.

¿Será consciente Tinelli del aporte que hace y a dónde y a quiénes se lo hace? Puede que sí, puede que no. No siempre sabemos lo que hacemos y mucho menos manejamos plenamente eso que hacemos. Lo cierto es que si nos remitimos a la materialidad, el lugar que ocupa, desde donde se expresa y desde donde nace y se crea su humor, es cómplice de esos intereses que ese supuesto humor descomprometido ayuda a tejer y fortalecer.

Debemos pensar, por ejemplo, en qué quiere decir que Tinelli vuelva al humor justo ahora, teniendo en cuenta el sinceramiento de las fuerzas reaccionarias históricas en la Argentina, ahora que el barco se acomodó un poco y se pueden fijar proyectos a la antigua: modelo agro-exportador y amistad imperial.

La imitaciones de políticos —que, hay que reconocerlo, algunas están muy bien logradas y demuestran una eximia capacidad en la imitación— pueden verse como una pícara —y simpática— forma de bastardear las figuras políticas y quitarle un poco más de prestigio a lo político —consciente o inconsciente, pero real-; porque recordemos que esas ridiculizaciones están realizadas en un contexto en donde lo político se encuentra subsumido en un mar de banalidades y carente absolutamente de toda significación profunda de su real sentido. Es la sátira de un formato televisivo que surge del vacío espiritual que la violencia social genera en los habitantes de este mundo de consumo y fronteras rotas, intensificado, ahora, con la aparición de la clase política de un mundo político en donde lo profundo y sustancioso se dejo de lado por prácticas publicitarias, desfile de caras, y donde los proyectos aparecen encubiertos detrás de una idea de ausencia de proyectos. La política de la no-política. Si lo vemos desde ahí, ese humor ayuda a profundizar la vulgarización política y esa vulgarización se expresa genialmente en la importancia sustancial que adquieren esas imitaciones en las apreciaciones electorales.

Todo lo que ocurre es consecuencia del momento histórico en el que se produce: la vuelta de Tinelli hoy, ahora, justo en este momento ¿no se corresponderá con un realineamiento de las fuerzas de la derecha sinceradas tras el vendaval —el del 2001 que las obligó a silenciar y esperar agazapadas fingiendo ser pueblerinas y amistosas— y que son, justamente, las que profesan la muerte de las ideologías y todas las hierbas posmodernas?