viernes, 26 de marzo de 2010

Marianela García Villa vive con el mártir Monseñor Oscar Arnulfo Romero Stella Calloni

Stella Calloni escritora, historiadora y periodista argentina.

EL  ENCUENTRO  CON  MONSEÑOR  OSCAR  ARNULFO  ROMERO

                                                                                          por    Stella  Calloni

Anochecía sobre una ciudad donde se podía percibir la muerte, olerla, como si fuera una sombra pesada siempre detrás. Entre los objetivos de mi viaje estaba un encuentro con el Arzobispo de San Salvador, Monseñor Oscar Arnulfo Romero.

Había tenido que esperar algunos días, mientras realizaba entrevistas con el gobierno del general Carlos Humberto Romero, que mantenía al país bajo el terror, por una parte y por la otra entrevistaba a la población, los campesinos, los dirigentes de Derechos Humanos y clandestinamente a algunos dirigentes guerrilleros. El general Romero, quien subió fraudulentamente al poder en 1977 dando continuidad a las dictaduras militares, sería derrocado por otro golpe militar de distinto signo en octubre de ese año.

En todos esos días me ayudaba Marianela García Villa, una maravillosa mujer joven defensora de pobres y presidenta de la Comisión de Derechos Humanos.

Cada día, a veces con un intervalo de sólo dos horas, sonaba su teléfono y las voces de los asesinos de las sombras transmitían el mensaje de la muerte. Un día de aquellos, al regresar de una zona campesina, como había un extenso operativo militar y era peligroso regresar al hotel, me quedé en su casa. Ella no se acostó, se sentó en un sillón hamaca, para estar junto al teléfono y esperar los llamados desesperados de algunas de las víctimas que debía socorrer, lo que se mezclaban con las amenazas.

A partir de aquellos días mantuvimos una amistad cálida y alguna vez se hospedó en mi casa en Managua. Casi siempre su tarea era terrible: abrir tumbas colectivas, donde se encontraban los cadáveres de niños, mujeres, hombres, ancianos. Los escuadrones de la muerte actuaban a diario en las poblaciones campesinas indefensas. Ella fue asesinada en una de esas heroicas misiones en marzo de 1983.

Estando en su casa una tarde de agosto me avisaron mediante esa increíble y conmovedora acción que rescata la antigua tradición oral- la presencia del chasque- para eludir la cacería de los servicios de inteligencia, que Monseñor Romero me esperaba en el hospital del Arzobispado.

Me indicaron que debía tomar muchas precauciones para llegar. Nunca hacerlo viajando desde la casa de Marianela o desde el hotel donde me hospedaba. No ir directamente al Arzobispado porque me seguirían seguramente. Viajar hacia un rumbo cualquiera, cambiar de taxis, entrar a un lugar salir por otra puerta. Así es que fui cumpliendo con cada uno de los consejos y finalmente viajé hasta un lugar cercano al arzobispado.

El último tramo del viaje había sido muy extraño. El chofer era un hombre muy grande y fuerte, como un luchador. Como yo hablaba con dejo mexicano me identificó como mexicana y de inmediato cambió su tono de hablar y de preguntar. Entablamos una conversación sobre la lucha libre. Como era un espectáculo tan especial en México, siempre me había interesado por su enorme irradiación popular, así que, al menos podía ufanarme de conocer a varias figuras de ese deporte tan divertidamente teatral. En un momento dado me dijo que el había sido luchador en México y que su nombre era Aguila,

Había algo en él que me causaba terror y especialmente en esa noche donde se desató una tormenta eléctrica y un aguacero que parecía una cortina de agua. Debo decir que tuve miedo ¿por qué no?. Pero en todo momento traté de que esto no se notara. Así es que cuando abandoné el taxi eligiendo al azar un restaurante que ocupaba una esquina, sentí un enorme alivio. Mi instinto no se había equivocado. Hablando luego con unos compañeros periodistas de El Salvador, me contaron que le llamaban el “quebrantahuesos” porque era lo que hacía ayudando a los torturadores.

En el restaurante mientras bebía un café iba tratando de ver si había una puerta que diera a otra calle por temor de que “Aguila” estuviera por allí donde me había dejado. Lo logré. Salí y la lluvia ayudaba porque no se veía a unos cortos metros. Así conseguí otro taxi y bajé poco antes del Hospital del Arzobispado donde me recibieron con gran calidez y toallas para secarme. Debía esperar porque Monseñor Romero estaba en una misión. Pregunté a una monja por un extraño rumor que venía desde otros cuartos. Eran refugiados para quienes llegar hasta el Arzobispado era haber salvado su vida.

Yo estaba en una habitación débilmente iluminada después de un corte de luz que había oscurecido parte de la ciudad, cuando desde el fondo en penumbras del pasillo vi avanzar la extraña figura de un hombre alto, que traía un bulto en sus brazos. Eran dos niños muy pequeños. Una monja se apresuró a recibirlos. El era Monseñor Romero que había rescatado esos y otros niños de una de las tantas masacres producidas por el ejército salvadoreño en una aldea cercana.

Monseñor tenía la túnica levantada y con ella cubría a los niños. Sus pantalones estaban enrollados para poder caminar entre el agua como lo hizo en las calles inundadas rodeado por ese pequeño grupo de sobrevivientes. Fue una imagen tan desoladora como fuerte. Se envolvió en una manta y así empapado aún, tomando un té caliente se dispuso a hablar con voz suave y tranquila, que al recordar algunos hechos tenía ciertos dejos de desesperación o impotencia.

Se veía dolido, pero a la vez con la fuerza de una decisión para enfrentar las situaciones terribles que estaba viviendo que sólo podía darle una gran fe, en lo que él creía profundamente. Nunca había visto a alguien que tomara con tanta energía su papel de pastor de almas. Y en este caso eso lo llevaba a estar enfrentando permanentemente la misma escena, de aldeas enteras masacradas, de ver asesinados en condiciones atroces, de asistir a las familias desesperadas y a un pueblo cautivo ante un ejército y sus escuadrones de la muerte, que habían sembrado el terror en todo el país.

Confesó que cuando fue enviado a El Salvador, jamás había imaginado que iba a vivir lo que estaba viviendo y que esa realidad había dado un vuelco a su vida como religioso. Lo había sensibilizado extremadamente. Dijo que sólo lo sostenía su enorme fe en Dios y su amor por el pueblo, lo que era tan real que hasta uno podía sentirlo en la piel.

Admitió, sin victimizarse, serenamente, que estaba amenazado de muerte por varios de los Escuadrones y especialmente por la paramilitar Unión Guerrera Blanca y que no tenía miedo sino impotencia ante la imposibilidad de detener aquella matanza.

“Jamás imaginé que iba a ver esta violencia, que iba a caminar entre poblados enteros víctimas de las masacres y las matanzas. Siempre debo recurrir al Señor, porque a veces el dolor y la impotencia son muy fuertes. Como clamar en el desierto”.  Largo tiempo platiqué con él.

Recuerdo que mi primera pregunta ya como periodista fue si existía un conflicto entre la Iglesia y el gobierno, como decían algunos medios.

-Yo digo decididamente que no. Hay un conflicto entre el gobierno y el pueblo y yo como pastor de Dios debo estar con el pueblo.

En El Salvador no existe un conflicto entre el pueblo y el gobierno como quieren hacer creer muchos funcionarios. Existe un conflicto entre el gobierno y el pueblo, un pueblo que está sufriendo muchos horrores y la iglesia y sus pastores tienen que estar con el pueblo”.

Esas fueron las palabras de Moseñor Oscar Arnulfo Romero cuando en Roma se entrevistó con el entonces nuevo Papa Juan Pablo II, quien ni siquiera se detuvo a mirar los informes, las fotografías y las copias de las cartas enviadas por el Arzobispo en un desesperado pedido de auxilio cristiano para detener la matanza del pueblo salvadoreño.

En aquella noche de agosto de 1979 se podía percibir la tristeza que le había causado la indiferencia del nuevo Papa, después de haber hecho enormes esfuerzos para llegar a Roma, porque “creía que algunas manos negras impedían que cartas e informes llegaran a destino”:

Me habló de las penurias de su país. “De todo esto quería hablar con el Santo Padre” decía señalando luego a los refugiados en el Hospital, a los dolientes que había sobrevivido a algunas de las centenares de matanzas. Siete veces lo amenazaron telefónicamente durante la entrevista.

Allí mismo me mostró fotografías de las masacres en las aldeas, cuerpos despedazados, señales de inenarrables torturas. “Un pastor de la Iglesia debe hablar por estas voces silenciadas, un pastor de la Iglesia debe exigir justicia en nombre de Dios”.

Estaba sufriendo el enorme dolor de que varios sacerdotes jóvenes habían sido asesinados por el ejército y los escuadrones de la muerte, los mismos que todos los días a todas horas amenazaban con matarlo. No quería hablar con el Papa de las amenazas contra él, sino de “los crímenes cometidos contra un pueblo indefenso”

Quería hablar de los “padrecitos” de los pastores de Cristo, los sacerdotes asesinados como Rutilio Grande  (1977), Ernesto Barrera (1978), Octavio Ortiz Luna Rafael Palacios y por esos días Alirio Napoleón Macías (1979).

Su dolor era visible “ellos fueron asesinados porque estaban haciendo lo que debían, estaban cumpliendo su misión con los pobres y desamparados”.

Eso mismo quiso explicarle a Juan Pablo II a través de innumerables cartas dirigidas al Vaticano. “Nadie escucha nuestras voces” decía cuando ya estaba convencido de que Juan Pablo II no haría nada para detener la matanza en su país.

Había ido a Roma y ante la imposibilidad de ver al Papa a través de los canales normales del Vaticano, pero con excusas “increíbles y evidentes” se le iban cerrando las puertas. Ya casi a punto de tener que regresar a su país recurrió a una acción desesperada y era humildemente mezclarse con los fieles. Iba a pedir al Papa una palabra de justicia para el pueblo salvadoreño, como relató aquella noche y sólo encontró reprimendas e indiferencia.

Esa indiferencia que alentó a sus asesinos el 24 de marzo de 1980. En un domingo en que el Papa bajó al gran salón para la audiencia general, logró estar en primera fila y cuando el Papa lo saludó le retuvo la mano para implorarle una audiencia. Todavía tenía esperanzas y llevaba consigo las pruebas del horror. Pero su primera sorpresa fue un regaño de Juan Pablo II por lo “voluminoso” que era el material que traía.

María López Vigil quien escribió un libro sobre Monseñor Romero dice que el papa le dijo al Arzobispo “¡ Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles! Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa”.

Ni siquiera quiso mirar las fotografías de los sacerdotes asesinados, con señales de torturas algunos de ellos. Recuerda María que Monseñor Romero insistió sobre el padre Octavio Ortiz , en ese entonces la víctima más reciente entre los religiosos asesinados en El Salvador". Yo lo conocía muy bien a Octavio, Santo Padre, y era un sacerdote cabal. Yo lo ordené y sabía de todos los trabajos en que andaba. El día aquel estaba dando un curso de evangelio a los muchachos del barrio… nos lo mataron diciendo que era un guerrillero.”

“El Papa mira fijamente la foto y no pregunta más. Mira después los empañados ojos del arzobispo Romero y mueve la mano hacia atrás, como queriéndole quitar dramatismo -¿Y acaso no lo era? -contesta frío el Pontífice".


Monseñor Romero quería mostrar otras fotos. Nada quiso ver el Santo Padre. El sólo le quería decir “que estaban matando a los hijos de Cristo, que estaban matando a Cristo en esos sacerdotes y en esos miles de niños hombres y mujeres. Cristo estaba muriendo y el se ponía molesto. Era evidente”. Y sólo para recordarle que su papel como arzobispo era mantener muy buenas relaciones con el gobierno es para lo que habló el Papa.

Desde allí volvió a El Salvador en uno de los períodos de mayores matanzas en ese país y su imagen aquel día de su asesinato abriendo los brazos parecía implorar que alguna luz iluminara al Papa. Todavía esperaba.

Fuente: Cubadebate