MORIR A LOS 17
Lic. Andrea Homene
Psicoanalista
Perito Psicóloga
Defensoría General Morón
Baradero. Otro chico muerto por la policía. Su negativa a detenerse con su ciclomotor “justificó” el disparo por la espalda que le causó el deceso.
Hace un par de semanas, dos menores fueron muertos, también por la policía, en José León Suarez, por un efectivo que “confundió” el cargador de su arma, y le colocó balas de plomo en lugar de proyectiles de goma.
Al igual que estos chicos, Jonathan también fue abatido por la policía “en un enfrentamiento”, aunque luego la autopsia reveló que presentaba tres orificios de bala con entrada por su espalda.
Jonathan no fue noticia en los periódicos. Como no lo son muchos de los jóvenes que aparecen muertos en los pasillos de los barrios carenciados.
Tal vez, quienes reclaman “mano dura”, incremento en el monto de las penas, baja en la edad de imputabilidad, no adviertan que con un aparato policial y un sistema penitenciario plagado de excesos en el ejercicio del control y del poder (recordar las imágenes de los tormentos a los que era sometido un interno en la cárcel de Mendoza, difundidas recientemente), el efecto de tales medidas se traduce en actos de represión que no sólo no contribuyen a la “rehabilitación” de quienes presentan conductas delictivas, sino que además, constituyen una violación a los derechos fundamentales de cualquier ser humano.
O peor aún, quizás lo adviertan, y en su fuero íntimo sientan que “se hace justicia” cada vez que un chico cae muerto a manos de la policía.
Creo que es interesante recordar que, como he manifestado en otra oportunidad, el discurso del otro social que ubica a los jóvenes como demonios a combatir, también produce “daños colaterales”, como lo ha sido el asesinato de Matías Berardi, a quien los testigos de su persecución creyeron delincuente, y lo dejaron atrapar y matar por sus secuestradores.
Los hijos de quienes marchan pidiendo mayor accionar policial y represión, están expuestos a la misma policía que mató a Lucas en Baradero o a los dos pibes de José León Suarez, o a Jonathan.
De todos modos, la condición de ser humilde y morocho hace que haya un sector de la población adolescente con mayores probabilidades de ser víctimas de los excesos en la represión. O de la discriminación, como el “salteño”, brillante estudiante del colegio Carlos Pellegrini, a quien nunca dejaban entrar a las fiestas de egresados en los boliches de la capital, aún cuando exhibía su carnet de alumno del “Pelle”, por ser “negro”. Hasta llegaban a decirle que se fuera porque lo iban a denunciar por haberle robado el carnet a algún otro chico.
Jonathan es un caso testigo del fracaso de las instituciones: desnutrición en su infancia con la consecuencia de déficil intelectual; abandono temprano de la escolaridad, sin que se hayan tomado medidas desde la escuela para que el chico retomara los estudios luego de dejar de asistir a clases a los 8 años; consumo de drogas y la imposibilidad de su madre de lograr que su hijo fuera internado en algún centro de rehabilitación del sistema público; alojamiento durante un año en un “centro de recepción” de régimen cerrado; muerte en la calle con tres impactos de bala en su espalda, en un “enfrentamiento” con la policía. Todo en 16 años.
Cuando entrevisto a muchos de estos jóvenes en conflicto con la ley, resalta un factor, que aún en su reiteración, no deja de resultar impactante: la expectativa de vida que tienen para ellos mismos rara vez supera los 25 años. Me pregunto entonces qué ha pasado con ellos, cómo ha sido su vida hasta ese momento (ninguno supera los 17 años), para que su existencia transcurra en una inmediatez que resulta dramática: carecen de la posibilidad de proyectarse en un futuro que contemple alguna ilusión; están habituados a la muerte de sus pares, de modo tal que no los inquieta demasiado la posibilidad de morirse o de ser muertos por la policía; han padecido en su mayoría la pérdida de familiares cercanos (padres o hermanos) de manera trágica y temprana. Atravesados por el discurso capitalista, anhelan “tener para ser”, del mismo modo que muchos otros jóvenes, con la diferencia que ellos no cuentan con la posibilidad de pensar que algo de aquello que quieren pueda ser alcanzado a mediano o largo plazo, siendo muchas veces esta imposibilidad lo que dispara conductas delictivas que acortan la distancia entre lo anhelado y su obtención. Se reitera la frase “quería las zapatillas buenas y no me las iba a poder comprar nunca”.
La impotencia los lleva al acto.
La castración inaugura el campo del deseo. “Eso que falta” constituye el motor que impulsa la búsqueda de ese encuentro siempre fallido, pero que a la vez justamente por eso es incesante.
Pero para que esta operación castración, fundante del sujeto en tanto barrado, y deseante, se lleve a cabo más o menos eficazmente, es condición previa la existencia de un Otro que aloje y haga objeto de su propio deseo a ese sujeto “en constitución”. Cuando el Otro se ve imposibilitado de constituir como objeto de su deseo a ese niño, el proceso de libidinización se ve seriamente afectado. Y un niño escasamente libidinizado dispondrá de escasa libido para poder sostenerse en el aprendizaje y en la actividad cotidiana.
La falla en la función materna es detectada en muchos de los casos de menores en conflicto con la ley. El equívoco frecuente es suponer que la instancia paterna normativizante es la que ha intervenido fallidamente. Y este equívoco promueve “soluciones” tendientes a instalar o reforzar dicha función, favoreciendo un deslizamiento hacia lo punitivo que en escasa medida modifica la posición del sujeto.
En el abordaje de los jóvenes en conflicto con la ley, se pone en evidencia que algunos movimientos en la posición subjetiva son posibles en la medida en que el joven encuentra un Otro capaz de alojarlo en el campo del deseo, reduciendo la exposición al goce del Otro, lo que promueve la asunción de la responsabilidad subjetiva.
El recurso del castigo o la punición acentúa por el contrario, dicha exposición al goce, reforzando un circuito de goces en los que tanto el sujeto como el otro son tratados como objetos para la satisfacción pulsional no mediatizada por el deseo.
La escena de los tormentos a los que fue sometido el interno de la cárcel de Mendoza, genera un horror y una angustia que denuncian la presencia del goce por fuera de la ley.
Si el tratamiento que se aplica a quien ha transgredido la ley, consiste en la exhibición de un poder que humilla al sujeto, objetalizándolo, y mostrándole cómo resulta posible gozar al otro impunemente, no será extraño que al salir en libertad dicho sujeto reincida en conductas transgresoras aún más crueles que aquellas que motivaron su detención.