jueves, 8 de diciembre de 2011

jovenes devuelven billetera con dinero a un anciano

De: Froilan y Adys [mailto:froilan@cubarte.cult.cu]
Enviado el: Miércoles, 07 de Diciembre de 2011 12:20 p.m.
Para: Eladio Gonzalez Toto

 

¿QUIÉN  DIJO  QUE  TODO  ESTÁ  PERDIDO…?

Por Emilio Comas Paret.

Es cierto que cuando uno tiene cierta edad, debe intensificar las precauciones ante cualquier salida a la calle, pero el acontecimiento que voy a contarles, y que es totalmente verídico, quizás no se incluya en los records Guinness, pero indiscutiblemente que tiene un alto grado de casualidad e infortunio.

Resulta que había ido a una fiesta en los jardines de la UNEAC.

Era el cumpleaños del Ambia, el poeta,  y nos reunimos un grupo de amigos y colegas para celebrarlo como es debido.

A las seis de la tarde, y ante la protesta de los compañeros por la  temprana retirada, abandoné el convite y fui a buscar un auto de alquiler con el que podría llegar hasta unas diez cuadras de la casa.

Sucede que después de la hecatombe del transporte, en el momento más álgido del Período Especial suprimieron todos los ómnibus que entraban al barrio, esto es, se fue la 119, se fue la 203 y la 67 se ha convertido en una “fanática religiosa”: viene cuando Dios quiere. Es decir, hay que caminar hasta la Avenida de Boyeros para tomar un ómnibus que te lleva al Vedado o a la Habana, y al revés,  te lleva a Lawton, la Víbora, Boyeros o el más lejos San Antonio de los Baños.

Ahora con el cambio de horario, a las seis de la tarde ya casi es de noche. El alumbrado público resulta muy deficiente en mi zona, y las aceras debe hacer cincuenta años que no reciben el más mínimo beneficio. Hace unos meses había dado un tropezón en un hueco y terminé en el Ortopédico, afortunadamente con solo un esguince. Entonces uno debe precaver.

Alrededor de las seis y diez de la tarde tomé el auto en G y 17 que, a los pocos minutos, nos dejó en Boyeros frente a Bohemia, ya con la tarde casi cayendo la noche.

Pero el asunto es que el auto paró exactamente encima de una alcantarilla.

Bajé, cerré la puerta y de la parte de atrás descendieron tres muchachos, dos muchachas y un muchacho, dos de ellos eran pareja.

Entonces abrí la cartera, saqué el dinero, y parado encima de la alcantarilla, le pagué al chofer, este me devolvió lo que correspondía, lo guardé en la cartera y al ir a presionar el broche que la cierra, se cayó de mis manos y fue derechito, sin salirse de su ruta, sin hacer ningún giro ni chocar contra nada, entró silenciosamente por el hueco de la dichosa alcantarilla.

El grado de desesperación  que alcancé es inenarrable. La impotencia ligada a la decepción y el no encontrar una solución lógica, me hicieron sentar en el piso de la acera y tratar de mover la reja de hierro sin conseguirlo, mientras pensaba, pero en voz alta: ¡Se cayó la cartera por la alcantarilla!, ahora qué hago, ahí tengo la tarjeta para cobrar el salario, el carné de identidad, recuerdos de toda una vida, y hasta un dinero que no es mío, que debo entregar a alguien.

Los muchachos no hablaban, pero me rodearon y no se fueron.

Alguien dijo: si hay agua allá abajo… se perdió, y me cayó el Capitolio en la misma silla turca.

Otro silencio angustioso nos atacó por lentos minutos, hasta que una de las muchachas  sacó un celular de su cartera. Deja ver si tiene carga, dijo, y alumbró hacia el interior del hueco. ¡Ahí está, mírenla ahí! Enseguida tres o cuatro hombres, yo entre ellos, tratamos de mover la reja y con mucho esfuerzo lo logramos.

Inmediatamente después  el muchacho, sin hablar media palabra, se lanzó hacia abajo (el hueco tendría unos cinco pies de profundidad), y salió con la cartera en la mano.

No pude más y las lágrimas saltaron a su antojo. Abracé al muchacho y lo besé como a un hijo, abracé a las muchachas y a todo el que estaba colaborando y me incorporé agarrando fuertemente la cartera.

Los muchachos se fueron de inmediato, apurados, como siempre andan los muchachos ahora. Nadie se despidió de nadie. Ellos nunca supieron quién era yo, nunca supe quiénes eran ellos, pero al final pensé: son jóvenes, jóvenes cubanos, jóvenes buenos, solidarios.

Y entonces si comencé a llorar en serio, tanto de alegría, como de agradecimiento.

Después de la crisis, inicié el camino hacia casa con sumo cuidado, mirando detenidamente cada hueco, mientras tarareaba la preciosa canción de Fito Paez.

 

 

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