lunes, 21 de julio de 2014

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NUESTRA    AMERICA  

 

por  el cónsul argentino en Nueva York,  José Martí y Pérez (cubano)

 

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su  aldea,  y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros,  ya  da por bueno el orden universal, sin  saber  de  los  gigantes  que llevan siete leguas en las botas y le pueden  poner bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que  van  por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que  quede  de  aldea  en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen  más  que  trincheras  de piedra.

No hay proa que taje una nube  de  ideas.  Una  idea  enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la  bandera  mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos  que no se conocen han de darse prisa para  conocerse,  como  quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la  misma  tierra,  o  el  de  casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los  que,  al  amparo  de  una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la  sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del  hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las  deudas del honor no las cobra el honrado en  dinero,  a  tanto  por  la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive  en  el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz,  o  la  tundan  y  talen  las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que  no pase el gigante de las siete leguas ! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará valor. Los que  no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les  falta  el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas  y  pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar  el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos  dañinos,  que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses  o madrileños, vayan  al  Prado, de  faroles, o  vayan  a  Tortoni,  de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que  se avergüenzan de  que su padre  sea  carpintero!  ¡Estos  nacidos  en América, que se avergüenzan,  porque llevan delantal indio, de  la  madre  que  los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre  enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de  su  sustento  en las tierras podridas, con el gusano  de  corbata, maldiciendo  del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en  la  espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América  del  Norte,  que ahoga en sangre a sus indios, y va de más  a  menos!  ¡Estos delicados, que son hombres y no  quieren  hacer  el  trabajo  de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años  en que  los  veía  venir  contra  su  tierra  propia?  ¡Estos "increíbles"  del  honor,  que  lo  arrastran   por   el   suelo extranjero,  como  los  increíbles  de  la  Revolución  francesa, danzando  y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en  qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas  entre  las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de  apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han  creado  naciones  tan  adelantadas  y  compactas.  Cree  el soberbio que la tierra fue  hecha  para  servirle  de  pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa  de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no  le  dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el  mundo  de  gamonal famoso  guiando  jacas  de  Persia  y  derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que  se le acomoden y grandeza útil,  sino  en  los  que  quieren  regir pueblos originales, de composición singular y violenta con leyes heredadas de cuatro siglos de  práctica  libre  en  los  Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía  en  Francia.  Con  un decreto de Hamilton no se  le  para  la  pechada  al  potro  del llanero. Con una frase de Sieyés  no  se  desestanca  la  sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde  se  gobierna, hay que atender para gobernar bien;  y  el  buen  gobernante  en América no es el que sabe  cómo  se  gobierna  el  alemán  o  el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su  país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos  e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado  apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan  todos  de  la abundancia que la Naturaleza puso para todos en  el  pueblo  que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.  El  gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno  ha  de  ser  del país. La forma del gobierno ha de  avenirse  a  la  constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de  los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en  América  por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay  batalla  entre  la  civilización  y la barbarie, sino entre la falsa  erudición  y  la  naturaleza. El hombre natural es  bueno,  y  acata  y  premia  la  inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para  dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que  no  perdona  el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad  con  los  elementos  naturales  desdeñador  han subido los tiranos de América al poder; y han  caído  en  cuanto les  hicieron  traición. Las  repúblicas  han  purgado  en  las tiranías su incapacidad para conocer  los  elementos  verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y  gobernar  con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán por su hábito  de  agredir  y  resolver  las dudas con su mano allí donde los cultos no aprendan el  arte  de gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas  de

la inteligencia, y quiere que la  gobiernen  bien;  pero  si  el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir  de  las  universidades  los  gobernantes,   si   no   hay universidades en América donde se  enseñe  lo  rudimentario  del arte  del  gobierno,  que  es  el  análisis  de  los   elementos peculiares de los pueblos de América?  A  adivinar  salen  los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y  aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que  desconocen  los  rudimentos  de  la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en  que se vive. En el periódico, en la  cátedra, en  la  academia,  debe llevarse  adelante  el  estudio  de  los  factores  reales   del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad,  cae  a la  larga  por  la  verdad  que  le  faltó,  que  crece  en   la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella.  Resolver  el problema después de conocer sus  elementos,  es  más  fácil  que resolver el problema sin conocerlos. Viene  el  hombre  natural, indignado y fuerte, y  derriba  la  justicia  acumulada  de  los libros,  porque  no  se  la  administra  en  acuerdo   con   las necesidades patentes del país. Conocer es resolver.  Conocer  el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha  de  ceder  a  la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo,  aunque  no  se  enseñe  la  de  los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria.  Los  políticos  nacionales han  de  reemplazar  a  los  políticos  exóticos.  Injértese  en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha  de  ser  el  de nuestras repúblicas. Y calle el  pedante  vencido;  que  no  hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en  nuestras dolorosas repúblicas americanas.

Con los pies en el rosario, la  cabeza  blanca  y  el  cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al  mundo  de  las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la  conquista de la libertad. Un cura, unos  cuantos  tenientes  y  una  mujer alzan en México la república,  en  hombros  de  los  indios.  Un canónigo español, a  la  sombra  de  su  capa,  instruye  en  la libertad francesa a unos  cuantos  bachilleres  magníficos,  que ponen de jefe de Centro América  contra  España  al  general  de España. Con los hábitos monárquicos,  y  el  Sol  por  pecho  se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el  Norte  y  los argentinos por el Sur. Cuando los  dos  héroes  chocaron,  y  el continente iba a temblar, uno,  que  no  fue  el  menos  grande, volvió riendas. Y como el heroísmo  en  la  paz  es  más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre  le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es  más  hacedero  que dirigir,  después  de  la  pelea,  los  sentimientos   diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los  poderes  arrollados en la arremetida épica zapaban, con  la  cautela  felina  de  la especie y el peso de lo real, el edificio que  había  izado,  en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza,  en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la  bandera  de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática  de la  República,  o  las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de  bota  de potro, o  los  redentores  bibliógenos  no  entendieron  que  la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada  a  la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar,  y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América,  y  padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos  discordantes  y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que  han  venido  retardando,  por  su falta de realidad  local,  el  gobierno  lógico.  El  continente descoyuntado durante tres siglos por  un  mando  que  negaba  el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró,  desatendido o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a  redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu. Con los oprimidos había que hacer causa  común,  para  afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos  de  mando  de  los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche  al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y  con  las

zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra  América se está salvando de sus grandes  yerros  de la  soberbia  de las

ciudades capitales,  del  triunfo ciego  de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y  fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen, por la  virtud  superior,  abonada  con  sangre  necesaria,  de   la república que lucha contra la colonia. El tigre  espera,  detrás de cada árbol, acurrucado  en  cada  esquina. Morirá,  con  las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

Pero "estos países se salvarán", como  anunció  Rivadavia  el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos;  al  machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón  se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y  se  pone  en  la

puerta del Congreso de Iturbide "a que  le  hagan  emperador  al rubio". Estos países se salvarán porque,  con  el  genio  de  la moderación que parece imperar, por  la  armonía  serena  de  la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de  la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior,  le  está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real. Éramos una visión, con el  pecho  de  atleta,  las  manos  de petimetre y la frente de  niño.  Éramos  una  máscara,  con  los calzados de Inglaterra, el chaleco parisiense, el  chaquetón  de Norteamérica y la montera de España. El indio,  mudo,  nos  daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del  monte,  a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba  en  la  noche   la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas  y  las fieras. El  campesino,  el  creador,  se  revolvía,   ciego  de indignación, contra la ciudad  desdeñosa,  contra  su  criatura.

Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en  hermanar,  con  la  caridad  del  corazón  y  con  el atrevimiento  de  los  fundadores,  la  vincha  y  la  toga;  en desestancar al indio; en ir haciendo lado al  negro  suficiente; en ajustar la libertad  al  cuerpo  de  los  que  se  alzaron  y vencieron por ella. Nos quedó el  oidor,  y  el  general,  y  el letrado, y el prebendado. La  juventud  angélica,  como  de  los brazos de un pulpo,  echaba  al  Cielo,  para  caer  con  gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los  bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la  clave del enigma hispanoamericano. Se probó  el  odio,  y  los  países venían cada año  a  menos.  Cansados  del  odio  inútil,  de  la resistencia del libro contra la lanza, de  la  razón  contra  el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio  imposible  de las  castas  urbanas  divididas   sobre   la   nación   natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar  el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. "¿Cómo somos?" se preguntan; y unos a otros se van diciendo  cómo  son.  Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar  la  solución  a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de  América  se  ponen  la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra  de  pase  de  esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es  nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han  de acomodarse a sus elementos naturales; que las  ideas  absolutas, para no caer por un yerro de forma, han  de  ponerse  en  formas relativas; que la libertad,  para  ser  viable,  tiene  que  ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a  todos y adelanta con todos, muere  la  república. El tigre de  adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja  a la zaga a los infantes, le envuelve el  enemigo  la  caballería.

Estrategia es política. Los pueblos han de  vivir  criticándose, porque la crítica es la salud: pero con un sólo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos!¡Con el fuego del  corazón  deshelar  la  América  coagulada!

¡Echar, bullendo y rebotando por las venas, la  sangre  natural del país! En pie, con los ojos alegres de los  trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro,  los  hombres  nuevos  americanos. Surgen los  estadistas  naturales  del  estudio  directo  de  la Naturaleza.  Leen  para  aplicar,  pero  no  para  copiar.  Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los  dramaturgos  traen  los  caracteres nativos a la escena. Las academias discuten  temas  viables.  La

poesía se  corta  la  melena  zorrillesca  y  cuelga  del  árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y  cernida, va cargada de  idea.  Los  gobernantes,  en  las  repúblicas  de indios, aprenden  indio.

De todos sus peligros se va salvando América.  Sobre  algunas repúblicas está durmiendo  el  pulpo.  Otras,  por  la  ley  del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa  loca y sublime, los siglos  perdidos.  Otras,  olvidando  que  Juárez paseaba en coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo  de  la  libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta  al  extranjero.  Otras acendran, con el espíritu épico de la  independencia  amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la  guerra  rapaz  contra  el vecino, la soldadesca que puede devorarlas.  Pero  otro  peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de  orígenes,  métodos  e  intereses  entre  los  dos factores continentales, y es  la  hora  próxima  en  que  se  le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor  y pujante que la desconoce  y  la  desdeña.  Y  como  los  pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la  escopeta  y  la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora  del desenfreno y  la  ambición,  de  que  acaso  se  libre,  por  el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte,  o en que pudieran lanzarla sus masas  vengativas  y  sórdidas,  la tradición de conquista y el interés de  un  caudillo  hábil,  no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que  no  dé tiempo  la prueba de altivez, continua y discreta, con  que  se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos  del  Universo, un freno que no le ha de  quitar  la  provocación  pueril  o  la arrogancia  ostentosa,  o  la  discordia  parricida  de  nuestra América, el deber urgente de nuestra América es  enseñarse  como es, una  en  alma  e  intento,  vencedora  veloz  de  un  pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de abono  que  arranca  a las manos la pelea con las ruinas, y la de  las  venas  que  nos dejaron  picadas  nuestros  dueños.   El  desdén   del   vecino formidable, que no la conoce, es el  peligro  mayor  de  nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que  no  la  desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en  ella  la  codicia. Por el respeto, luego que la conociese,  sacaría  de  ellas  las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar  de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo  peor.  Si  no,  lo  peor  prevalece.  Los pueblos han de tener una picota para quien  les  azuza  a  odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas,  porque no  hay  razas. Los  pensadores canijos, lo pensadores de lámparas, enhebran y recalientan  las razas de librería, que el viajero justo y el observador  cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en

el  amor  victorioso  y  el  apetito  turbulento, la   identidad universal del  hombre. El  alma  emana, igual  y  eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color.  Peca contra  la  Humanidad el que fomente  y  propague  la  oposición  y  el  odio  de las

razas.  Pero en el amasijo de  los pueblos  se  condensan, en las cercanía de otros  pueblos  diversos,  caracteres  peculiares  y activos, de ideas y de  hábitos, de  ensanche  y  adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de  preocupaciones nacionales pudieran, en un  período  de  desorden  interno  o de precipitación  del  carácter  acumulado  del  país, trocarse  en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas  y  débiles, que el  país  fuerte  declara  perecederas  e  inferiores. Pensar es servir. Ni ha de  suponerse, por  antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no  habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni  se nos parece en sus  lacras  políticas,  que  son  diferentes  de  las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y  trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos  la  vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes  del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio  oportuno  y  la  unión  tácita  y  urgente   del   alma continental. ¡ Porque ya suena el himno  unánime;  la  generación actual lleva a cuestas, por el camino  abonado  por  los  padres sublimes,  la  América  trabajadora;  del  Bravo  a  Magallanes, sentado en el lomo del  cóndor,  regó  el  Gran  Semí,  por  las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas  del mar, la semilla de la América  nueva !

 

El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.

 




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