lunes, 22 de junio de 2015

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El estadio de la Copa América que Pinochet convirtió en un campo de tortura

Un día después del golpe de Estado, la dictadura convirtió al Estadio Nacional de Chile en un centro de concentración a donde llevaron a los seguidores de Salvador Allende

Por: Iván Gallo | junio 20, 2015

El estadio de la Copa América que Pinochet convirtió en un campo de tortura



Con la culata de un fusil le machacaron las manos para que nunca más volviera a rasgar la guitarra y con sus botas negras y lustradas le patearon la espalda hasta romperle las costillas. Cuando se cansaron de escupirlo un teniente jugó la ruleta rusa con su frente. Dos gatillazos y al tercero la explosión y el cuerpo de Víctor Jara convulsionando en el piso hasta quedarse quieto. Como el cantante del pueblo, cerca de doscientos chilenos murieron en los camerinos del Estadio Nacional de Chile a manos de la feroz dictadura de Augusto Pinochet.

El 12 de septiembre de 1973, cuando aún el palacio de la Moneda estaba humeante y el cuerpo de Salvador Allende era secuestrado por la junta militar, el estadio en donde una década atrás Brasil, de la mano de Garrincha y Didí había conquistado su segunda copa del mundo, empezaba a llenarse de presos políticos. No era necesario ser comunista para engrosar la cada vez más numerosa lista de enemigos de estado: en ella cabían poetas, melenudos, rockeros, minifalderos o todo aquel que osara a andar por las calles de Santiago después de que se hubiera dado el toque de queda.

Para guardar las apariencias, Jorge Espinosa, el comandante sobre el que recayó la tarea de convertir el estadio en un inmenso campo de concentración, convocó a los medios el 22 de septiembre para que visitaran las instalaciones y comprobaran que se respetaba a rajatabla la dignidad de los "Extremistas" término con el que catalogó la prensa a todo aquel que detuviera la dictadura. Se armó una comedia en donde un oficial le explicaba a los medios internacionales en qué consistía la alimentación de cada preso: caldo de pollo, arroz, papa y carne se contaba en el copioso almuerzo. La verdad se dejaba ver tan sólo constatando las gradas del estadio: como fantasmas, desaliñados, sucios, barbados y hambrientos, estaba apenas un centenar de los doce mil detenidos que albergaba en sus entrañas el coloso de concreto.

Nadie creyó la farsa, pero no se podía hacer nada. En un estrecho camerino doscientos presos esperaban día y noche porque los llamaran a los palcos presidenciales en donde los oficiales solían transformar, a punta de corrientazos eléctricos y golpes de cachiporra en los genitales, a un joven e inocente estudiante en un terrorista. A las mujeres les iba peor, ubicadas al lado de una piscina olímpica las jóvenes veían impávidas como los generales las violaban y, al acabar, se solazaban un rato moliéndolas a golpes hasta reventárselas.

Afuera los allegados de los detenidos no sabían nada. El rumor circulaba por la calle, pero nadie podía creer el horror que se extendía por Santiago en los primeros dos meses de la dictadura. Los militares, humillados en los tres años que duró el gobierno socialista de Allende, decidieron tomar retaliaciones. Por eso la sevicia con la que torturaron y mataron a Víctor Jara, uno de los cantautores más queridos de Chile, un hombre cuyo único pecado fue cantarle al derecho de ser libre. En esos días parecía que todo estaba permitido. El lugar ideal para perpetrar los crímenes y ocultárselos al mundo era el Estadio Nacional, no sólo por sus dimensiones sino porque allí, en sus recovecos interiores, se podía torturar, golpear, despedazar a todos aquellos que querían disputar el poder unívoco que Estados Unidos y el Opus Dei querían establecer para siempre en Chile.

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A las doce, después de la humillación matutina, sacaban a los presos a las gradas a tomar el recio sol de la primavera chilena. Muertos de hambre, sofocados por el aburrimiento, los detenidos intentaban distraerse viendo como una máquina podaba el pasto. Cuando esta cruzaba los arcos, un débil grito de gol se extendía por el estadio. A veces venía un sacerdote polaco de apellido Boniek, a hablarle a los presos de la necesidad que tenían de purificarse, de dejar a un lado ese maldito credo marxista que les pudría el corazón. Los detenidos, abrumados por el sermón, empezaban a pedirle al cura que diera la vuelta olímpica. Boniek, sin entender de ironías ni sarcasmo, corría por la pista atlética con los brazos en alto, creyendo que había convencido a las ovejas descarriadas de abrazar la fe en Cristo.

Dos meses en donde, en plena eliminatoria mundialista, la Unión Soviética, selección que jugaba el repechaje contra Chile, decidió no presentarse en el partido de vuelta en señal de protesta por los horrendos hechos que se presentaban en el Estadio. Ante la lánguida mirada de los presos, Chile hizo tres goles en una portería vacía y con eso se clasificó al mundial de Alemania.

Cuatro décadas después el estadio ya no es el mismo. De las gradas de madera tan sólo se ha dejado un pedazo de tribuna, como un monumento para recordar siempre a esas mariposas que fueron torturadas en el potro de la dictadura. Acá, en donde tantos partidos se han disputado, se jugará la final de la Copa América. Ningún grito de gol, ninguna alegría multitudinaria, podrá borrar los golpes, los tiros, las violaciones, las torturas con los que los militares chilenos intentaron cercenar de tajo una revolución.

 

 




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