jueves, 31 de octubre de 2019

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COLONIALIDAD /  SATRAPIA  IMPERIALISTA

Por Frei Betto,  Teólogo de la Teología de la Liberación
Correo: entorno@listas.cubarte.cult.cu

¿Acaso la modernidad tuvo su inicio en 1492, cuando Colón desembarcó en nuestro continente? ¿Por qué calificar de modernidad la expansión mercantilista llevada a cabo por las flotas de España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda?

Mejor calificarla de colonialidad. Las embestidas europeas en el Oriente, África y el Nuevo Mundo se caracterizaron por el pillaje de los bienes naturales como el oro, la plata y las especias, y la explotación del trabajo esclavo de indígenas y afroamericanos.

Como señala Dussel (1979), el mito de la modernidad como progreso y luces contribuyó a “justificar una praxis irracional de violencia”. Los pueblos dominados fueron sometidos. La empresa colonial se revistió con el manto de la religión para legitimar la invasión “en bien de la salvación de las almas”.

La cultura comenzó entonces a tener como eje el eurocentrismo.   A la invasión se le llamó “descubrimiento”, sometimiento de los “bárbaros”, proceso civilizatorio; el saqueo y el genocidio eran sacrificios inevitables para el avance del progreso.

Todavía hoy el eurocentrismo aparece estampado en los mapamundis, en los que Europa ocupa el centro. A todos los territorios que la rodean se les considero periferia, a la que los reinos europeos se sintieron con el derecho de imponerle una economía mercantilista-capitalista, una sociedad racista, una cultura excluyente y patriarcal.

La colonialidad es “la faz oculta de la modernidad” (Mignolo 2007).   Por tanto, se emprendió un proceso acelerado de “naturalización”.       Primero, de la desigualdad entre colonizador y colonizado.   Se inventó el concepto de raza, que carece de base científica, porque no se sustenta en la estructura biológica de la especie humana.     Así, los colonizadores se denominaron “blancos” en contrapunto “natural” con los “negros, amarillos y rojos”, considerados “de color”.  Incluso entre los blancos existía la distinción entre los nobles, poseedores de “sangre azul”, que al evitar la exposición al sol hacían que resaltaran las venas azuladas bajo la piel clara.

Por tanto, las supuestas diferencias biológicas justificaron la noción de raza y la superioridad de los “civilizados” sobre los “incivilizados.       Aún hoy muchos civiles y policías están convencidos de que el negro es siempre sospechoso, y de que los habitantes de las favelas y los barrios periféricos son potencialmente peligrosos.       La territorialidad delimita y “naturaliza” la desigualdad social, y establece los límites entre los “ciudadanos de bien” y los que amenazan el orden público…

Quienes asimilan esa ideología impuesta por el colonizador ignoran, o prefieren ignorar, que el progreso de Europa Occidental y los Estados Unidos es resultado de la explotación secular de la “periferia” del mundo.      Basta repasar la historia de las naciones africanas, de Japón y China (la guerra del opio), de la América Latina y el Caribe.

Basta averiguar el destino de nuestras riquezas naturales e identificar en nuestras ciudades los logos de las grandes empresas transnacionales que dominan nuestras economías, todas con sedes en los Estados Unidos y Europa Occidental.

¿Cómo acusarnos de inferioridad cultural? ¿Hay en los actuales países metropolitanos algo parecido a la Muralla China o las pirámides de Egipto? ¿Dónde se escribieron la Biblia y el Corán? ¿Cómo es posible que los habitantes del Nuevo Mundo fueran incultos si los mayas utilizaban el cero mucho antes que los europeos y hacían pronósticos meteorológicos precisos? 

Cuando invadió México en 1519, Cortés se encontró con una ciudad de 500 mil habitantes edificado encima de un lago pantanoso. ¿Y era incivilizado por parte de nuestros indígenas usar el oro como adorno y no como factor de codicia y guerras? ¿Quién inventó el papel, el sismógrafo, la brújula, el alcohol y la pólvora? Los chinos.

De ahí que convenga reexaminar nuestros conceptos de progreso, desarrollo y civilización. Y librarnos de la cultura que nos hace ser ciegos al entorno y nos induce a idolatrar a quienes todavía hoy nos expolian y nos provocan el complejo de que somos seres de segunda.