PERU. DESPROPOSITOS
EN
CUARENTENA
Por Gustavo Espinoza
M.
Dos hechos deplorables
ocurrieron en el marco de la cuarentena en días pasados. Uno, fue la muerte,
en Puno, el soldado Ronald Mamani Ajajahui, de apenas 18 años quien, en
estricto cumplimiento de sus deberes, pretendió impedir la fuga de un vehículo
retenido por las autoridades. El autor del crimen quiso huir, pero
capturado y tras las rejas, espera una pena compatible con el delito.
El otro hecho, fue el
consumado por el Capitán Cristian Cueva Calle, quien agredió a un muchacho,
humillándolo, luego de reducirlo y capturarlo. El uniformado fue
separado de sus funciones por no acogerse a los protocolos establecidos para
este tipo de situaciones.
En el primero de los
casos, hubo unanimidad de criterio. Todos condenaron la muerte del soldado y
la mostraron como la expresión de algo que nunca debió ocurrir. En el
segundo, las opiniones quedaron divididas. Hubo quienes criticaron el
oficial, mientras que otros lo justificaron. En redes, incluso, se lanzó un
supuesto “movimiento” orientado a luchar por su “reposición”.
Ambos episodios tienen
que ver con un tema de fondo que forma parte de la experiencia nacional: la
relación entre civiles y militares, en un país como el nuestro.
Antes de 1968, como se
sabe, la institución castrense estuvo siempre al servicio de la Clase
Dominante. Velasco diría que jugó el papel de “cancerbero de la
vieja oligarquía, dispuesta siempre a defender sus privilegios”. Eso,
cambió precisamente, con el proceso iniciado aquel año, uno de cuyos lemas
principales fue la Unidad del Pueblo y la Fuerza Armada.
La voluntad del
gobierno de ese entonces fue revertir el papel de la Fuerza Armada y
demostrar a la población que el soldado, era su amigo. Ese concepto tan
elemental fue afirmado con hechos tangibles: la ocupación militar de La Brea
y Pariñas, la Reforma Agraria, las movilizaciones populares de los años 70,
la nacionalización de empresas, y muchas otras acciones en las que
uniformados y civiles se dieron la mano en el empeño por construir la Patria.
La Unidad de Pueblo y
la Fuerza Armada fue una pieza clavada en la base del proceso social de
aquellos años. Fue la que hizo posible su mantenimiento y profundización. Por
eso, quedo en la mira de la clase dominante cuando ella recuperó el Poder.
A partir de 1975, pero
sobre todo desde 1980, el esfuerzo del Gran Capital estuvo orientado a romper
ese metálico binomio, procurando enfrentar a civiles y militares en uno u
otro recodo del camino. Los “años de la violencia” fueron el escenario ideal
para este propósito. Allí comenzó el proceso de fascistización de la Fuerza
Armada, del que, sin duda, aún quedan rescoldos.
El “mensaje” de
aquellos años fue muy simple: convencer a los soldados que los pobladores
eran “terroristas” a los que había que aniquilar. Y asegurar a los ciudadanos
que los uniformados eran unos asesinos en los que no se podía confiar.
La esencia de ese mensaje, aún perdura, sólo que la vida se
ha encargado de desmentirlo.
Acabada la Guerra
Sucia, ya los soldados no han encontrado “terroristas” en las aldeas. Ni los
pobladores se han visto arrinconados por la tropa. Hoy, un enemigo
aparentemente “externo” –el CORONAVIRUS- los ha vuelto a poner
cara a cara. La inmensa mayoría de la población ha entendido esa realidad
y no tiene reparo en admitirlo.
Generosamente, el
pueblo saluda el papel de los uniformados del mismo modo como aplaude a
médicos, enfermeras, personal de salud y de los servicios básicos, a quienes
reconoce el inmenso sacrificio que hoy les toca cumplir. Y los hombres
de uniforme se empeñan en actuar a la altura de la circunstancia. Hacen un
trabajo esforzado por afirmar una autoridad que algunas veces, es resistida.
Hemos visto, a decenas de oficiales de las tres armas y de la policía subir a
las unidades de transporte, hablar con la gente, y entenderse con ella. Y los
hemos visto también dar la mano a pobladores indefensos, ancianos de uno u
otro sexo; orientarlos e incluso trasladarlos a sus hogares para ponerlos a
buen recaudo. Y es que el heroísmo de Bolognesi, el desprendimiento de Ugarte
y la generosidad de Grau, están en el alma de muchos uniformados.
Esto obliga a ver los
hechos que comentamos, con otra óptica. No se puede justificar el asesinado
del soldado Mamani, como tampoco la agresiva y belicosa conducta del oficial
Cuevas. Las órdenes deben ser cumplidas y quienes no actúen en consonancia
con ellas, deben ser sancionados. Si un civil –cualquiera sea su edad, origen
o condición- agrede a un uniformado o hace resistencia a su autoridad, debe
ser reducido y castigado. Pero no tiene por qué mentársele la madre, ni
abofetearlo reiteradamente, ni amenazarlo con castigos mayores. Nada de eso
forma parte de los Protocolos Institucionales Castrenses.
Desde abajo, desde el
pueblo mismo, hay que comenzar a reconstruir los cimientos de una alianza que
nunca debió romperse. La Fuera Armada no pude ser fascista sin desdibujar su
esencia, y el pueblo no puede ser terrorista sin renegar de su propia
historia.
Los atropellos y los
abusos, deben cesar de inmediato, del mismo modo como se debe restablecer el
respeto por la ciudadanía y la atención a sus requerimientos básicos. Por esa
razón, debe denunciarse también el ataque y la detención de los médicos del
Seguro Social que recientemente expusieron que quejas y demandas de manera
pública. La detención del doctor Quiñonez, no tiene justificación alguna.
La Unidad del Pueblo y
la Fuerza Armada constituye una herramienta estratégica que hay que preservar
y cautelar. (fin)
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