Cuba vive, Cuba mide Santiago Alba Rebelión
Digo que voy a decir apenas dos palabras sobre Cuba o, mejor, sobre las cosas que decimos de ella. Cada vez que entramos a discutir la estatura de la isla, incluso en el seno de la izquierda, aceptamos inevitablemente los términos del falso debate amañado por la derecha; es decir, concedemos que lo que verdaderamente importa, el metro de las adhesiones y las condenas, la prueba aritmética de su éxito o de su fracaso, tienen que ver con la respuesta a la pregunta cómo se vive en Cuba: si la cartilla se queda corta, si la vivienda encoge, si los cubanos "resuelven", si la prostitución aumenta, si los jóvenes no entran en los hoteles, si los "opositores" se asfixian. A nadie puede extrañar que los enemigos de la Revolución, tan poderosos que hasta pueden ignorar el principio de no contradicción, utilicen este criterio estrechamente económico para condenarla mientras atribuyen el infierno de Haití o de Bolivia a obscuros atavismos culturales y piden paciencia -un plazo más, una década aún- a los que mueren de hambre en Guatemala o en la República del Congo; o mientras defienden, invirtiendo ahora el razonamiento, que la zozobra cotidiana de Iraq es el medio necesario para alcanzar el muy espiritual objetivo superior de la democracia. Más extraño es que los propios izquierdistas afinen sutilmente sus reservas (con majestuosísimos peros y dolientes decepciones) en el terreno del más abstracto de los empirismos, desde la contabilidad y la experiencia, como si la Revolución fuese un experimento de laboratorio y no una revuelta aún sin ganar; y como si se tratase de contar -cuentas y cuentos- y no de resistir. Incluso los incondicionales de Cuba acaban tratando de compensar las dificultades innegables de los cubanos citando los innegables logros en materia de enseñanza, salud, deporte o investigación, sin darse cuenta de que la importancia de estas conquistas reside menos en su valor objetivo -indiscutible para sus beneficiarios- que en la diferencia de la que surgen. Y no deja de ser triste que finalmente los propios Estados Unidos, aunque sólo sea para combatirla, sean más sensibles a esta diferencia que algunos intelectuales que saben ser muy de izquierdas en Iraq, en Palestina o incluso en Nepal.
En otro sitio
demostraré por extenso que Cuba es una lengua de tierra; y demostraré que es,
al mismo tiempo, la última lengua de nuestros antepasados, la voz ya residual
de los gigantes de 1789 y de los vencidos cíclopes de las guerras
anticoloniales. Es una franja delgada, una uña, un cabello, un corcho en el
mar, un cordel muy fino, muy frágil, quizás mal anudado, quizás debilitado,
pero constituye el único hilo que aún nos recuerda el proyecto emancipatorio de nuestros mayores
ilustrados, el último vestigio de la modernidad devorada por la biocracia del capitalismo.
Si Cuba cayera,
si Cuba fuese pasada por las aguas, si se hundiera en la lava sin fronteras, no
tendríamos ya ni siquiera un monte Ararat en el que volver a plantar las
primeras viñas después del diluvio; si Cuba cayera, si Cuba dejase de alzarse
como un escollo frente al aluvión, no sólo los cubanos: todos tendríamos
que empezar desde cero,
como si no hubiese habido ni Grecia ni Espartaco ni Bastilla ni nada.
Tendríamos que
volver a empezar desde el Ancien Regime o incluso desde más atrás, contra
Tiberio y contra Carlos V, contra Thiers y contra Mussolini, desde la
aceptación natural -de nuevo- de la esclavitud, la teocracia y el racismo.
Defender Cuba no es defender la sanidad pública y universal, la enseñanza
gratuita, la cultura generalizada, la investigación pionera, la medicina
solidaria y también
la alimentación insuficiente, las viviendas estrechas, la escasez de gasolina,
los apagones, la ejecución de delincuentes y el encarcelamiento de Raul Rivero,
como si Cuba fuese un lote de
criaturas inevitablemente ligadas entre sí o un conjunto floral nacido
enrevesado de la misma
tierra; defender Cuba es más bien defender esa diferencia -la llamemos
socialismo o no- en la que se asientan los valores que siempre hemos defendido
y que sobrevive (la diferencia) incluso a las cosas que no apoyamos o que no
nos gustan.
No se trata,
pues, de cómo se vive
en Cuba sino de qué está en juego.
¿Cómo se vive? Digamos la verdad: se vive mal y de nada sirve a los que
querrían vivir mejor saber que hay al menos 87 países en los que se vive peor.
Pero, ¿qué está en juego? Está en juego no sólo la conservación de algunos
milagros que se han convertido en costumbres y que tienen que ver con la
igualdad y la fraternidad; están también en juego la libertad y la
independencia en una trama universal de sumisiones injustas, humillantes y
mortales. La diferencia cubana es inseparable de y está condicionada a la
victoria en una guerra de liberación nacional que han perdido uno por uno todos
los países de Latinoamérica y del mundo y que se viene librando en la isla, sin
solución de continuidad, desde 1868, cuando Carlos Manuel de Céspedes proclamó
la libertad de los esclavos en La Demajagua. Por esta diferencia sí, por esta
independencia, condición de todo lo demás, también; por esta independencia-diferencia
hay muchos cubanos que no sólo aceptan vivir mal sino que aceptarían vivir un
poco peor; y medir sus angosturas desde nuestro salón, despreciando su
sacrificio como inútil y hasta improcedente, es lo mismo que burlarnos de su
superior conciencia política, su superior estatura moral y su superior dignidad
humana. Cuba no habría sobrevivido 45 años si la Revolución, a la que no dejan
desarrollarse económicamente, no hubiese triunfado intelectual y moralmente; es
decir, si la mayor parte de los cubanos no tuviese menos presente cómo se vive en Cuba que lo que se están jugando allí.
Cuba es, pues,
una trinchera a la que EEUU no permite ser un país. En las trincheras también
se vive; en las trincheras la gente fuma, habla, se enamora, se ríe, escribe
libros y silba canciones; y en una trinchera tan grande y tan hermosa, con
tanta ceiba, tanto flamboyán y tanta palmera, con tanta inteligencia y tantas
manos, a veces luchar es una fiesta.
En una
trinchera, en todo caso, la claridad se mezcla con las sombras, el heroísmo con
la normalidad más cenicienta. Nunca la paideia
de la resistencia es tan completa como para evitar -frente a la presión radical
del enemigo- las rendiciones individuales: los que desertan, los que buscan su
propia ventaja en la apretura, los que acaban cediendo -pobrecitos- a la
solución individual o al apaño privado. Pero en esta trinchera, en todo caso,
la diferencia
alienta y no se trata -lo diré rápidamente para ponerme a cubierto de la justa
reprimenda de mi admirado Juan Jesús Rodríguez Fraile, que hace no mucho me
hacía algunas certeras observaciones en estas mismas páginas- no se trata de
una diferencia sólo de grado:
no es que en Cuba se viva menos mal, se oprima menos, haya menos injusticia o
menos violencia. Es verdad que desde la grada superior, donde no tenemos que
disputarle ni la tierra ni las vacunas a un invasor, solemos tender a
menospreciar las diferencias de grado, olvidando que un grado -a menudo menos- es en
la mayor parte del planeta la diferencia que existe entre la vida y la muerte.
Pero es que, en un sistema mundial de explotación e intercambio desigual, las
diferencias favorables de grado sólo pueden entenderse como privilegios
conquistados y defendidos a costa de los otros o como discontinuidades cualitativas reñidas contra un
sistema de privilegios.
Menos mala,
menos violenta, menos injusta, este menos
de Cuba no es sencillamente la resta satisfecha de un cupo invariable,
resignado, de máxima maldad; es en
la historia la apertura cualitativa -la cierren o no- a otro
mundo. Restar y resistir no es complacerse en una injusticia relativa: es
atravesar el capitalismo, en las condiciones -sí- que todavía decide él, con un
hilo de otro color; incubar en el ambiente más hostil que pueda imaginarse el
huevo de otra lógica.
Triunfe o no, la arrodillen o no, Cuba es al mismo tiempo de este mundo y de
otro mundo; y ese otro mundo sólo podemos defenderlo allí, en esa roca, contra esas
fuerzas, dentro de esas paredes. ¿Dónde si no? ¿Fuera de la historia? ¿Sin
geografía ni armas ni memoria ni líbidos ni estrategias?
(Añadiré de paso
que entiendo muy bien lo que invoca Juan Jesús Rodríguez Fraile con su
imperativo de "querer siempre lo universal", pero quizás es mejor
plantearlo de otra manera, al pie del árbol y no desde la copa. No, de ninguna
manera y -aún más- todo lo contrario: hay que querer siempre lo más concreto: la tierra, la
casa, el novio, los hijos, los geranios, el aire limpio, el agua corriente y
hasta la luz eléctrica y comprender, al mismo tiempo, que nada de esto está
individualmente asegurado -y precisamente porque no sería justo- si su disfrute
no es formal y materialmente universalizable.
Esto es lo que
Cuba ha entendido muy bien, aunque no pueda verificarlo del todo: la necesidad
de defender simultáneamente lo universal (las estrellas y las leyes), lo
general (la alimentación, la sanidad, la enseñanza) y lo colectivo (los medios
de producción y, por ejemplo, los de transporte) en medio de un huracán mundial
que ha privatizado ya no sólo los bienes generales y los bienes colectivos sino
que está privatizando también los colores, las formas y la mismísima excelencia
moral -que Kant asociaba a la visión de las estrellas. "Querer lo
universal", "estar sólo pendiente de lo absoluto" y no admitir
ni una sola concesión por debajo de esa ambición total, es sencillamente
concedérselo todo a los más fuertes y quitárselo casi todo a los más débiles).
Si algo nos
falta a los intelectuales europeos de izquierdas es un poco de modestia.
Sentados en nuestro sillón, la nevera surtida y la habitación caldeada; o
ligeros y apátridas, de avión en avión y de congreso en congreso, discutimos
algunos pasajes de Marx o algunas líneas de Gramsci y nos preguntamos si en
Cuba hay o no socialismo y cuánto y desde cuándo y hasta qué punto.
Algunos llegan a
la conclusión irrefutable de que en la isla no hay socialismo y de que, en
consecuencia, cualquier cosa que sea lo que haya allí, no vale la pena. Así que ceden
la isla con todos sus habitantes al capitalismo estadounidense, que es la única
alternativa realmente existente: si Cuba no es verdaderamente socialista, mejor dejarla caer junto a
Haití o Nicaragua o El Salvador u Honduras. ¡Que se la queden ellos!
Ambiguos,
reticentes, quisquillosos, puntillosos, bizantinos, más inteligentes que
nuestros colegas caribeños, acabamos convirtiéndonos sin saberlo, sin quererlo,
en el embrague del
imperialismo. Porque nos resulta difícil aceptar que no somos nosotros, sino
los cubanos, quienes tienen que decidir si la Revolución vale o no la pena;
como nos resulta difícil aceptar que todavía hoy, cuarenta y cinco años
después, no obstante todas las penalidades, contra todas las penurias, entre
apagones y achuchones, la mayor parte de los cubanos no quiere entregar la
isla, sea socialista o no, a los privatizadores de escuelas y de estrellas
enrocados en Miami.
Incluso apoyar
la Revolución es tan fácil, tan arrogante, tan inmodesto, como condenarla.
Confieso que no la apoyo sino que me apoyo en ella. No la apoyo. En la
trinchera, en las penosas condiciones de la resistencia, hay cubanos que
claudican, que no pueden más, que se rinden, que se cansan, que desesperan y se
inclinan por la solución individual; a ésos los compadezco, pues no puedo estar
seguro de que no haría yo lo mismo en su lugar.
Pero a los
otros, a los que aguantan, a los que "resuelven" y no reniegan, a los
que saben lo que está en juego y aprietan los dientes, a los que no ceden, a
los que admiten las dificultades e improvisan todos los días soluciones, a los
que concentran en sus cuerpos el decoro -como decía Martí- que debería estar
mejor repartido también entre los hombres; a los que se sienten cansados y no
se rinden (y se ríen y se enamoran y escriben libros en la trinchera); a ésos
los admiro locamente, insensatamente, y les doy las gracias.
Y si al final sólo quedara uno -porque vivir mal es siempre real, aunque no siempre verdadero-; si sólo un cubano en pie dijese "no" a los estadounidenses, la razón, la moral, la dignidad y la belleza estarían de su parte; y yo lo admiraría locamente, insensatamente, y le daría las gracias.
¿Cómo se vive?
¿O qué está en juego? "El verdadero hombre" -decía
también José Martí- "no mira de qué lado se vive mejor sino de qué
lado está el deber". Eso quizás no es socialismo, pero es sin duda
su condición irrenunciable. Parece mentira que todavía haya que empezar por
ahí. Parece mentira que todavía haga falta explicar eso.
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