lunes, 16 de noviembre de 2020

Rosa Rodríguez Gómez de González murió a sus 96 años en Mar del Plata y fué enterrada en cementerio de Pablo Nogués Denis Mc Donald Murdoch cuñado de Eladio González toto


 foto -  Rosa Rodríguez Gómez de González es la señora que está detrás del bebé que el preadolescente Kevin Daniel sostiene en brazos.  Esta tomada en la playa de estacionamiento del hotel "Marina" del cual era dueña junto con Eladio González su marido el de pantalón oscuro.

Lunes 13 de noviembre de 2006.    Rosa Rodríguez viuda de González,  coloca sobre la mesa de la cocina del Hotel Marina, como todos los días durante cuarenta años, la taza de té con leche, dulce de membrillo y galletitas.      

Sentada ya, sorbe lentamente el líquido bañada por la intensa luz que el sol de las cinco y treinta de la tarde descarga sobre los edificios, que bordean la costa de la ciudad. Tal vez recuerde a su esposo fallecido en ese mismo Hotel hace cinco años.    

Rosa con noventa y seis años contados desde ése 23 de Junio de 1910 en el que le vieron la cara al nacer, pero sumados los nueve meses de gestación, más los cuatro meses largos transcurridos desde su 96 cumpleaños significan un año más.  O sea 97 años de latidos y equilibrio hormonal y físico.  Su psiquis tan agredida por el entorno, resistió embates terribles y su espíritu si se pudiera corporizar, se vería hecho pedazos.  No obstante siempre fue la dueña de la situación ó lo fingió de piel hacia fuera.     

Pero hoy llegó a la meta final, el infarto cerebral detona el infarto coronario y cae en el piso, que con terca delectación trapeó durante cuarenta años.  Del golpe en su cabeza brota sangre que multiplica la angustia de su hija Negra cuando la encuentra caida. 

Esta pide auxilio a la hotelera del Rivamar y al cerrajero Alejandro Conca de Av. Independencia, que auxilian a la caída y en ése mismo momento me entero de todo lo acaecido por boca de Conca que me telefonea a Capital.

Estoy en seis horas junto a ella.  Cardiología, máscara de oxígeno, sonda nasogástrica, tubo con aguja a la vena de la mano que está atada a la camilla, para que no se la arranque.

Inconsciente, sin abrir sus ojos, sin hablar, ni oír, con mucha actividad muscular en las piernas que revolea como en un can-can.   Tres noches despidiéndome de ella, que se fue apagando en movimiento y en respiración (que el primer día fue muy agitada).  El jueves 16 de Noviembre por la tarde me preparo para salir y llama Ququi,  “acaba de fallecer mamá”. Son las 17.45 horas.

Llego al Hospital de la Comunidad y en neurología me quedo a solas con el cadáver de quien me parió.      De ese cuerpo inmóvil, pequeño, broté para …..  vaya a saber para qué.

No le dí alegrías grandes a ella.  Ni siquiera fui presidente.  Fue testigo y crítica de mis errores y de cómo pagué las consecuencias.   Intentó siempre que armonizaramos entre los hermanos y casi lo logró. 

Fue la base segura, inclaudicable, inamovible, fiel, fuerte, desde donde papá despegó, aterrizó, despegó, aterrizó, etc, etc.  

Ella que no hubiera querido me lastimó con su muerte.  Muy dentro sentí como una mano acerada oprimiéndome intolerablemente y cortándome la respiración. Las lágrimas aliviaron un poco la presión.

Mi mente se retrotrajo a un dolor similar y recordé el día en que abandoné a mis tres primeros hijos y al que había creído era mi hogar.

Deliberaciones y se resuelve que una ambulancia la traslade hasta Los Polvorines en el Cementerio Británico de Pablo Nogués, donde sabiamente hace 25 años mis hermanas compraron una parcela por si alguien se moría.  

Pocha volvió horas antes, Ququi también y Negra me despidió con un abrazo antes de subir a la  ambulancia en la que viajo con mamá.   Llegamos por la mañana y la colocamos en la capilla donde a solas con ella me dispongo a esperar a los familiares. 

La primera que llega es la nieta que menos disfrutó y conoció.  Claudia, mi hija, me abraza, vine acompañada por su José y el hijo de ambos (mi nieto) Kevin Daniel Moravchik.  Luego llega  Irene mi pareja con Paula mi nuera y Demián mi hijo.  El sobrino Tomasito, la hija de José (el sobrino) con su pareja, Gloria y su Sergio, Marina, Gabriel y sus dos muchachas.  Los hijos de la finada hermana de mamá (Fefa), Norma Herrero con sus dos muchachotes (hijos), y  Rodolfo el otro sobrino, solo.  Tiu, tiu y su esposo Luis, con el hijo de ambos, con quienes rememoro a su hermano Benito mi querido primo, recientemente fallecido. La jueza esposa de mi primo Pepe García con él, la prima escribana Susana acompañada por su hermano Gerardo.   Ququi, Pocha, Diego, Dennis.

La rosa blanca, única, solitaria, martiana,  que yo había robado de un cantero al llegar y engarcé en el crucifijo de bronce de la tapa del cajón mortuorio, quedó oculta bajo el gran ramo de rosas que sus hijas trajeron y colocaron. 

Todos la recordarán viva, solo sus hijos la vimos sin vida.  Las chicas (de setenta años) –mis hermanas- hicieron venir un sacerdote que habló y bendijo a la fallecida.

Luego encabezó él mismo un cortejo donde Demián y yo junto con otros varones llevamos a pulso unos doscientos metros a mamá hasta llegar el lugar donde la madre tierra había sido abierta para recibirla. Su nieta Gloria había preparado escritas unas sentidas y hermosas palabras de despedida, que leyó acongojada.  Yo caminé entre los presentes repartiendo de a una las muchas rosas rojas que completaban el ramo que sus hijas decidieron ofrendarle.   Cada quien recibía la rosa la iba arrojando a la abierta sepultura, donde el cajón que contenía a mi madre esperaba. Luego ya colocaron tablas tapando la sepultura y me dí cuenta que alguien me estaba faltando y le pregunté a Kevin, me señaló a mi hija que a unos 40 metros sola, sentada en un banco del cementerio jardín hacía malabares con su dolor personal. 

Las dos,  Rosa la muerta y Claudia su nieta perdieron lo irrecuperable, que es el trato frecuente, espontáneo y hasta casual que enriquece la vida de los viejos, y mucho más la de los jóvenes. Caminé hasta ella y me senté a su lado abrazándola.

Manuel mi hijo no vino, luego me explicó que él no acepta ver cadáveres y que desea recordar vivos a quienes mueren.

Javier mi otro hijo tampoco vino.  Hacía seis meses que no trabajaba después del accidente en moto, donde casi pierde la vida y ese mismo día recomenzó por decisión del seguro médico a trabajar.  Ximena mi hija tampoco estuvo, esta bien que nunca me quiere ver, pero Rosa era su abuela paterna.

Una joven desconocida me llamó la atención y al enterarme que era la hija del héroe caído en la guerra de Malvinas, José Leónidas Ardiles me la lleve por entre las tumbas a prudente distancia y le

conté mi experiencia con las fotos y casettes familiares del héroe

que me llegaron a acusar de haber perdido en una mudanza.

Ella me agradeció y yo me saqué ese enorme peso de encima.

Como escribió Guido Spano y gustaba recitar mi madre de memoria:

“llora llora urutaú, en las ramas del yatay, ya no existe el Paragüay donde nací como tú”.   El cementerio está a 40 kilómetros de la capital.  Gradualmente nos fuimos todos despidiendo de todos y volvimos a casa. 

Diciembre de 2011 llego a ese mismo cementerio integrando el cortejo fúnebre de mi cuñado Denis Mac Donald Murdoch que ha muerto.  Tras la bendición, responso, lo llevamos a pie hasta el lugar de inhumación y los trabajadores lo bajan mientras la familia arroja flores ó puñados de arena.  Leo en voz alta un hermoso mensaje de Manuel Emiliano mi hijo en el que describe la calidad humana que tuvo siempre el finado.   A veinte metros de este lugar encontramos la lápida bajo la que los restos de Rosa y Eladio, mis padres descansan.  Son cinco años en los que nunca los visite para homenajearlos.