jueves, 28 de junio de 2007
José Martí
Por Fernando Martínez*, serviex@prensa-latina.cu
La Habana (PL).- Era un muchacho habanero de 15 años, blanco pero hijo de dos inmigrantes pobres, el único varón entre seis hermanos. Un buen maestro le apreció sus incipientes cualidades intelectuales y su deseo de saber, y le facilitó
continuar estudios. Ese fue el inicio del cambio de su destino: en vez del
mostrador de una bodega, la escuela secundaria.
Su país era hermoso y bestial. Desde hacía 80 años molía sin cesar el
trabajo y las vidas de cientos de miles de esclavos africanos. Palacios,
pensadores, quitrines, contradanzas, hermosas señoritas, espléndidos
varones, vivían sobre un mar de crimen y de iniquidades. El niño habanero
era muy sensible, más allá de las vivencias familiares, y en una excursión
con su padre se topó con la máxima expresión de resistencia humana de los
más humildes: el suicidio.
Treinta años después, ya dueño de su idioma, sintetizó en un poema el
horror de la esclavitud en Cuba, la destrucción de la condición humana,
inmortalizó aquel oscuro sacrificio y dio cuenta de la marca que dejó en él:
"Un niño lo vio: tembló / de pasión por los que gimen: / y, al pie del
muerto, juró / lavar con su vida el crimen!".
Aquel año de sus 15, el pueblo del este del país se levantó contra el
poder colonial. El pichón de isleña creció bruscamente, y utilizó un arma a
su alcance, los endecasílabos: "No es un sueño, es verdad: grito de guerra /
lanza el cubano pueblo, enfurecidoâ?¦". Con su poema de adolescente
participaba así en el bautizo del nuevo gentilicio.
Quizás ya conocía la letra de la marcha guerrera del bayamés, de música
un tanto mozartiana, que había confirmado a la recién nacida entre la sangre
y el humo del incendio: "que morir por la patria es vivir".
El joven criollo asumió el mandato de aquel verso, y se volvió cubano.
Entonces vinieron la hoja subversiva y la poesía militante, el ardor
patriótico y la policía. Fue preso en noviembre de 1869, más por su actitud
rebelde que por cometer un delito. Sometido a la jurisdicción militar, la
alta marea represiva y la modesta condición social del acusado se reunieron:
fue condenado a seis años de trabajos forzados. Quince meses después de
aquella poesía anúteba con la que había cantado al Diez de Octubre, José
Julián Martí Pérez dio el paso decisivo del compromiso con la revolución,
poner su cuerpo en ella. Y escribió otros versos, ahora más complejos en la
forma, pero sobre todo cargados de contenido humano, versos que traían
juntos al dolor y el amor, la entrega a la causa y la visión de su propio
futuro:
"En ti encerré mis horas de alegría / y de amargo dolor; / permite al
menos que en tus horas deje / mi alma con mi adiós. / Voy a una casa inmensa
en que me han dicho / que es la vida expirar. / La patria allí me lleva. Por
la patria, / morir es gozar más."
Todas las rebeldías juveniles son hermosas, aunque muchas resultan
efímeras. Pero la del joven sujeto al grillete en las canteras, junto a la
gente pobre e inerme de Cuba, apenas comenzaba. En los 25 años que viviría
después de este 1870, tuvo que optar muchas veces entre seguir siendo
rebelde o dejar de serlo. Aprendió que no siempre la disyuntiva es tan clara
como cuando uno afirma "O Yara o Madrid", y que la rebeldía está obligada a
ser lúcida y tajante, creativa y tenaz, consecuente y hábil, sagaz, tierna y
heroica.
Martí optó por la abnegación, la voluntad inquebrantable, la constancia y
la entrega, la vida en el exilio permanente, en la pobreza material del que
renunció a ser un abogado de éxito, un escritor de fama bien pagada, un
próspero y culto padre de familia. Optó por no sustituir en su casa la
función del padre trabajador y no ser el sostén que la madre y las hermanas
esperaban del hijo varón tan prometedor, y asumió el dolor de quedar
separado de su pequeño hijo por una decisión que debió ser, sin duda,
desgarradora.
El deber es una de las expresiones que más encontramos en sus escritos,
en reflexiones, discursos, poemas, cartas; en consejos que brinda, en
polémicas, en juicios acerca de otros y de sí mismo. Es el norte en su
brújula más personal, como es la creación de la patria cubana el norte de
toda su actuación pública. Y como se penetran una y otra esfera en su vida,
y tienden a unificarse, así en su proyecto se articularán el deber
individual y el del cuerpo social puesto en movimiento, y el deber de Cuba
en América se manifestará.
La política revolucionaria es el centro de la actuación pública de Martí,
una política que no pretende venir a gobernar la vida de la gente, ni
siquiera por estar segura de que tiene la misión de salvarla. Su labor es
enseñar a los cubanos a servirse de la política para hacerse dueños de sus
vidas y crear su país. La ética, entonces, no se conforma con proveer reglas
para guiar la conducta de cada uno; se enlaza firmemente con la política
revolucionaria y sirve como fiscalizador y juez de sus principios y sus
acciones, como acicate de sus creaciones y su vigor. A la vez, la ética
garantiza la eficiencia de esa política, aunque sin pretender despojarla de
su especificidad.
Dura labor la de Martí, que portaba todas esas cualidades por las cuales
le llamaron apóstol en vida, y que se dedicó a echar las bases del futuro.
Para reunir los individuos en una escala capaz de modificar el resultado
esperable después del Zanjón, que no pasaría de ser una modernización de la
dominación, se vio en la necesidad de congeniar las virtudes y los méritos
de sus paisanos con las confusiones, ambiciones, torpezas, los intereses
mezquinos y el miedo a los cambios.
Para darle continuidad a la revolución de Yara, tuvo que preparar una
revolución diferente a aquella; para unir a los viejos y a los jóvenes entre
sí, y unos con otros en la revolución, se vio obligado a tejer con paciencia
infinita una red de coordinaciones y de voluntades, y un partido político
nuevo, y a ser el jefe de todos. Debió mover a los inertes y atajar a los
imprudentes, darse a los humildes y atraer a todos los demás que pudiera,
negar las razas y combatir la realidad del racismo, querer la igualdad de
oportunidades y la república democrática para el bien de todos y pelear por
la independencia nacional para conseguir la libertad y la justicia, juntas.
Se pueden encontrar las huellas de esa tarea ciclópea suya, tan llena de
maravillas y angustias, de hiel y de alegrías, en los miles de páginas que
escribió. Como clava a la idea de anexión en el angustiado poema "Al
extranjero", o el orgullo inflamado con que cuenta los episodios de la gesta
del 68; la hondura tan convincente al exponer los materiales muy diferentes
y hasta opuestos con que habrá que hacer la revolución y la república -por
ejemplo, en su discurso del 10 de octubre de 1891-, y la terca convicción
por sobre todo: "los locos, somos cuerdos"; la correspondencia incansable,
seductora o conceptuosa, ese prodigio de ciencia política que es su artículo
"El lenguaje reciente de ciertos autonomistas", la felicidad de irse por fin
a la revolución en sus escritos de 1895.
Con la madre se toma algunas libertades, entre tanta actividad cívica. Un
año antes de su muerte le escribe: "...sigo mi labor, más pura, madre mía,
que un niño recién nacido, limpia como una estrella, sin una mancha de
ambición, de intriga o de odio (â?¦) Mi porvenir es como la luz del carbón
blanco, que se quema él, para iluminar alrededor. Siento que jamás se
acabarán mis luchas (â?¦) Sólo los infelices que llegan pocas veces al poder
y suelen llegar con demasiada ira, tendrán paces conmigo".
Pudo gozar de un primer triunfo: desatar la guerra revolucionaria que iba
a crear la nación y a los cubanos. Él conocía la trascendencia de aquel
hecho. Al desembarcar en Oriente el 11 de abril de 1895, con Máximo Gómez,
escribe en su cuaderno: "Dicha grande". Viene a enfrentar tareas inmensas y
difíciles: afirmar, organizar y extender la guerra; definir las líneas
fundamentales del poder y la política de la revolución, y dejar constituida
la República en Armas; ejercer la conducción política del proceso -aunque él
duda que le sea posible, al menos por un tiempo-; y correr la suerte de los
combatientes. En el campo de Oriente, Martí goza al conocer las personas, el
paisaje y los nombres de las cosas de su tierra natal, los relatos, los
hombres y los lugares de la Guerra Grande. Y goza al ver a tanta gente de
Cuba que sólo había imaginado -con su mar de virtudes y defectos-, metidos
en la revolución verdadera.
Sin descanso, Martí se sumerge entre los jefes y los soldados, hace
política diaria y sostiene con Maceo y Gómez la entrevista de La Mejorana,
pinta hechos y caracteres en su Diario, divulga la revolución hacia el
exterior, firma una dura orden de guerra, vive la cotidianidad de la guerra
irregular. Y todavía le da tiempo a admirar la belleza de una joven señora
andaluza, y -allí donde tantos miles sólo verían amaneceres y acciones por
librar- es capaz de ver una estrella, y una paloma.
Conoce ahora también a la muerte palpable, no sólo al estado o el
tránsito que han estado tan presentes en sus escritos y sentimientos. Dos
Ríos pudo haber sido solamente su primer combate, un encuentro sin demasiada
importancia. Hoy sabemos que iba hacia la muerte desde que llegó por
Playitas, pero es únicamente por lo que sucedió. Por la patria, morir es
gozar más.
Martí multiplicó con su muerte el valor permanente de la obra de su vida,
la promesa que la revolución le estaba haciendo a un pueblo nuevo y la
trascendencia de su proyecto cubano y continental. Ellos siguen hoy con
nosotros, y delante de nosotros, señalando un camino.
*El autor es investigador y ensayista cubano. Colaborador de Prensa
Latina.