viernes, 23 de noviembre de 2007

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La tarea intelectual de Ernesto Che Guevara

Por Graziella Pogolotti*, E-Mail: serviex@prensa-latina.cu

La Habana (PL).- El rostro del Che perdura, como encarnación viviente de la utopía posible en generaciones de jóvenes, nacidos después de su caída. Sus detractores tarifados se han esforzado inútilmente por desarmar el mito. En otra orilla, se reconoce al guerrillero, al combatiente internacionalista, al organizador, al estadista. No suele valorarse en igual medida al intelectual oculto tras el hombre de acción. En aquella larguísima noche mexicana, el médico y fotógrafo argentino Ernesto Guevara estaba empezando a convertirse en Che. Por caminos aparentemente distintos, Fidel y el Che convergían en un mismo lugar. Ambos habían atravesado un fecundo aprendizaje, estimulado por los libros y por el riguroso empeño por tocar con las manos la realidad de nuestra América. El recorrido del Che por buena parte del Continente le permitió conocer el múltiple rostro de los excluidos.
Luego, en Guatemala tuvo la vivencia personal del zarpazo imperialista que marcó a una generación entera en esta parte del mundo. La experiencia de vida se inscribía en la formación de un pensador de raigambre humanista, lector infatigable de filosofía, de historia y también de poesía.
Como José Martí, Ernesto Guevara no abandonó la escritura en los momentos más difíciles del combate guerrillero. Capturar la palabra era un modo de fijar la experiencia, de ir eslabonando el análisis de la realidad a través de un proceso dialéctico de ininterrumpido desarrollo del pensamiento.
La atenta lectura de los apuntes apresurados, esbozos surgidos en la continuidad del día a día, revelan la dimensión íntima del autor, pudorosamente oculta tras su imagen pública. Muestran la vitalidad de un pensar siempre activo, antidogmático por naturaleza, afianzado en la recepción crítica de fuentes diversas.
Integrados al conjunto de su obra, Los Diarios evidencian el propósito último de su acción revolucionaria. Enfrentar la explotación humana, borrar el rastro de la miseria, socavar el dominio del imperio eran las vías indispensables para alcanzar el pleno crecimiento de la persona, protagonista de la historia, hechura de sí mientras vive, trabaja y lucha.
Por eso, tal y como lo atestiguan sus colaboradores más cercanos, el Che fue, ante todo, un educador.
En la Sierra Maestra, joven todavía, se rodeó de quienes tenían menos edad, apenas salidos de la adolescencia. La instrucción militar, vital en aquellas circunstancias, se complementaba con la alfabetización de los iletrados, con la iniciación a los temas históricos y, sobre todo, con la
siembra de valores éticos fundada, más que en la prédica, en la rigurosa observancia de los principios de ejemplaridad.
No perneada de moralina pequeñoburguesa, la eticidad se sustentaba en valores de solidaridad, de equidad, de respeto por el trabajo, en la práctica de una esencial honestidad.
El método implantado en las precarias condiciones de la guerrilla se convirtió en programa sistemático cuando asumió la dirección del Ministerio de Industrias. En medio de peligros inminentes, soslayando obstáculos de toda índole, la Revolución imponía ahora un gigantesco
desafío intelectual.
La mayoría de los técnicos formados por la burguesía siguió el camino de sus patrocinadores. Preparar dirigentes para el desarrollo industrial del país era una prioridad de primer orden. Pero tenía que hacerse eludiendo la tentación de un enfoque tecnocrático.
En medio de la tensa faena cotidiana, el Che encabezaba el imprescindible estudio sistemático. A las 7:00 a.m. recibía clases de matemática del profesor universitario Salvador Vilaseca. Junto a sus colaboradores más cercanos, se enfrascaba en el análisis crítico del Capital de Marx. Era un ejercicio del pensar, a la antípoda de la incorporación mecánica de un recetario de fórmulas.
Solitario en Praga, en vísperas de la partida hacia Bolivia, llevó a cabo una lectura implacable del manual de economía política de la URSS.
El gran proyecto humano inspiró dos textos fundamentales, los Pasajes de la guerra revolucionaria y El socialismo y el hombre en Cuba. A pesar de lo que pudiera sugerir el título, el primero no se detiene en la descripción de los combates.
En el contexto de situaciones extremas, entre el riesgo y la precariedad, diseña perfiles transidos de humanidad, en constante crecimiento y autosuperación. El heroísmo y la disposición al sacrificio supremo no provienen de una gracia recibida de Dios. Nacen de la refundación de una cultura para la cual cada gesto, en lo grande y en lo pequeño, está cargado de sentido. En la equidad del pan compartido y en el arrojo sin límites del Vaquerito se forja la más alta expresión de la solidaridad, porque de la conducta de uno depende la supervivencia de todos.
Los personajes de sus relatos no son figuras renombradas. Casi anónimos, han surgido del pueblo para hacerse semilla de una memoria fecunda. Lejos de constituir un conjunto informe, los grandes movimientos masivos resultan de la conjunción de rostros reconocibles, dotados de una biografía personal y portadores, como cada uno de nosotros, de un héroe potencial. La conciencia se ilumina cuando el existir descubre una razón de ser.
En Pasajes de la guerra revolucionaria, el relato se estructuraba a partir del estrecho entrelazamiento entre teoría y praxis, en un pensar hecho de intensas lecturas y la insustituible vivencia personal.
Así ocurre también con El socialismo y el hombre en Cuba, ensayo libérrimo en forma de carta dirigida al director de Marcha. Constituye el testamento político del hombre que había protagonizado la lucha insurreccional y los prolegómenos de la construcción del socialismo en Cuba, eslabones primarios de un proyecto de mayor envergadura.
Transcurridos más de cuarenta años desde su publicación, el texto conserva una vigencia estremecedora. Despojado de afeites retóricos adopta, a pesar de su destino público, un tono confidencial. Imantado por la voz confesional, por la afirmación del sentimiento de amor que mueve al revolucionario, el lector se sumerge en los meandros de un discurso atravesado por interrogantes fundamentales en torno al desafío planteado por la edificación consciente del socialismo.
Sujeto de la historia, el ser humano modela su espíritu a la vez que se empeña en modificar el mundo que lo rodea. En ese bosque de incógnitas e incertidumbres, puede desviarse de un camino que va trazando sobre la marcha.
Formulada a mediados de la década del sesenta en el pasado siglo, momento de auge de las fuerzas de izquierda, la advertencia parece hoy, después del derrumbe de la Europa del este, singularmente premonitoria. Resulta, pues, un documento indispensable para los protagonistas del cambio en las condiciones de la contemporaneidad.
A los 40 años de su caída, el pensamiento del Che permanece, palpitante de vida, generador de inquietudes. Urge rescatar, en su correspondencia, en sus trabajos de ocasión y en las polémicas que animó las piezas de un conjunto forjado en el calor de la batalla y en la decantación de la experiencia práctica. Como su mirada en la célebre foto de Korda, esos textos traspasan el horizonte.

* Prestigiosa crítica y ensayista. Premio Nacional de Literatura 2005.
Colaboradora de Prensa Latina.