La educación pública servía para equilibrar, para integrar, para "redistribuir" –y para producir un país más educado, con mejores posibilidades en todos los terrenos.
Ahora parece como si no importara. Y, de hecho, no les importa a los que manejan el Estado: hace mucho que mandan a sus chicos a colegios privados.
Es una característica de muchos estados actuales –sus dirigentes no se incluyen en ellos, no usan sus escuelas y hospitales, no le pagan impuestos, no respetan sus leyes–y es curiosa: ¿quién se imagina al gerente de la coca cola pidiéndose una pepsi?
Así que tengo una propuesta populista para encarar la cuestión educativa. Es una ley que habría que votar cuanto antes:
"Queridos gobernantes, no todo pueden ser alegrías, ganancias extraordinarias, honores merecidos, gratitud popular. Los cargos deben tener alguna carga.
Y ésta será modesta pero inflexible: se ordena, so pena de prisión y pedorreta pública, que todos los funcionarios del Estado –de un nivel equis para arriba– manden a sus hijos y nietos, sin excepción, a la escuela estatal más cercana".
Es posible que, entonces, la educación pública mejore seriamente. Así estamos, en la lucha de clases.
La lectura de esta nota, más el conocimiento de un anteproyecto de ley impulsado por padres rionegrinos en 2002, proponiendo lo mismo; y un proyecto del senador brasileño Cristiam Buarque -ex ministro de Educación del gobierno de Lula-, con similar proposición en el país hermano, fortalecieron la sensación de que no era una idea tan absurda.
La "ingenuidad" sumada de muchos puede transformarse en una decisiva manera de instalar el tema y llegar a que se debata seriamente.
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