Símbolo de vida El castaño de Ana Frank. Por Elba L. Encinas. Bahía Blanca. El pasado 24 de agosto de 2010, entre tantas noticias que nos abruman, una en especial nos entristeció. En Holanda, más precisamente en Ámsterdam, las persistentes lluvias y el fuerte viento habían abatido un árbol de 150 años. No era una noticia más, ni un incidente insignificante, ni un árbol cualquiera. Se trataba del "castaño de Ana Frank". Y sentimos que, de pronto, al escenario que todos identificamos con la famosa adolescente judía lo habían despojado, otra vez violentamente, de una parte de ella misma. El pequeño mundo doméstico que habitamos no está desierto. Lo compartimos con un sinfín de objetos inanimados y otros, como las plantas, seres dotados de vida pero también mudos, indiferentes, que nos ignoran. Sin embargo, nos pertenecen. Responden a nuestros gustos y a nuestras necesidades. Nos vincula a ellos una relación afectiva. Muchos sin duda nos han de sobrevivir y, como decía Borges, "no sabrán nunca que nos hemos ido". No sabrán tampoco que de alguna manera les transferimos nuestra personalidad, que perduraremos en ellos porque a través de ellos nos recordarán. De ese poder evocativo que tiene el entorno de las personas se valen las casas-museo. Se procura ambientarlas utilizando los mismos elementos que les eran propios y que, por haber sido testigos, se convierten luego en testimonios. Las hay en todo el mundo: casas de escritores, músicos, pintores, próceres, en suma, quienes han trascendido las barreras del tiempo por las obras que realizaron o por alguna circunstancia especial. Tal es el caso de Ana Frank, la adolescente judía que, huyendo de la persecución nazi, se refugió con su familia y otras personas en el pabellón trasero del edificio donde funcionaban las oficinas del señor Frank, su padre. Allí, durante el largo período que lograron permanecer ocultos hasta que los descubrió la Gestapo, ella escribió un Diario, hallado con posterioridad y difundido por el mundo entero. Las conmovedoras páginas de su Diario y su muerte acaecida en el campo de concentración de Bergen Belsen dos meses antes de la liberación de Holanda, constituyen el más crudo alegato contra la injusticia y la locura humanas entronizadas en el poder. La familia Frank había emigrado de Alemania a Holanda, creyendo que en ese país gozarían de la tan preciada seguridad. Pero la invasión alemana hizo que de nuevo comenzara a sufrir medidas discriminatorias, por lo que tomó la drástica decisión de esconderse hasta que cesara el peligro. El lugar elegido, si bien era apto para ese fin, distaba mucho de resultar confortable. Ana presenta irónicamente al pabellón trasero como "nuestro suntuoso anexo" y la impresión que le produce inicialmente es de rechazo. "Me parece que no llegaré a considerar esa casa como mi casa", dice. Porque su verdadera casa era sin duda la otra, la que habían abandonado. Este, un refugio de emergencia, transitorio, más un cautiverio que un hogar, provisto solo de lo imprescindible para sobrevivir. Y el que, hoy convertido en museo, paradójicamente todos conocemos como "la casa de Ana Frank". Es que allí, entre esas paredes, ocho refugiados: Ana, sus padres, su hermana Margot, los esposos Van Daan y su hijo Peter y el señor Dussel, un dentista, durante más de dos años debieron convivir en situaciones límite. Debatiéndose entre el temor de que los atrapara la Gestapo y la esperanza de salvarse. Visita inolvidable. En la ya muy lejana primavera de 1981, tuvimos oportunidad de visitar, en Ámsterdam, esa casa-museo. Nos dejamos conducir ahora por las vivencias de entonces, nítidas aún en el recuerdo, y volvemos a recorrer sus habitaciones: el dormitorio de los esposos Frank y Margot, el de Ana y el señor Dussel, el del matrimonio Van Daan y al mismo tiempo cocina, el reducido "cuarto de aseo", el desván... A cada paso creíamos percibir las voces de sus moradores, débiles, sofocadas, respetuosas de las consignas de silencio que se imponían mutuamente, en especial durante el día, para no despertar las sospechas de quienes trabajaban en los locales contiguos. Y sus sobresaltos cada vez que un movimiento extraño, imprevisto, hacía cundir el pánico ante la posibilidad de ser delatados y descubiertos, como finalmente ocurrió. O expresiones irascibles, pequeñas rencillas, roces inevitables entre seres humanos confinados en el estrecho reducto, resolviendo cada cual los problemas que las mismas circunstancias suscitaban de manera diferente porque dispares eran también sus caracteres, edades y educación. Y los proyectos que, a pesar de todo, seguían alimentando como mecanismo de defensa para sostenerse en el vacío, aferrándose a la esperanza de un desenlace feliz. En la habitación que Ana debió compartir con el señor Dussel, último en ingresar al refugio, las paredes aún conservaban las fotografías de artistas que la joven pegó para decorarlas. Y la mesita, que los dos se disputaban porque les servía de precario escritorio, nos sorprendió como si se tratara de una vieja amiga con la que de improviso nos reencontráramos. Parecía aguardar todavía que Ana se sentara a continuar escribiendo las páginas inconclusas de su Diario. Desde la elevada torre de una iglesia cercana, el tiempo anunciaba su fuga impostergable hacia el pasado. Nos traía reminiscencias del carillón de la Westertorn que, puntualmente, cada cuarto de hora invadía el anexo con sus vibrantes sonidos. A Ana le infundía confianza y la rescataba del miedo al silencio nocturno. Hasta que fue condenado a contribuir con el sacrificio de su fundición al acopio de material bélico, y reinó de nuevo el silencio. ¡Cuánto echó ella de menos la fiel compañía del carillón! Paraíso perdido. Más allá del anexo, casi oculto por las gruesas cortinas que entonces camuflaban las ventanas, el exterior seguía existiendo. Era lo vedado, el paraíso perdido, pero con el que Ana nunca interrumpió la comunicación. Sus mensajes burlaban la clausura y ella sabía descifrarlos. Un trozo de cielo, el sol, la luna, las estrellas, contemplados a través de exiguas aberturas, le hablaban de la magnificencia de la creación. Y un árbol, el castaño del jardín, el que hoy buscaríamos en vano porque ya tampoco está allí, se transformaba para Ana en un interlocutor silencioso y a la vez elocuente en su lenguaje vegetal: "...el castaño aún no ha echado hojas..." "...se viste de verde y se ven algunos brotes por todos los lados." "...está en plena floración, de arriba abajo, con sus ramas pesadamente cargadas de follaje; está mucho más hermoso que el año pasado." El ejemplo del milagro de la vida que se reitera y pugna por alcanzar su plenitud a pesar de la devastación provocada por la guerra, debía infundirle ánimo para persistir en la lucha. En mayo de 1945, sin embargo, las privaciones y sufrimientos en un denigrante campo de concentración acabaron con su voluntad de vivir. El castaño, su castaño, débil, aquejado de enfermedades, resistió hasta agosto de 2010. Lo abatieron finalmente las fuerzas ciegas e implacables de la naturaleza. A Ana, la insensatez, la crueldad y el odio de los hombres. La Fundación Ana Frank se preocupó por rescatar retoños del castaño y plantarlos en distintos lugares. Seguirán vistiéndose de verde, prodigando sus ofrendas generosas de flores y de frutos en memoria del que identificamos con Ana y cuya presencia testimonial se prolongó hasta nuestros días. De Ana, conservamos su Diario. En él, a pesar de la denuncia que encarna, continuarán floreciendo su optimismo, su esperanza y su fe inquebrantable en un futuro mejor para la Humanidad: "...un día volveremos a ser seres como los demás y no solamente judíos." "Lo que me asombra es no haber abandonado por completo mis esperanzas, que parecen absurdas e irrealizables. Y sin embargo me aferro a ellas a pesar de todo y sigo creyendo en la innata bondad del hombre." "...al contemplar el cielo pienso que todo esto cambiará y volverá a reinar la bondad, que hasta estos crueles días acabarán, y de nuevo el mundo se encaminará por los senderos del orden, el sosiego y la paz."+ (PE/LNP) Nota. Editado por "La Nueva Provincia, diario de Bahía Blanca, el 3 de octubre de 2010. (*) Elba L. Encinas, Licenciada en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional del Sur (UNS). Reside en Bahía Blanca. Ver PreNot 9302 del 110106 "Un mensaje diferente. Ser o no ser como todo el mundo". PreNot 9374 110224 Agencia de Noticias Prensa Ecuménica 54 291 4526309. Belgrano 367. Cel. 2914191623 Bahía Blanca. Argentina. www.ecupres.com.ar asicardi@ecupres.com.ar |