Una vez al año nos encontrábamos en Córdoba y así conocí a monseñor Angelelli. Una noche de mucho frío, hicimos una fogata y los curas nos colocábamos alrededor, mientras Angelelli cebaba mate, e iba por la ronda entregando un mate a cada uno. Lo recuerdo encorvado, con un viejo poncho marrón bastante raído. Hablaba poco, pero cada vez que hablaba todos los escuchábamos con muchísima atención. Era un obispo, y que esté un obispo con nosotros nos daba sentido de Iglesia, porque la mayoría de los obispos no nos entendía. Angelelli era un obispo profundamente comprometido. La religión -para él- no quedaba sólo en el culto, sino que soñaba transformar las estructuras. Recuerdo que en una oportunidad contaba el entierro de un hachero, que había trabajado toda su vida con la madera, pero era enterrado en el monte sin un cajón. No había madera para él. Me enteré de su muerte y me conmoví profundamente: murió en el asfalto, mirando al cielo con los brazos abiertos. Para mí, es un mártir, un santo que la Iglesia debería reconocer. A veces para la iglesia los hombres muy comprometidos son molestos. Angelelli es un faro de luz. Ojalá hubiera obispos con ese compromiso y con esa humildad. Son los hombres que siguen coherentemente a Jesús.+ (PE/Telam) |