viernes, 30 de septiembre de 2011

Cuba la isla argentina en el Caribe Che Guevara Mario Goloboff Julio Cortazar

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Ejes culturales

Año 4. Edición número 175. Domingo 25 de septiembre de 2011

 

Por    Mario Goloboff, escritor

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Alguna vez, durante los exiliados setentas, inquirido por una obra suya que comienza y termina allí, escuché decir a Carlos Fuentes para la televisión francesa, en el programa Apostrophes del inteligente Bernard Pivot y ante su inocultable asombro, que “por supuesto, así pasa, porque París es la capital (se suponía que cultural) de América Latina”. Años después, por una radio también francesa, y frente a la demanda de un extrañado entrevistador sobre por qué escribía ahora en ese idioma sus románticas novelas, Héctor Bianciotti, cordobés de origen, contestaba, con una pronunciación que parecía, no obstante, recién atravesada por los Pirineos: Vouz-savez, monsieur, c'est parce que le Français c'est la langue de l'amour (“Sabe usted, señor, es porque el francés es la lengua del amor”).

Se ve que esta singular “geocultura” nos preocupa: quedan páginas de la vanguardista revista Martín Fierro con una célebre discusión de los muchachos de entonces sobre lo que La Gaceta Literaria de “la sedicente nueva generación española” llamaba el “meridiano cultural de América” y situaba, naturalmente y para enojo de nuestros mayores, en la metropolitana Madrid. Participaban en ella, de este lado, Jorge Luis Borges (“¿Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica?”), Raúl Scalabrini Ortiz (“La implantación de un meridiano. Anotaciones de sextante”) y algunos bromistas que abundaban, quienes, firmando Ortelli y Gasset (“A un meridiano encontrao en una fiambrera”), entre otras lindezas escribían: “Una cosa es correr un toro en Calatayud y otra es afanar gallinas en Tronador e intervenir un pesao en Nueva Chicago o cuerpiar la yuta en Grito de Asencio o hacer un acomodo de prepo con la grela más relinchada de Giribone…”.

Siempre la cuestión me atrajo sólo informativamente, a fin de ver cómo se movía la ideología cultural del continente. Hasta que, con cierto retardo, admito, conocí Cuba, y tuve una visión distinta, como no la había tenido antes desde Santiago de Chile, desde Lima, desde Bogotá ni desde México D.F. Pienso ahora en el mentado asunto, el de por dónde pasan realmente nuestros ejes culturales, dónde se asimila y macera lo que viene del exterior, dónde lo que de nosotros nace y se forja de una manera autónoma e independiente. Y empiezo a creer que ello sucede en todas las ciudades capitales nombradas y en muchas más. Y, sobre todo, tierras adentro de nuestra América, si por cultura entendemos la savia que un pueblo produce, si es todo aquello que el cuerpo y la mente de los hombres han ido creando para sobreponerse a la naturaleza, para establecer mejores relaciones sociales y para enaltecer “lo humano” de la especie.

Una defensa de la cultura nacional y latinoamericana supondría, entonces, como primer objetivo valorizar el trabajo. El físico y el intelectual, el colectivo y el individual, el nacional y el regional, el sencillo y el sofisticado, el implícito en la denominada cultura de masas y el explícito en la cultura de las elites. Debiera haber, pues, en nuestros países, una política de defensa y también de apoyo, de aliento a la actividad creadora en las diversas prácticas productivas, incluidos, ciertamente, las tareas y bienes educativos, científicos, técnicos y artísticos. Y facilitar el acceso a ellos de todos los integrantes de la sociedad, acceso que debe comenzar en la escuela como fundadora del saber de la comunidad. Por lo que ésta enseña y transmite: en especial, la lengua, malla inconsciente, cemento material e invisible que nos une a nuestros semejantes.

¿Sería muy impropio decir que eso es lo que vi o me pareció ver en lo que plasmó Cuba? ¿Que, en medio de las dificultades económicas, productivas y ambientales que padece por razones políticas, geográficas, ha venido asegurando un nivel educativo y cultural de primer orden, cada día más abierto a América Latina y también a la modernidad y al mundo? Y, dentro de ese vasto espectro o quizás a consecuencia de él, no dejó de sorprenderme el comprobar hasta qué punto se ha ido transformando, por su política editorial, por sus preocupaciones respecto del entorno, por la presencia viva allí de nuestras culturas continentales e insulares, en uno de los principales ejes (quizás, con esa fuerza, me arriesgo a pensarlo, al que sólo pueden parangonarse México y Buenos Aires) de nuestra América en el campo cultural.

Fue enriquecedor hablar y, sobre todo, escuchar largamente a sus profundos y entrañables poetas Pablo Armando Fernández y Roberto Fernández Retamar, al etnólogo y excelente narrador Miguel Barnet, presidente de la poderosa y representativa Uneac (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), a la escritora Zuleica Romay, directora del Instituto Cubano del Libro, a Ambrosio y Jorge Fornet, codirector éste de la revista Casa de las Américas, a jóvenes intelectuales a cargo de las más altas responsabilidades culturales: Abel Prieto (licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas, fuerte especialista, entre otras sencilleces, en la obra de José Lezama Lima), y Fernando Rojas (ex director de El Caimán Barbudo), a Reynaldo González, fino escritor, grata persona, director de la ajedrecística La siempreviva, a los excelentes nuevos narradores Alberto Guerra Naranjo y Emerio Medina (guajiro de Holguín, como le dicen).

A lo que no pudo escapar mi orgullo nacional, viendo el lugar que para ellos ocupan nuestros intelectuales, nuestros artistas y escritores, en su afecto, en su admiración, en su comprensión. Emerio, justamente, a quien demandé por qué teníamos tanta presencia en Cuba, a diferencia de otros escritores y artistas geográficamente más cercanos, mexicanos o colombianos, por ejemplo, me contestó: “Porque ustedes no nos hacen sombra, con ustedes nos complementamos”.

Son, claro, interpretaciones personales, como lo es también, y quizá muy subjetiva, mi impresión. En todo caso, relato lo que viví por haber sido invitado a formar parte del Jurado de la décima edición del Premio Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar, que se otorgó el último 26 de agosto –día de su nacimiento– en La Habana. Dicho sea casi al pasar: el único país latinoamericano que conozco que tiene establecido un premio literario con el nombre de un escritor de otro, para más, argentino.

Quizá pueda entenderse todo esto por lo que me respondió una amiga cubana al borde del intenso Malecón, en un apabullante atardecer de agosto, cuando le pregunté cómo sobrellevaban con tanto optimismo las actuales privaciones y las comparaciones ante el creciente turismo internacional que disfruta de la isla: “Es que los cubanos no conocemos la envidia, chico”, dijo, rejuveneciéndome con ese “chico” que hace tiempo no oía.

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