En nombre de La Polilla
Enviado el: Miércoles, 02 de Noviembre de 2011 10:36 p.m.
MEDIOS DE DOMINACIÓN: Un punto de vista desde la Argentina
por Juan José Oppizzi Los últimos cien años fueron testigos de un fenómeno sin precedentes para el mundo: el desarrollo de los medios de comunicación masiva. Los diarios se perfeccionaron, la radio y la televisión irrumpieron con una fuerza que nadie podía imaginar –excepto, claro, Julio Verne– y el signo básico de todos ellos fue la velocidad; tanto más pasa el tiempo, tantos más son los elementos puestos al servicio de la rapidez en la transmisión de todo lo que constituye noticia o conocimiento compartible. Tal característica, que al principio era poco menos que inadvertida, hoy se vuelve objeto de investigaciones; la velocidad en la migración de datos va influyendo sobre el curso de la historia. Ningún hecho importante tarda menos de unos minutos en difundirse a través del planeta. Y a esto se le agrega que cualquier hecho, aun el menos relevante, puede ser investido de una trascendencia enorme, como así llegar a quitársela, aunque la posea, si los medios de comunicación se lo proponen. La evolución de las herramientas comunicacionales –y aquí no se habla necesariamente de camino en ascenso, sino de proceso a secas– empezó a crear valores nuevos: lenguaje, ritmo, argumento, en quienes están en contacto con ellas, es decir en el vastísimo campo de los televidentes, radioescuchas y lectores. Los cantos de la publicidad, los lemas, las frases hechas, los chistes, los giros idiomáticos, todo lo que se difunde, acaba implantado de distintas maneras en los receptores de información. Este hecho, lejos de ser algo sorprendente, es la consecuencia directa del propio mecanismo de la comunicación. Para los receptores de datos, el medio que se los proporciona adquiere una categoría especial; su condición ya lo pone en un sitio importante; sus afirmaciones tienen la particularidad de ser nuevas –o de parecerlo– y, por lo tanto, lo hacen una fuente de la que dependen con exclusividad. La expansión de los medios masivos fue provocando varios otros efectos laterales. Uno de ellos es la poca duración de sus propuestas. Los cantos de la publicidad, los lemas, las frases hechas, los chistes, los giros idiomáticos, tienen una vida efímera; se prolongan apenas unas semanas, o a lo sumo unos meses, y después son reemplazados. Rara vez quedan fijos en la audiencia como para formar un elemento cultural duradero. Los video-clips sintetizan esa característica, a través de imágenes y de sonidos vertiginosos. El efecto de esta modalidad transmisora es el de la anestesia: los receptores no captan puntualmente nada; su registro es totalizador y difuso; millones de palabras, colores, figuras, etc, pero ninguna idea y menos aún conceptos. La velocidad en la transmisión también produce otra consecuencia: que vaya más rápidamente que los hechos mismos. La necesidad de llenar espacios informativos no siempre se ve satisfecha por el curso de la realidad, puesto que ella no tiene por qué responder a pautas humanas, entonces los medios fabrican hechos a partir de insignificancias. Para que esas nimiedades tengan la resonancia fáctica requerida, deben falsear las escalas de valores mediante una presentación adecuada: contexto, enfoques, términos. Y si no hay siquiera acontecimientos mínimos para transmitir, se apela a la hipótesis y se la rodea con iguales aderezos, lo cual provoca idéntico efecto y la audiencia no repara en la falta del hecho en sí. Algo cada vez más frecuente es la llamada participación de los receptores en los programas que consumen. El espectador de los medios es, en apariencia, cada vez menos espectador y más protagonista; hay reportajes a gente a la que se denomina común (término que indirectamente busca definir a los que trabajan en los medios como seres fuera de lo común), actuaciones, opiniones. Pero ¿es realmente una participación? Lo que se ve en la mayoría de los casos es cómo los supuestos protagonistas son inducidos a determinadas actitudes. No es el libre desenvolvimiento; es el manejo de las conductas y de las opiniones según el criterio del lugar a donde caigan. Con un estímulo feroz del vedetismo, una sutil manipulación, los espectadores-protagonistas se encuentran en la instancia de ser foco de una audiencia colosal, o sea en el lugar que los propios medios se encargan de promocionar como el mejor, el privilegiado, el único que garantiza reconocimiento. El summun de la participación del público en los medios ha conformado lo que se denomina “Reality show”, aparatoso nombre en inglés, que en español castellano significa “actuación real”. Se trata de juntar un grupo de hombres y de mujeres en un lugar cerrado y de mostrar todo lo que hacen, día y noche. En general, se monta un sistema de votos por parte de la audiencia, para ir seleccionando por descarte, en ciclos más o menos breves, a los que deben quedarse o irse. Por sus características, estos programas han llevado el nombre de “Gran hermano”; alude a un personaje de la novela “1984” de George Orwell (seudónimo del escritor británico Arthur Blair), donde se describe un mundo sometido a una dictadura que ejerce su poder a través de innumerables cámaras de video, observando, sin pausa, la actividad de los ciudadanos; el “Gran hermano” es la cara del régimen, que ordena cuándo dormir, despertar, comer, trabajar, etc. La existencia de los “Reality shows” ha traído muchísimas discusiones, aunque en verdad cuesta creer que en torno de ellos valga la pena discutir algo; pocas veces los medios han hecho algo tan directo, o sea que tan directamente revele su crudo utilitarismo: enjaular humanos para gozo del morbo colectivo. Pero en este ejercicio de zoológico se ha puesto en evidencia algo que sí llama la atención: que no sucede nada. Se trata del primer espectáculo del mundo en donde no hay acción alguna, salvo los esperables escarceos sexuales, que la audiencia bebe con desesperación voyeurista. Invirtiendo su eventual argucia de fabricar una noticia cuando no la hay, los medios aquí hacen una nada a partir de elementos existentes. Y es una situación dada en bandeja por la realidad. El vacío que se aprecia es el vacío que ha quedado en vasto número de gente tras haberse nutrido con lo que los medios imponen. Gran parte de la sociedad nuestra ya claramente los efectos de este trabajo secular. Por lo tanto, el fastidio –debería ser terrible alarma– que sienten muchos ante la existencia de las “actuaciones reales”, es el que sienten ante una muestra de lo que es la verdadera existencia de otros muchos: individuos abúlicos, que dormitan o hablan intrascendencias, que intrigan desganadamente, que no atinan ni a armar una actuación pintoresca. Hay millones de hombres y de mujeres que viven así; lo único que hace la cámara es tornarlos visibles. Al ver el resultado, se podría creer que se trata de una degradación sin sentido. ¡No! El hombrecito o la mujercita abúlicos tienen finalidad destacadísima: son el ideal de consumo pasivo. Son los individuos que, mecánicamente, adquieren los elementos, materiales o conceptuales, entregados por gigantescos centros de poder. No por casualidad existen conglomerados multimedios (diarios, televisoras, radios, revistas, sitios de Internet), propiedad de una sola persona, cuando no de un reducido grupo de socios. La concentración en pocas manos es una de las claves en el armado de la red mercantilista que azota al mundo. Estos monstruos comunicacionales proclaman ser el vivo despliegue de la libertad de expresión, y abonan su argumento con el hecho de que, para el público, los diarios, televisoras, radios, revistas o sitios de Internet de un solo dueño jamás revelan esa pertenencia común. Los intentos, por parte de algunos estados, de controlar esta voracidad, son difundidos como atropellos a los derechos civiles y como avances de la censura., cuando en verdad los multimedios, entrando en cada vivienda, con letra, imagen y sonido para bombardear a cada habitante con la información que se les ocurra, invaden, anulan la independencia de criterio, desconocen el respeto a los ciudadanos y aplican una censura rigurosa a todas aquellas ideas lejanas de sus puntos de vista. El nombre, “Gran hermano”, de la emblemática especie de programas es un anuncio de lo que puede aguardarnos si no detenemos el desarrollo de esas fábricas de autómatas. |
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Lic. Rosa Cristina Báez Valdés "La Polilla Cubana"
Moderadora Lista e-mail Cuba coraje y Coordinadora de la Red Social Hermes para Cuba y A. Latina
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