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Los rengos de Perón Lopez Rega AOI Frente Lisiados Peronistas Jose Poblete discapacitados torturados Moffat Alejandro Alonso el Olimpo Obediencia debida Punto Final Chaubloqueo Museo Che Guevara
Más o menos por esos días, un quinceañero ciego llamado Alejandro Alonso y su amigo del barrio Aníbal Perón (sobrino nieto del general: su madre había tenido que usar el apellido de soltera para que la dejaran parir a su hijo en 1956) llegan a una casa en Belgrano a encontrarse con dos chicas. Unos días antes, en la Biblioteca para No Videntes de Almagro, Alonso había oído hablar de una chica hermosa que iba a la biblioteca, acompañada de una amiga igual de linda que le hacía de lazarillo. Aníbal consiguió el teléfono y partieron los dos a la cita en casa de Mónica Brull. Efectivamente, Mónica y su amiga Trudy Hlaczik eran preciosas, pero Aníbal no alcanzaba a darse cuenta de cuál era la ciega porque ambas se movían con la misma soltura por la casa. Los padres de Mónica Brull la habían convencido de que, para estudiar y estar a la par de los “normales”, no tenía que salir a la calle. Alejandro Alonso no era ciego de nacimiento como ella: hasta los doce años jugó a la pelota en la calle, a pesar de los anteojos culos de botella que debía usar, y cuando un desprendimiento de retina lo dejó ciego se negó a vivir encerrado. Le contó a Mónica que estudiaba en la nocturna, que pertenecía al centro de estudiantes, que sus padres habían sufrido persecución por peronistas, que su amigo Aníbal era sobrino nieto del General y que había escuchado en la tele que un grupo de discapacitados pedían por una ley laboral para personas con problemas físicos: ahí tenían que ir los dos. O los tres, porque Trudy quiso ir con ellos.
Así llegaron al Instituto Nacional de Rehabilitación, en la calle Dragones y Mendoza, Bajo Belgrano, y a su escuela de oficios para discapacitados llegados de todas las provincias y de países vecinos. Así conocieron a José Poblete, el dínamo de esta historia, un chileno sólo tres años mayor que ellos, que había perdido las dos piernas en un accidente ferroviario y había llegado hasta Buenos Aires para volver a caminar aunque fuera con piernas ortopédicas. Pepe Poblete luchaba para que se aprobara la ley 20.923, que obligaría a toda empresa privada, estatal o mixta a tener un 4 por ciento de personal discapacitado. Pepe Poblete quería trabajar para traer a sus seis hermanos de Chile. No quería trabajo de lástima: quería un trabajo de verdad, de persona “normal”. Pepe Poblete tenía una energía y una convicción contagiosas. Les contó a sus nuevos amigos que por eso había sido la protesta en el túnel de Libertador, y que ahora que la ley iba a ser aprobada, tenían que ir a pelear por esos trabajos “normales”.
Y eso hicieron. Mónica consiguió trabajo en una fábrica de cueros, Pepe en Alpargatas, Alonso en el Banco Provincia (donde lo pusieron en una oficina de subsuelo con los “impresentables”, desde discapacitados a homosexuales). Pepe los convenció de que siguieran reuniéndose en el Instituto donde formaron la Unsel (Unión Socioeconómica del Lisiado) y el Frente de Lisiados Peronistas, para el que donaban parte de su sueldo, con eso compraron un mimeógrafo y empezaron a militar. Había paralíticos, rengos, mancos, ciegos, sordomudos y hasta un parapléjico campeón de ajedrez. Hacían un taller de lectura, iban juntos al cine, iban a bailar a Chelovesco, un boliche secreto en Lanús de gays y travestis, donde dejaban entrar a los “diferentes”. Cuando López Rega los hizo echar del Instituto, se unieron al grupo Cristianos para la Liberación. Ya usaban nombres de guerra, ya practicaban técnicas de fuga por si les caía un operativo. Con el golpe militar y la derogación de la ley 20.923 perdieron sus trabajos y salieron a vender tarjetas de Navidad en los trenes. Además de vender, hacían obleas a mimeógrafo en un taller clandestino y después las pegaban en los baños de bares y estaciones, en los respaldos de los asientos de colectivo, en las ventanas de los trenes, en los postes de las paradas.