jueves, 19 de noviembre de 2015

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Más o menos por esos días, un quinceañero ciego llamado Alejandro Alonso y su amigo del barrio Aníbal Perón (sobrino nieto del general: su madre había tenido que usar el apellido de soltera para que la dejaran parir a su hijo en 1956) llegan a una casa en Belgrano a encontrarse con dos chicas. Unos días antes, en la Biblioteca para No Videntes de Almagro, Alonso había oído hablar de una chica hermosa que iba a la biblioteca, acompañada de una amiga igual de linda que le hacía de lazarillo. Aníbal consiguió el teléfono y partieron los dos a la cita en casa de Mónica Brull. Efectivamente, Mónica y su amiga Trudy Hlaczik eran preciosas, pero Aníbal no alcanzaba a darse cuenta de cuál era la ciega porque ambas se movían con la misma soltura por la casa. Los padres de Mónica Brull la habían convencido de que, para estudiar y estar a la par de los “normales”, no tenía que salir a la calle. Alejandro Alonso no era ciego de nacimiento como ella: hasta los doce años jugó a la pelota en la calle, a pesar de los anteojos culos de botella que debía usar, y cuando un desprendimiento de retina lo dejó ciego se negó a vivir encerrado. Le contó a Mónica que estudiaba en la nocturna, que pertenecía al centro de estudiantes, que sus padres habían sufrido persecución por peronistas, que su amigo Aníbal era sobrino nieto del General y que había escuchado en la tele que un grupo de discapacitados pedían por una ley laboral para personas con problemas físicos: ahí tenían que ir los dos. O los tres, porque Trudy quiso ir con ellos.