Lecciones de Batalla
Carta al amigo ausente
Querido amigo:
Esta carta que nunca llegará a tus manos, o que quizás no termine de escribir y simplemente agonice en algún rincón perdido de los cajones de mi escritorio, sencillamente pretende arrancar del olvido esa época, quizás la más maravillosa de nuestras vidas. Estas líneas sólo intentan evocarte después de tanto y tanto tiempo, procuran demoler la muralla del olvido. Te quiero decir que pese a los años no sólo te recuerdo y te tengo presente, sino que, y creo que es lo más importante para los dos, sigo siendo el mismo tipo que conociste una noche de febrero de 1972 en el mítico Bar de Martín, ese bar y pizzería donde se solía reunir toda la izquierda militante de la zona y en la que, años después, ya en plena dictadura, se fundó la Asociación Deportiva Berazategui, el club de fútbol que lleva camiseta naranja en honor a la legendaria lista naranja de la comisión interna de Rigolleau. Ironías de la vida, la mayoría de los hinchas de Bera no conocen el origen del color de la camiseta de sus amores.
Me sonrío al evocar ésa, mi primera reunión en la orga, el saber que éramos parte de algo mucho más grande y más importante que nos hermanaba. Me acuerdo que en el transcurso de la reunión surgió una tarea y como todo novato fui el primero en ofrecerme, todos se miraron y “Bigote” dijo: “Está bien, que vaya con Beto”. Rápidamente nos pusimos de acuerdo para encontrarnos al otro día en el ya desaparecido Medio Caño, una parada de colectivos que había en 14 y barrera de la ciudad de Berazategui, a las cuatro en punto. ¿Sabés una cosa? Cada vez que paso por ahí me acuerdo de vos.
Vos sabés que mi deuda de gratitud contigo es imposible de medir. Igual los recuerdos rebeldes suelen atravesar mi nostalgia. ¿Te acordás? Vos hacías fotografía, yo practicaba ciclismo y a los dos nos llamaba la atención lo que hacia el otro, hasta que terminamos con aquel extravagante canje de una bicicleta por una cámara de fotos (una Kiev rusa que terminó sus días extraviada en un taller de reparaciones). Todavía me sonrío al recordar tu andar inseguro y la risa nerviosa cuando te bajabas de ese metálico caballo con dos ruedas.
Ahora que lo pienso nunca supe tu nombre y para vos yo siempre fui “Cesar”, conocías mi casa, yo conocía la tuya, cuando la urgencia militante nos daba un respiro, estábamos tomando mate, arreglando una bici o simplemente hablando de fotografía. Lo más que llegué a saber de vos es que trabajabas en una firma importadora de material fotográfico en capital, vos sabías que trabajaba en la construcción y “estudiaba” de noche. De todas maneras eran épocas de pocas o ninguna pregunta. ¿Te acordás de la noche que estábamos con los compañeros bloqueando las puertas de la Cristalería Rigolleau? Había que impedir que la Guardia de Infantería desaloje a los obreros en huelga. Nos comimos los gases de la cana y la apretada de la patota de la burocracia del Sindicato del Vidrio y hasta alguno cayó en cana (esa vez y, como tantas otras veces, cayó Ernesto, pobre, tenía una puntería terrible para caer en cana). A pesar de todo, nosotros nos cagábamos de risa. Si hay algo que rescato de esos años, entre tantas otras cosas, es la enorme felicidad y alegría que le poníamos a todo. Hoy que lo veo a la distancia me doy cuenta que no fue por inconsciencia o por un impresentable culto a la muerte como llegó a decir algún intelectualoide del establishment. Por sobre todas las cosas éramos profundamente felices de sentir que estábamos construyendo un mundo nuevo, una sociedad diferente, soñábamos que de alguna manera éramos una pequeña parte del Hombre Nuevo.
¿Te acordás del golpe militar? En los días previos estuvimos recorriendo todas las fábricas de la zona tratando de entrevistarnos con las comisiones internas, había que resistir, buscábamos desesperadamente nuevas formas de militancia. Desgraciadamente no fuimos capaces de anticiparnos a tanta barbarie.
No puedo borrar de mi memoria el día que fallaste a la cita, me dije “Qué cagada, ¿Ahora cómo lo encuentro?” Dejé pasar los exactos cinco minutos y me tomé el primer bondi que pasó. Al otro día te fui a buscar al ya previsto de antemano chequeo y, cuando no apareciste, las sombras invadieron mis pensamientos, eran los días en que todo era difícil, los contactos orgánicos eran un sueño (y a veces una pesadilla porque no sabíamos con qué o quién nos íbamos a encontrar) por eso estábamos tan aferrados a los pocos contactos seguros que nos quedaban. Me fui a casa a buscar una salida al terrible laberinto, el que todavía no conocía en toda su dimensión. Dejé pasar un día y a la tardecita, apretando muy fuerte con mi mano derecha a “Rebeca”, que siempre me acompañaba a todas partes para no sentirme tan solo y contradiciendo las normas de seguridad, tomé la difícil decisión de ir a tu casa, sin pensar en otra cosa que encontrarte. La puerta del pasillo abierta de par en par fue el primer indicio, no sólo se abría una puerta, sino también una herida muy difícil de cerrar… Pasé de largo lentamente, los nervios me devoraban, mi mano derecha casi ahogaba a “Rebeca”. De golpe, no sé cómo ni porqué, volví sobre mi rastro y con paso decidido me encaminé por ese pasillo que nunca me pareció tan largo. Tu casa, que era casi mía, estaba destrozada, la puerta rota, las cosas por el piso, mucho más no pude mirar, una lógica de supervivencia me hizo volver sobre el camino andado. Al llegar a la calle mi desesperación cobró su real dimensión en el momento en que vi que un chico de seis o siete años me miraba con el espanto dibujado en su rostro. Caminé a paso vivo, troté, empecé a correr ligero, te juro que no sentía pánico, pero el vacío que se me abría en el alma era mucho más fuerte que la suma de todos los miedos.
Llegué a casa sin saber cómo, agitado, dejé a “Rebeca” sobre la mesa, por su brillante y metálico empavonado se deslizaban las gruesas gotas de mi transpiración, me senté con la cabeza entre las manos y por primera vez en mi vida militante no supe qué hacer ni qué decir.
Todavía hoy no sé en qué momento me resigné a saber que ya no habría ni una nueva cita ni reunión ni nada más. De alguna manera comencé a vivir con tu recuerdo como una cálida presencia. Tiempo después me enteré que a tu compañera la patota la había tirado abajo del tren y de tu hijo no supe nunca más nada. Por algunas palabras sueltas tuyas yo sabía que tu mamá tenía un almacén cerca de la barrera y avenida Varela. Cuando lo descubrí, pasé mil veces por la puerta y jamás me animé a entrar. Al tiempo, el negocio cerró y así perdí la última única pista que tenía de vos.
Cada vez que veo las fotos de los compañeros que ya no están, te busco, nunca te pude encontrar, ni siquiera un rastro, un dato, nada. Sos uno de los tantos que se perdió en la larga y siniestra noche de la dictadura.
Recién después de mucho tiempo me di cuenta que vos eras la única persona que sabía dónde vivía, dónde trabajaba, en qué lugar podía llegar a estar cubierto por unos días, sin embargo a ninguno de esos lugares llegó nunca ningún esbirro a buscar nada. Ahora soy consciente de que tu silencio tiene que haber lastimado a tus verdugos muchísimo más que lo que ellos te lastimaron a vos. Sí, ya sé, me vas a repetir lo que aprendimos con el querido Ernesto Giudici, que decía que “la lucha de clases sigue en la mesa de tortura”, pero vos sabés que yo veo todo con otros ojos porque, para mí, tu obstinado, terco y elocuente silencio fue el que permitió que ahora yo te pueda escribir esta carta, que vos nunca vas a poder leer, pero me queda la ilusión de que en medio de tanto horror la pudiste imaginar mientras, como siempre, te reías con esa risa tímida y nerviosa.
Villa España 29 de agosto de 2011.
Por Guillermo Berasategui