martes, 31 de julio de 2007

Huesos, esa enciclopedia de lo ocurrido Argentina Desapariciones exhumación del Che Guevara equipo antropológico




Los exhumadores de historias

Hace algunos años escribí un artículo sobre el EAAF para la revista española Planeta Humano, a instancias de mi maravillosa amiga Ana Tagarro. Ese texto sigue siendo lo que más me enorgullece de toda mi carrera periodística, por el trabajo que me demandó y por la gente que me obligó a conocer. Lo incluyo aquí a pesar de su longitud, a sabiendas de que se trata de una historia increíble que vale la pena desde el principio al fin:

...we thrive on bones; without them there'd be no stories.
Margaret Atwood, The Blind Assassin

Los huesos están hechos de la misma materia que el resto del organismo. Sólo que más fuerte. Apenas concebidos somos invertebrados. Rápidamente, algo en nosotros se endurece. Producimos más colágeno y fosfato de calcio; una vocación de durar.
Esa crispación nos permitirá erguirnos, andar, protegerá nuestros órganos más delicados –corazón y cerebro. Cuando todo lo demás se haya ido, cuando la sangre seque y la carne se deshilache y las uñas se vuelvan ligeras como el ala de una polilla, polvo entre el polvo, ellos estarán.
Somos nuestros huesos. ........................................................................

Esta es una historia singular. Lo es porque mezcla componentes insólitos -huesos, marchas contra el FMI, exterminadores de cucarachas, iglesias suecas, un hombre parecido a Robert Redford-, pero ante todo porque habla de heroísmo en un país que dedicó sus últimos treinta años a desactivar la noción de que un héroe, ese atavismo, es posible.
Nunca han oído los nombres de estos héroes; los diarios de su país los ignoran, dedicados como están a menesteres del fútbol, el corazón y los mentideros de la política. Aquí van, pues, para que vayan habituándose a ellos: Patricia Bernardi, Mimí Doretti, Luis Fondebrider, Alejandro Incháurregui, Darío Olmo, Maco Somigliana, Morris Tidball. (Los nombres son importantes; somos nuestros nombres.) Todos son argentinos. Tienen entre treintaipico y cuarenta y pocos. En el momento clave de la historia eran veinteañeros, estudiantes universitarios para quienes el futuro era más corazonada que certeza.
La suya es una historia sobre la identidad. Porque mientras luchaban por saber a quiénes pertenecían esos huesos que surgían por doquier del suelo argentino –la cosecha más próspera de la dictadura-, descubrieron quiénes eran y cuál el sitio que les correspondía en este mundo fugaz.
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Diciembre, 2000. Un viejo apartamento del barrio de Miserere, en Buenos Aires, Argentina. Paredes blancas, estanterías, escritorios. Podría pasar por una oficina cualquiera, un templo del papeleo. De no ser por ciertos detalles. Un libro llamado The American Way of Dying. Un cuadro de origen mexicano, el casamiento de dos esqueletos; se los ve felices.
Patricia Bernardi me enseña un libro lleno de fotos de excavaciones. Hay muchas fotografías de Bolivia, de cuando buscaban los restos del Che. Patricia es uno de los miembros fundadores del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Se la ve en las fotos, de rodillas sobre la tierra. Quitando polvo de los huesos con una escobilla. Midiendo fémures. Tiene ojos punzantes y cuando ríe hace música. Se parece a la joven Ann Bancroft de Ana de los milagros.
Después me lleva de paseo por la oficina. El laboratorio es una estancia sencilla, con una bandeja metálica sobre la que se arman y miden y clasifican los restos óseos.
Detrás del laboratorio hay un cuarto sin ventanas. Estanterías en las cuatro paredes. Llenas de cajas de manzanas de exportación. No están llenas de manzanas, sino otra clase de frutos.
Huesos. Cada caja corresponde a los restos de un ser humano específico. Víctimas de la represión ilegal que tuvo lugar a partir de 1976 en la Argentina. Casi todos fueron rescatados de una fosa común del cementerio de Avellaneda. Figuraban en los registros como NN. (Ningún nombre, no name; los nombres son importantes.) Hasta ese entonces, la sigla NN denominaba a los restos humanos no identificados por los que nadie reclamaba. Vagabundos que mueren en umbrales. Viejos que sucumben al frío. Del 76 para aquí, NN significa otra cosa en la Argentina. Los restos óseos hallados por la gente del EAAF no pertenecen a indigentes. Los indigentes no tienen orificios de bala en el cráneo.
Hay 300 cajas en el cuarto. Trescientas fichas sin nombre.
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La Argentina siempre ha sido un sitio extraño. Un país bárbaro que produce escritores exquisitos. Un enclave latino donde se crea música de una tristeza casi báltica. De perfil agroexportador, pero abocado desde los fatídicos '70 a la exportación de drama; un manantial de historias trágicas de una concentración casi inédita desde la explosión del teatro isabelino.
Cuando Clyde C.Snow voló por primera vez a la Argentina, en 1984, su principal referencia era que se trataba de la patria de Juan Vucetich, el hombre que creó el sistema de identificación mediante huellas digitales. (Por sus frutos los conoceréis; la Argentina es, insisto, un sitio extraño.) Antropólogo forense de reputación mundial, Snow había sido invitado por el flamante gobierno democrático de Raúl Alfonsín como miembro de la American Association for the Advancement of Sciences (AAAS).
Snow aceptó porque su horizonte inmediato se había vaciado de emociones. Un hombre inquieto. Casado cuatro veces. Vive en Oklahoma. Viaje donde viaje, lo hace ataviado con su sombrero Stetson y sus botas texanas. Aunque el calor sea sofocante, como lo era en Brasil cuando llegó para identificar los restos de Joseph Mengele.
Cuando Snow viajó a la Argentina, no sabía qué clase de lugar era ese.
En su equipaje llevaba repelente para monos.
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Durante los primeros meses del gobierno de Alfonsín se vivía entre la euforia democrática y el miedo al retorno de los militares. Se manifestaba por las calles temiendo ser fotografiado, identificado y registrado como parte de las listas de futuros desaparecidos.
Morris Tidball era uno de los que marchaban a pesar del miedo. Estudiante de medicina en la Universidad de La Plata, estudiaba poco y vivía mucho. Se decía anarquista; editaba una revista mimeografiada de un solo folio, escrita a máquina, a un solo espacio y sin puntos aparte. Trabajaba como bibliotecario en un ateneo socialista, rondaba las oficinas locales de las Abuelas de Plaza de Mayo, se metía en cuanta cuestión gremial surgía dentro de la universidad; un misil que busca una fuente de calor. Rubio, alto, de ojos más claros que el día y facciones perfectas, Morris bien podría pasar por hijo natural de Robert Redford. Si se suma a esta imagen su encanto natural, se comprenderá que haya visto revolearse más faldas, delante suyo, que en una convención de imitadores de Marilyn.
Una tarde de marzo, Morris vio el anuncio de una conferencia que hizo sonar su cascabel: Seminario sobre Ciencias Forenses y los Desaparecidos. La cuestión cruzaba dos de sus intereses, el de la medicina y el de los derechos humanos. A pocos minutos de haber entrado, le llamaron la atención dos cosas. La primera fue el pésimo desempeño de la traductora. Y la segunda fue uno de los científicos del panel, el de bigotes que fumaba puro y hablaba con la lánguida cadencia de los cowboys. Tenía un aire al Broderick Crawford de Patrulla de caminos. Por sobre todas las cosas, no parecía un científico.
Cuando la traductora se quebró en llanto, abrumada por una tarea que la superaba, el misil termodirigido de Morris Tidball encontró un blanco. Descendiente de ingleses, y familiarizado con los términos médicos por su carrera universitaria, llenaba con creces el sitial del traductor perfecto para la ocasión. Pronto descubrí que el inglés de Morris era mejor que el mío, dice Snow. Los texanos tenemos nuestro propio idioma, y somos particularmente pobres con el inglés; George W.Bush es un buen ejemplo de ello.
Snow recuerda también la desconfianza que Morris le produjo. En medio de una audiencia de jueces con trajes de tres piezas, Morris se recortaba como una presencia única. Tenía el cabello largo hasta los hombros y barba de días, una remera teñida a mano, jeans y botas viejas. Parecía un sobreviviente del Berkeley de los '60. Durante toda mi exposición, recuerda Snow, temí que un escuadrón antiterrorista o antinarcóticos se llevase a nuestro flamante traductor.
Sobre el final del encuentro, la pregunta que formuló un hombre de entre el público llenó de intriga a Morris. El hombre quería saber si los huesos de un bebé de cinco meses podían disolverse dentro de un ataúd, al punto de no dejar rastros. Morris tradujo la pregunta al inglés y Clyde C. Snow sintió la misma intriga. Es improbable, respondió; dependería del tiempo transcurrido y de la acidez del suelo; necesitaría más datos para poder ser preciso.
Snow estaba a punto de irse cuando el hombre se le acercó. Se presentó como Juan Miranda. Dijo ser padre de Amelia Miranda, asesinada por la represión en 1976 junto con su marido Roberto Lanuscou y sus tres hijos de 6, 4 años y cinco meses; de acuerdo a los diarios de la época, se trataba de "cinco extremistas" que habían sido aniquilados por el Ejército durante un enfrentamiento. Apenas reiniciada la democracia este hombre había solicitado la exhumación de los cuerpos; encontró restos del matrimonio y de los hijos mayores, pero del bebé Matilde sólo ropa y un chupete. ¿Aceptaría Snow revisar esos despojos?
La pregunta quedó flotando en el aire. Snow tenía pasaje de regreso para el día siguiente.
Of course, dijo, y sin esperar traducción ofreció un empleo a Morris Tidball.
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En 1984 Patricia Bernardi estudiaba arqueología en la Universidad de Buenos Aires. Había participado de excavaciones en la ciudad de David, en Israel, y verano tras verano retornaba a Ushuaia, Tierra del Fuego, en el extremo austral del continente, para trabajar sobre restos de civilizaciones prehispánicas. Vivía sola. Había perdido a sus padres de pequeña. Su hermana se había radicado en Nueva York. Todo lo que tenía era a su abuela, que la crió, y al tío serio y distante en cuya empresa de transportes trabajaba para pagarse los estudios.
Nunca participó en política. La arqueología era su burbuja.
Todo su contacto con la realidad de la represión venía de los medios; como tantos miles de argentinos, asistió demudada a las revelaciones de la CONADEP, la comisión que el gobierno de Alfonsín creó para investigar los hechos. Supo así de secuestros, de tortura, de métodos (prácticos, casi industriales) para la disposición de cadáveres.
En ese estado de exaltación –la verdad exalta- participó de una protesta contra el FMI, organismo al que se atribuía ser el ideólogo del plan económico ejecutado por los militares. Mientras marchaba por calles céntricas de Buenos Aires se le acercó Douglas Dougie Cairns, argentino de origen escocés, como ella estudiante de antropología. Dougie era amigo de Morris Tidball. Y Morris le había mandado buscar estudiantes de arqueología que estuviesen dispuestos a dejar los libros y pasar a la práctica –una práctica que, más allá de los protocolos de la ciencia, podía ser macabra.
Hay un yanqui que quiere exhumar cadáveres, dijo Cairns a Patricia. Estaba esperándolos en un hotel para tener una reunión.
Poco después Patricia se topó con Mercedes Mimí Doretti, una de sus compañeras de estudios. Mimí también había sido invitada por Dougie. ¿Qué pensaba Patricia al respecto?
Acudieron a la cita por curiosidad.
Así, en medio de una ciudad que ardía, Clyde C.Snow propició la más improbable de las reuniones. Estaban Morris Tidball, el Redford latino. Estaba Patricia Bernardi, la Indiana Jones argentina. Estaba Mimí Doretti, que soñaba con ser fotógrafa –debilidad por las formas abstractas. Estaba Luis Fondebrider, de apenas 18 años, estudiante de antropología, que estaba allí tan sólo porque Patricia estaba allí; la hubiese seguido hasta el fin del mundo. Y estaba Dougie Cairns, en los albores de una borrachera que se tornaría fenomenal, hablando pestes de los yanquis en las narices de Snow.
Con Morris como intérprete, Snow explicó qué esperaba de ellos. Se trataba de una exhumación en el cementerio de Boulogne, en la provincia de Buenos Aires. Aplicarían técnicas arqueológicas al trabajo forense, para que la recuperación de los restos se hiciese con el menor costo posible; poco tiempo antes la Justicia había autorizado excavaciones con motopalas, produciendo rotura de huesos y pérdida definitiva de evidencia. ¿Por qué no exhumaba con arqueólogos diplomados? Porque había remitido cartas al colegio de profesionales sin recibir respuesta. ¿Habría carne en los huesos? Ya no, dijo Snow. ¿Para qué serviría su presencia, preguntó Mimí, dado que ella no tenía experiencia en excavaciones? Puedes limpiar la evidencia y tomar fotografías, dijo Snow. Si era necesario, el viejo estaba dispuesto a pagar de su bolsillo los elementos necesarios: escobillas, estacas, sogas, baldes, cucharines, cuchillos...
La conversación prosiguió durante la cena. Ninguno de ellos tenía apetito –la descripción que Snow hizo de lo que encontrarían en las fosas les cerró el estómago-, pero el buen vino y la perspectiva de que alguien más pagase la cuenta terminó desatándoles. Morris les contó del caso Lanuscou: Snow había analizado los restos de la familia y concluído que jamás había habido allí el cadáver de un bebé; los Lanuscou y los Miranda tenían un nieto en alguna parte, en cuya búsqueda cifrar esperanzas.
Pasada la medianoche se dieron las manos sin que mediase un sí definitivo. Las calles estaban cubiertas de botellas, basura quemada, jirones de banderas y panfletos contra el FMI y la banca internacional.
Dougie se abrazó a una farola y comenzó a girar como un poseso mientras gritaba yankee, go home.
Después vomitó.
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Snow está de acuerdo con que el hecho de haber aceptado la oferta de Morris –reclutar
estudiantes de antropología y arqueología dispuestos a colaborar con las exhumaciones- fue algo temerario.
Debo haber estado bajo los efectos del atroz whisky argentino, dice Snow. Si hubiese estado bebiendo algo decente, un Chivas o un buen dry martini, le habría dicho: Morris, esa es la idea más tonta que he oído nunca.
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El 26 de junio de 1984 amaneció gris. Snow y sus remisos arqueólogos se reunieron bien temprano en el lobby del Hotel Continental. Estaban todos los de la otra noche menos Luis. Los cementerios le llenaban de aprensión.
En el osario de Boulogne los esperaban policías, forenses y enterradores. Estábamos cagados, dice Patricia Bernardi, cigarrillo en mano, mientras cae la tarde sobre las oficinas de Miserere. Fue la exhumación más larga de mi vida.
Los sepultureros marcaron la fosa. Había llovido y el pasto estaba mojado. Dibujaron una cuadrícula y se dividieron el terreno. Comenzaron a trabajar con Snow echado sobre la tierra, allí como ellos.
Encontramos cosas que un arqueólogo no suele encontrar: ropa, proyectiles. Tengo una imagen imborrable, levanto la cabeza y veo las botitas de los policías allí, delante de mis narices. Nos preguntaban cosas intimidatorias: ¿Y vos qué hiciste en el 76? Finalmente di con un cráneo. Lo destapé y salí de la fosa a caminar un poco. Algunos dicen que lloré. Eso no lo recuerdo, dice Patricia.
Al poco rato hallan un hueso de formas poco familiares. Snow lo descarta inmediatamente; pertenece a un animal, dice. Morris, pícaro, lleva el hueso donde los forenses oficiales y les consulta al respecto. Después de darle una y mil vueltas, concluyen con tono doctoral que sería preciso hacer un estudio más detallado para pronunciarse.
Es de noche cuando Mimí Doretti se acerca a Luis en la universidad y le dice: necesitamos ayuda. Ahora mismo. En la morgue del cementerio. Luis piensa en la morgue, en el cementerio, en los huesos, en Patricia, en la importancia de esa identificación, nuevamente en Patricia. Se sube al auto de la madre de Mimí y viajan rumbo a Boulogne.
En la morgue Snow discute con un forense. Es su bautismo de fuego en la realidad argentina; no lo sabe todavía, pero ese hombre, como tantos de sus colegas, ha sido cómplice de la muerte en cuestión al registrar como NN a un cadáver cuyos victimarios tenían identificado. La discusión parece profesional, pero también se trata de un intento de encubrimiento. El forense dice que el agujero del cráneo se debe a una herida de bala a distancia, lo que sugiere un enfrentamiento, disparos que se cruzan, un justo ganador. Snow dice haber visto heridas similares en casos vinculados con la mafia y los traficantes de drogas. Se trata de disparos a quemarropa. Esto es, de ejecuciones.
Horas después vuelve a su país y los demás a su vida cotidiana. Patricia a la facultad y la empresa de transportes de su tío. Luis a sus estudios y a su doble trabajo: sacando fotocopias en una librería y ayudando a un amigo con su pequeña empresa de servicios de exterminación.
En sus ratos libres, Luis mata cucarachas.
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En el cuerpo humano hay 206 huesos. Cada uno de ellos, por pequeño que sea, lleva en su seno la clave de la identidad de su dueño.
Cuando se exhuma un cadáver se levanta hueso por hueso, en orden. Se los numera, embolsa, guarda en cajas y traslada al laboratorio. Allí se los lava para luego reconstruir la configuración del esqueleto. De ella depende la identificación de raza y sexo, primero, y luego de la edad.
Los ojos del forense tradicional corren siempre en busca del causal de la muerte; buscan orificios de entrada y salida, huesos astillados o rotos. En casos como los recuperados por el Equipo, donde el causal está casi dado (encontraron restos que tenían hasta once perforaciones de bala), las prioridades son otras.
Lavar. Armar. Reconstruir. Patricia pega los dientes, uno por uno, de nuevo en sus alveolos. Como si al devolverles la forma humana los aproximase a la vida.
Lo primero que hago con los huesos es tocarlos, dice Patricia.
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Snow regresó en febrero de 1985 para dirigir un taller sobre identificación de restos óseos. Con la tecnología del ADN todavía en pañales, la suerte de la identificación dependía de la existencia de datos pre mortem: radiografías, registros dentales, historia clínica de anomalías, y de recursos imaginativos como la superposición fotográfica del rostro de la persona sobre la imagen de su presunta calavera.
Ante el pedido de un juez, Snow convocó nuevamente a su equipo de estudiantes. Mimí y Patricia se mostraron remisas, pero Morris insistió y la pronta disposición que Luis mostró esta vez inclinó la balanza. El juez creía que las tres tumbas a descubrir pertenecían a Néstor Fonseca, Ana María Torti y Liliana Pereyra, todos desaparecidos durante la represión ilegal. Fonseca presentaba características osteológicas singulares: era zurdo y su mano derecha tenía huellas de bala de un accidente de caza.
Trabajaron un sábado por la mañana. (Trabajaban siempre los fines de semana para no tener problemas con sus empleos pagos; los domingos, mientras la Argentina descansaba, los miembros del Equipo exhumaban huesos.) Marcaron un perímetro con sogas. Detrás de las sogas estaban los policías, y detrás de los policías había curiosos, muchos de ellos con frazadas sobre las que sentarse y canastas de picnic.
Mimí fue la primera en reparar en una mujer rubia de jeans y chaqueta beige, que esperaba de pie al borde del perímetro. Ya habían dado con los huesos del presunto Fonseca cuando la mujer llamó a Mimí con un gesto.
Desde la fosa, Snow dijo que se trataba de los restos de un hombre con fracturas cicatrizadas en la mano derecha. Bien podía ser Fonseca.
Mimí le preguntó si estaba seguro. Snow no entendió la pregunta.
La mujer rubia de jeans es la esposa de Fonseca, respondió ella.
Hubo un pesado silencio. Alguien dijo que, después de todo, la mujer tenía derecho a saber. Snow frunció el ceño –la situación era altamente irregular, de acuerdo a los procedimientos a que estaba acostumbrado-, pero aceptó que la mujer llevaba siete años esperando noticias y que prolongar su espera sólo podía ser cruel.
La invitaron a aproximarse. Snow le enseñó las fracturas de la mano derecha del esqueleto. Mimí le mostró las pequeñas deformidades en los huesos de la mano izquierda que son patrimonio de todos los zurdos.
Metros más allá, Morris había dado con el cráneo de la mujer a quien se presumía Liliana Pereyra. Al descubrirlo lleno de perdigones de escopeta, salió del foso y se echó a llorar.

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Pragmático como siempre, Snow acuñó una frase que se volvería lema.
Debemos excavar de día y llorar de noche.

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Hijo de un médico rural, Snow creció en el asiento trasero del auto de su padre, en perpetuo movimiento entre consulta y consulta. Sus amigos lo llamaban Little Doc. A los 12 años, la muerte era para él una compañera habitual. Ya sabía que los huesos no son blancos como en las películas, a no ser que hayan sido expuestos a los elementos durante el tiempo suficiente.
De naturaleza rebelde –expulsado del colegio, fue a dar a una escuela militar-, Snow estudió arqueología y antropología en la Universidad de Arizona. Un amigo le consiguió empleo en la Federal Aviation Administration, donde estudió el efecto de los accidentes aéreos sobre el cuerpo humano y sugirió una serie de modificaciones para las aeronaves y sus sistemas de seguridad. Más allá del drama siempre latente, el trabajo tenía sus momentos ligeros. Durante meses, Snow se la pasó midiendo azafatas.
Sus conocimientos en materia de huesos humanos le valieron una serie de consultas, cada vez más frecuentes, de parte de los forenses de la policía. Apenas salía a la superficie un esqueleto –y Oklahoma, llena de superficies desérticas, es un sitio más que propicio para esconder cadáveres-, los forenses revisaban sus agendas y llamaban a Snow, ese experto "que siempre parece una cama deshecha, viste botas, llega tarde a todas partes y a menudo se hace acompañar por un perro", como lo definió el sociólogo Eric Stover.
Snow fue punta de lanza de una disciplina en formación: la antropología forense. Pero su colaboración con jueces, forenses y policías no lo preparó para la experiencia que le aguardaba en la Argentina. Norteamericano al fin (Luis lo sigue llamando el americano, como si viviésemos en una novela de Graham Greene), había lidiado con crímenes pero nunca con el terrorismo de Estado. Y aunque su experiencia era vasta, había algo para lo que Patricia, Mimí, Morris y compañía estaban mejor preparados: sabían que, en la Argentina, no podían contar ni con los jueces ni con los forenses ni con la policía.
Lo sensato, en todo caso, era cuidarse de ellos.
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Para cuando Snow declaró en el juicio contra los ex comandantes (Videla, Massera, Galtieri y el resto de los que detentaron el poder durante la dictadura), sus relaciones con los estudiantes se habían puesto tensas. Snow confiaba en las promesas del gobierno argentino, por la vía de la Subsecretaría de Derechos Humanos, y en la colaboración con policías y jueces. El incipiente Equipo, en cambio, prefería reducir al mínimo su contacto con los policías. Estábamos desenterrando lo que ellos habían matado, dice Alejandro Incháurregui, otro de los históricos del Equipo.
Había habido algunos éxitos –una serie de placas radiológicas confirmó la identidad de Liliana Pereyra, cuyo cráneo lleno de plomo desenterró Morris-, pero el hecho de que los argentinos privilegiasen su relación con los parientes de las víctimas a su trato con las instituciones fastidiaba a Snow; claramente, esa no era la forma de proceder.
Snow declaró el segundo día del juicio, abril 24 de 1985. Bebió un café en el Colón, fumó unos Parisiennes –tabaco negro, el más fuerte del mercado- y subió la escalinata del Palacio de Tribunales. Esperó su turno en un cuarto aislado. No sabía nada de sus díscolos discípulos.
Patricia recibió una llamada de Mimí, que a último momento había conseguido entradas para asistir al juicio. Después de la alegría inicial, Patricia se desinfló. Calzaba zapatillas. ¿La dejarían entrar, vestida con semejante informalidad? Como no estaba dispuesta a correr el riesgo, pactó con una compañera de trabajo (la misma que la cubría cada vez que participaba de una exhumación; la mayor parte de los estudiantes pretexta exámenes para escabullirse del trabajo, pero Patricia lo hacía para desenterrar huesos) y salió a comprarse un par de zapatos.
Snow llegó al estrado más tarde de lo previsto; era el testigo número doce, y jueces, fiscales y defensores parecían agotados. Cuando le preguntaron de qué forma podía ser útil, Snow pidió que se apagasen las luces (fue la única vez, durante el largo juicio, que las partes se unieron en la penumbra) y encendió el proyector cargado con diapositivas de las exhumaciones.
Primero mostró imágenes de las excavaciones y explicó el procedimiento. (Desde el primer piso de la sala, Patricia, Mimí, Morris y Luis se vieron a sí mismos en la pantalla.) Después enseñó imágenes de un esternón perforado por una bala disparada a corta distancia, del hueso pélvico de una mujer –tenía veinte años al morir, dijo Snow- y de los dientes del mismo esqueleto. Según la madre de la víctima, le habían extraído un canino un mes antes de ser secuestrada; la foto mostraba el espacio dejado por la pieza ausente.
Cuando Snow proyectó la imagen del cráneo de Liliana Pereyra, varios de los presentes boquearon en busca de aire. El silencio era absoluto. Snow explicó que dentro de la caja craneal se habían encontrado siete perdigones de Ithaca, "la clase de escopeta que utilizan la policía y las fuerzas de seguridad argentinas". El disparo había sido efectuado a muy corta distancia. Habían tenido que trabajar dos días para reconstruir el cráneo. El análisis del hueso pelviano demostró además que Liliana Pereyra, embarazada de cinco meses en el momento del secuestro, había dado a luz en término.
Snow proyectó su último slide. No más huesos, no más excavaciones. En lugar del cráneo rajado se veía ahora un retrato de Liliana Pereyra. Una joven de veinte años, ojos oscuros, maquillaje coqueto y la promesa de una sonrisa.
El sollozo de Coqui Pereyra, madre de Liliana, ganó el centro de la sala.
Ninguna víctima tiene un testigo mejor, dijo Snow, que sus propios huesos.
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Cuando se le pregunta por sus recuerdos del juicio, Luis Fondebrider dice que nada lo impactó más que cruzarse con aquellos militares y descubrir que parecían gente común, clase media, tipos que se visten como uno y gustan de los mismos vinos.
Antropólogo al fin, prefiere pensar no tanto en los seres concretos como en los mecanismos que ayudan a darles forma. Nosotros produjimos a Videla, dice Luis. Es parte de nuestra sociedad, como lo fueron aquellos que colaboraron con él.
A Luis la historia con mayúsculas le gustó desde pequeño. Esa voluntad de saber de dónde se viene y cómo fue que los austríacos Von der Brüder se transformaron en Fondebrider al cruzar el océano.
Siempre le gustó leer sobre el juicio de Nüremberg.

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Durante los primeros años de la dictadura, Darío Olmo era alcohólico y consumía anfetaminas. Había militado como estudiante secundario, pero en 1973, luego de la masacre de Ezeiza –donde se enfrentaron facciones intestinas del peronismo de izquierdas y de derechas-, se rehusó a plegarse a la tendencia que indicaba que la única vía era la de las armas. Ese era el mundo de los adultos, dice. Y ganó aquel que tenía el arma más grande.
Debió haber entrado en la universidad en 1976, pero en esos meses fue el golpe y Olmo optó por un año sabático –vivir en una nube, aunque fuese de origen químico, era un reflejo de supervivencia.
Ingresó en la carrera de antropología, en La Plata, al año siguiente. Un alumno inexistente. No me interesaba definir mi vida a partir de una práctica profesional, dice. Pero la universidad lo empujó a participar de excavaciones arqueológicas en Tierra del Fuego –donde conoció a Patricia y a Luis-, y en Sierra de la Ventana, donde recuperó huesos humanos de períodos prehispánicos.
Una carta de Patricia le informó de una inminente exhumación en La Plata. ¿Le interesaba participar? Tratándose de un trabajo en su ciudad, y al calor del juicio a los ex comandantes, Darío aceptó.
La exhumación tuvo lugar al día siguiente de la declaración de Snow. El cuerpo resultó ser el de Laura Carlotto, hija de la presidenta de Abuelas. A Darío le cupo en suerte desenterrar la parte inferior del cuerpo. Los huesos de las piernas estaban envueltos en una tela de nylon. Darío estaba habituado a encontrar restos de ropas con los huesos –un ajuar, por ejemplo-, pero siempre se trataba de prendas cuya distancia cultural con el presente era grande. Las medias casi intactas de Laura, que todavía podían vestir cualquier chica de piernas perfectas y flexibles, fueron demasiado.
Darío se quebró y dejó la fosa.
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En los diez meses que Snow estuvo ausente, el Equipo trabajó de manera constante. Empezamos a sentirnos más seguros, al ver que los médicos no podían rebatir nuestros argumentos y que algunos jueces no paraban de llamarnos, dice Luis.
A falta de un espacio físico donde trabajar, lo hacían en cualquier parte. En bares. Una vez Morris perdió un expediente dentro de un taxi. (El taxista se lo devolvió.) O, durante la feria judicial de enero, se les permitía acomodarse en las oficinas de la Fiscalía de Strassera. Por ese entonces nadie tenía computadoras. Había carpetas hasta en el baño y en los brazos de los sillones, dice Patricia.
El modus operandi seguía inalterado. Exhumaban los fines de semana, viajando en autobús. Darío seguía siendo empleado del Registro de la Propiedad. Alejandro Incháurregui, el otro platense que se incorporó al Equipo, contaba dinero en el Hipódromo de San Isidro.
Alejandro es un tipo de jovialidad y barba perennes. Ceba buen mate y me regala una fotocopia con una poesía de Paul Celan. Abrimos una fosa en los aires, dice el poema, allí no hay estrechez. Llegó al Equipo de la mano de Morris, que lo conocía de la universidad donde también estudiaba medicina. Recuerda perfectamente la primera exhumación de la que participó, por todos los motivos obvios pero también por uno intransferible: fue la primera vez que sufrió una jaqueca en su vida.
Desde entonces, dice, soy un tipo jaquecoso.
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Fue en la Fiscalía donde comenzaron a tener contacto con los familiares de las víctimas. Las exhumaciones y las tareas de laboratorio eran un primer paso. Necesitaban información pre mortem para lograr identificaciones positivas –registros dentales, viejas placas radiográficas- y los únicos que podían suministrarla eran padres, tíos, hermanos...
Citaron a familiares de aquellos a quienes presumían víctimas. Me impresionaba hablar con gente que había pasado por centros de detención de la dictadura, dice Darío: tenían casi mi misma edad, pero era como si estuviese hablando con gente de otro planeta. Una sensación de profundo extrañamiento. Por lo general hablábamos mucho, teníamos una compulsión a la autojustificación, a convencerlos de que éramos chicos buenos. Y ahí no se jugaba si éramos buenos o malos, sino la identificación de una persona desaparecida. Pronto aprendimos a callarnos.
La breve militancia de Darío le bastaba para saber que, en líneas generales, los desaparecidos habían sido secuestrados no por azar ni por ser familiares de alguien, sino por estar políticamente organizados. El problema es que muchas organizaciones habían sido arrasadas con ellos, lo cual impedía el acceso a marcos de referencia, información, testigos. Quedaban los familiares, entonces. Muchos de ellos ignoraban la militancia de sus hijos, o simplemente la ocultaban; la teoría de los dos demonios hacía estragos en la Argentina, por lo que buena parte de los sobrevivientes prefería disimular el hecho de que los desaparecidos habían militado en política, y quizás optado por la lucha armada.
Además éramos bastante gansos preguntando, dice Darío, dado a la autodeprecación. Y hacíamos barbaridades: buscando información sobre gente muerta en agosto del 76, en la llamada masacre de Fátima, citamos a familiares de secuestrados en mayo. La historia de nuestros progresos es la historia de nuestros errores, primero, y después de nuestro progreso en la obtención de datos y la forma de cruzarlos.
Intuían que ser científico no era suficiente. Debían, además, volverse detectives.
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Snow regresó a la Argentina diez meses después de su testimonio en el juicio. Lo hizo con un encargo del gobierno de crear un centro de ciencias forenses, aplicado a la identificación de los desaparecidos.
En ese lapso, sus estudiantes habían llevado a cabo doce exhumaciones. Parte de esa evidencia fue utilizada en el juicio contra Ramón J. Camps, ex jefe de la policía de Buenos Aires, a quien se atribuía responsabilidad en la muerte de 5.000 personas.
Snow dejó el trabajo de campo a los jóvenes y se concentró en las estadísticas. Quería demostrar que el grueso de los NN enterrados en cementerios entre 1976 y 1983 no pertenecía a indigentes sino a los desaparecidos por la represión. Con la colaboración de María Julia Bihurriet, de la Subsecretaría de Derechos Humanos, compiló y procesó una montaña de datos. Identificó así los cementerios cuyos NN se habían duplicado o triplicado entre 1976 y 1977 –el período más feroz de la represión-, los vinculó a campos de detención próximos y señaló la caída en la edad de las víctimas: hasta ese momento, los NN menores de entre 20 y 25 años de edad eran apenas el quince por ciento de la población, pero entre el 76 y 77 se convirtieron en más de la mitad de los NN enterrados.
Además estaba el causal de muerte. Antes de la dictadura, apenas el cinco por ciento de los NN moría por disparo de bala. Entre 1976 y 1977, más de la mitad habían sido asesinados a quemarropa.
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Esa vez Snow trajo en sus valijas algo más que repelente para monos. Tenía una oferta para sus estudiantes: una beca de la AAAS por seis meses, que les permitiría concentrarse en la labor forense y cobrar cada treinta días unos módicos 150 dólares.
La respuesta de los jóvenes fue un no que lo sorprendió. La beca implicaba tener que trabajar bajo la órbita de la Subsecretaría de Derechos Humanos, y el Equipo desconfiaba de las verdaderas intenciones del gobierno de Alfonsín. Además, a instancias de la Subsecretaría, se esperaba de ellos que se concentrasen en la tarea de exhumación, a la que sabían vital pero por cierto insuficiente; querían saber más, hacer más. En una reunión en la Subsecretaría, les dijeron que deseaban que se concentrasen en los restos de accidentes aéreos y catástrofes naturales. Mimí les respondió que en la Argentina no había terremotos, sino desaparecidos.
Snow se irritó. No hay nada que moleste más al viejo, dice Alejandro, que un planteo sindical.
(Había otra razón de peso: con el Hipódromo, las cucarachas y la empresa de transportes, cualquiera de ellos ganaba más de 150 dólares.)
Semanas más tarde, aún refunfuñando, Snow reformuló la oferta: 300 al mes. El acuerdo se selló. Alejandro dejó La Plata y se instaló en un departamento de Buenos Aires que pertenecía a los padres de su novia. Darío pidió licencia por un año en el Registro de Propiedades y también abandonó La Plata. Era la oportunidad de apartarse de la vida plácida del empleado de provincias y concentrarse en algo excitante, lúdico. Una forma de simplificar, dice: yo depositaba todo lo siniestro en La Plata, e instalarme en ese monoambiente caótico de San Telmo junto con dos amigos era empezar desde cero.
Estudiaban juntos. Excavaban juntos. Salían juntos.
El periodista político más importante de la Argentina, Horacio Verbitsky, los definió por entonces como el cardumen. El apodo quedó. Eso eran, a fin de cuentas: un grupo que lo hacía todo en conjunto y que se comunicaba entre sí telepáticamente.
Patricia y Luis ya vivían juntos.
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Durante meses, Patricia recibe llamados telefónicos de su hermana, la pintora radicada en Nueva York. Patricia le cuenta los descubrimientos del Equipo. Los pequeños objetos, ocultos dentro de terrones, que hallaban junto con los huesos: botones, hebillas, el gesto de coquetería que vence a la muerte. Las historias familiares: una niña sobrevive a una carga del Ejército, pero el cuerpo de su hermanito muerto le cae encima y la atrapa; devenida mujer, busca la oscura tumba en que yace su padre.
La hermana de Patricia escucha en silencio. Las palabras le llegan tarde, como si no llegasen ellas sino su eco. Por las noches sueña con huesos, con botones, con hebillas. Durante el día pinta jirones de aquellos sueños.
A miles de kilómetros, Patricia sueña también. Una noche sueña que debe dar sangre para una amiga y que de su antebrazo presto para la jeringa surgen los huesos de un bebé.
Hay que pintar de día y llorar –soñar- de noche.
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En la madrugada del 20 de agosto de 1976, una explosión turbó los sueños de la bucólica localidad de Fátima, en Pilar, provincia de Buenos Aires. Cuando los vecinos se acercaron al páramo humeante, descubrieron que el estallido había perforado un pozo de 80 centímetros de profundidad y un metro de diámetro. Las formas negras y retorcidas que el primer curioso creyó metálicas eran, en realidad, cadáveres a los que un explosivo llamado trotyl dividió y quemó.
La policía siguió hallando restos en un radio de cien metros a la redonda. Contó treinta cadáveres; veintiséis tenían balazos en la cabeza. Ojos vendados. Manos atadas a la espalda. El trámite de rigor hizo que se tomaran las impresiones digitales y algunas fotografías borrosas y distantes. Cuando durante el juicio a los ex comandantes se preguntó al comisario Peña por el estado de los cadáveres, el policía se permitió una humorada: "Los cadáveres estaban muertos", dijo.
El caso llegó al Equipo a principios de 1986 de la mano de Raúl Schnabel, un abogado de la organización Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Schnabel creía que las víctimas de Fátima eran alumnos del Colegio Nacional Buenos Aires. El caso parecía demasiado complejo para las posibilidades que el Equipo tenía por entonces; faltaban aún varios meses para que Snow regresase con su oferta de becas y perfeccionamiento. Pero Schnabel fue convicente. No tenía nadie más a quien recurrir. El cardumen deliberó y finalmente le ofreció sus servicios.
La investigación judicial los llevó a citar a una serie de familiares que proveyeron datos que, comparados con los restos, no condujeron más a que a una única identificación, la de Marta Spagnoli de Vera, cuyo cráneo tenía tres orificios de bala en la zona occipital. Para peor, la madre de la víctima sufrió un ataque de nervios al ser informada y a los pocos días puso en dudas los resultados del peritaje. Los restos de Marta jamás fueron reclamados por su familia. Regresaron a una tumba sin nombre en el cementerio de Derqui.
La frustración que les produjo este caso empañó la sensación de haber iniciado una nueva etapa. Habían prometido a Snow informes completos al terminar la investigación, pero esos informes no iban a hablar más que de fracasos. ¿Qué estaban haciendo mal? Sabían que no podían llegar muy lejos con el pedido de datos pre mortem; la mayor parte de los familiares no conservaba nada de valor. Y además, para que fichas odontológicas y radiografías sirviesen, había que solicitarlos con precisión a la presunta familia de la víctima; si no había sospecha de quién era el muerto, no habría ninguna puerta a la que golpear por ayuda.
Las investigaciones de jueces y abogados, estaba probado, contenían datos y pistas erróneas. No podían fiarse. Necesitaban elaborar sus propias hipótesis sobre la identidad de las víctimas, para ampliar sus posibilidades de dar en el blanco. Los juzgados no eran la única fuente de información: estaban los archivos de las organizaciones de derechos humanos, los informes de autopsias, los registros de los cementerios...
Entonces el dinero de las becas se acabó. Snow entregó a la Subsecretaría de Derechos Humanos su trabajo estadístico sobre los NN. Pasaron semanas sin que mediase crítica, pedido o comentario alguno. El trabajo de meses parecía haber sido en vano.
Deprimido, el americano regresó a Oklahoma para las Navidades. En la mañana del 26 de diciembre recibió un llamado de Morris. Con voz sombría, Morris dijo que sólo tenía malas noticias. El Congreso argentino había sancionado la Ley de Punto Final, que ponía límites a las acusaciones contra militares, policías y miembros de las fuerzas de seguridad que hubiesen violado derechos humanos durante el anterior gobierno. En el plazo de sesenta días, aquellos oficiales que no hubiesen sido formalmente demandados quedarían libres para siempre de culpa y cargo. El 22 de febrero del '87 era la frontera final; de allí en más, sólo podrían sustanciarse acusaciones sobre secuestro de menores, falsificación de documentos y sustracción de propiedad privada. Desde la helada mañana de Oklahoma, Snow tuvo el humor suficiente como para hacer notar que el gobierno argentino privilegiaba la propiedad privada a la vida de sus ciudadanos.
El panorama era desalentador. Por primera vez se ponía en negro sobre blanco aquello que la errática política de la Subsecretaría de Derechos Humanos había insinuado: Alfonsín concedería lo que fuese necesario con tal de apaciguar al frente militar, inquieto desde los juicios y su resolución.
Había tan sólo dos formas de reacción posibles. Una, la que aconsejaba la lógica de la derrota, era bajar los brazos. Pero había otra.
Sesenta días. Tenían sesenta días.
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Esto es todo lo que hay, dijo el empleado, con un gesto de la mano no carente de gracia.
Bolsas negras de residuos. Más de un centenar. Llenas de huesos.
En la profundidad de la Asesoría Pericial de La Plata, Alejandro y Darío suspiraron y contemplaron el panorama. Dentro de esas bolsas estaban los restos de 127 NN exhumados del cementerio de Grand Bourg por personal no del todo familiar con las delicadezas de la arqueología. Muchas de las bolsas habían perdido su etiqueta identificadora, o la conservaban con números ilegibles. A menudo no se habían separado bien los restos; ciertas bolsas carecían de cráneos mientras que otras tenían dos. Los huesos no estaban numerados ni limpios. Bastó con que abriesen un par de bolsas para descubrir que además guardaban tierra, hongos, gusanos y arañas.
El primer signo de que podían estar en presencia de los restos de Leticia Akselman fue el cabello. Las fotos con que contaban mostraban su pelo ensortijado y abundante. El resto de las pruebas fueron igualmente auspiciosas: se trataba de los restos óseos de una mujer de la misma edad, peso y estatura que Leticia. Las placas dentales coincidían. Y el informe de autopsia de 1976 daba cuenta de diversos disparos en la cabeza. En ausencia de los proyectiles –la bolsa tenía de todo, menos postas o casquillos-, un estudio radiológico reveló que sobre los huesos del cráneo había microscópicas esquirlas de bala.
El 19 de febrero de 1997, tres días antes del plazo fijado por la Ley de Punto Final, un juez procesó al general Guillermo Suárez Mason por el asesinato de Leticia Akselman. Suárez Mason era un genocida nato. Al más puro estilo de sus antecesores nazis, gustaba de pavonearse delante de sus víctimas, definiéndose como el Señor de la Vida y de la Muerte.
La pequeña victoria del Equipo no fue subrayada por ninguna celebración.
No había tiempo que perder. Se pueden hacer tantas cosas en tres días.
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Maco Somigliana es alto, oscuro, de voz y aspecto graves. Nació en Ushuaia, el mismo pueblo remoto al que Patricia, Luis y Darío peregrinaban anualmente en busca de signos del pasado. Su padre, funcionario judicial y dramaturgo, había ido hasta allí buscando tranquilidad para escribir una pieza. Escribió Amarillo y concibió a su hijo varón, il maschio, el macho, apodo que en los torpes labios de su hijita mayor se transformaría en Maco.
De la mano de su padre, Maco entró a trabajar en el Poder Judicial a los 18 años. Cuando la acusación a los ex comandantes cayó en las faldas del fiscal Strassera, Maco fue uno de los jóvenes que trabajó en ella día y noche, apilando expedientes donde fuera –hasta
en los baños- y durmiendo en sillones. En esa época no disponíamos de computadoras, dice Maco, mate en mano. Todo se limitaba a armar fichas rosas para las víctimas mujeres y fichas azules para los hombres.
Maco se cruzó con Mimí Doretti en los pasillos de Tribunales, cuando la declaración de Snow. Tenía una vaga idea de las andanzas del Equipo, pero su obsesión era una y excluyente: construir pruebas para condenar a los ex comandantes.
Enero de 1987 fue una divisoria de aguas. Agotado por la realización de un documental sobre el juicio que jamás se emitió -el gobierno de Alfonsín no quería irritar a los militares-, el padre de Maco murió repentinamente. La mejor forma de homenaje que concibió su hijo fue regresar al trabajo al otro día, a compilar datos, revisar autopsias, citar testigos. El reloj galopaba su galope asesino.
Pocos días después la Ley de Punto Final arrasó con la casa.
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El cierre de la posibilidad de llevar a juicio a los genocidas obligaba a repensarlo todo. Para peor, descontentos con lo que consideraban una concesión tibia, los militares continuaron con la ofensiva. En abril, un grupo de oficiales tomó la base de Campo de Mayo y reclamó una amnistía generalizada. El 5 de junio Alfonsín hizo los honores: una nueva ley, llamada de Obediencia Debida, eximía de cargos a aquellos que hubiesen torturado y asesinado, en la medida que lo hubiesen hecho cumpliendo órdenes de sus superiores.
¿Cuál era el sentido de continuar investigando, si las pruebas no podían ser utilizadas en contra de los asesinos? ¿Y cuál era el valor de la verdad, en un país donde se la separa de sus consecuencias? Para el cardumen, detenido momentáneamente en aguas procelosas, la respuesta no demoró mucho. En sus flamantes oficinas, los teléfonos no dejaban de sonar. Algún familiar preguntaba por la marcha de la investigación sobre el caso Fátima. Otro se presentaba, diciéndose padre o madre o hijo de algún desaparecido, y preguntaba si el Equipo podía hacer algo por ellos. Cualquier cosa; desde su secuestro estaban perdidos en una neblina, y cada dato, por nimio que fuese, sólo podía significar luz. La verdad era el único faro.
En mayo, el Equipo Argentino de Antropología Forense se constituyó de forma legal, como una asociación sin fines de lucro. Sus miembros fundarores fueron Patricia Bernardi, Mimí Doretti, Luis Fondebrider, Alejandro Incháurregui, Darío Olmo y Morris Tidball.
Un sábado de fines de junio, Snow cocinó un asado Texas style en su apartamento rentado de la calle Billinghurst. Era su despedida. Cerveza, vino y pisco boliviano intentaron apagar los calores del chile. Antes de irse, Snow recibió de sus discípulos un poncho norteño y un diploma que lo habilitaba como miembro honorario del Equipo. Lo sostuvo con ambas manos, soportando las fotos, mientras su boca se curvaba en una sonrisa y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Snow ya estaba de regreso en Oklahoma cuando el Equipo recibió, de manos de la propietaria del apartamento de Billinghurst, una cuenta inesperada. Con toda justicia, pretendía que se le pagase por el sofá quemado, las cortinas desgarradas y los vasos rotos que habían sido el corolario de una noche inolvidable.
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De acuerdo a las Escrituras, Moisés fue arrojado a las aguas para ser salvado del exterminio a manos de los egipcios. Lo que el oficial de Prefectura halló en el Canal San Fernando en octubre de 1976 fue otra clase de ofrenda entregada a las aguas, una destinada a invertir el mensaje de vida del relato bíblico. A pocos metros del puente ferroviario que atraviesa el Canal, el hombre descubrió ocho tambores de petróleo. Cada uno de ellos contenía un cadáver en estado de descomposición, envuelto en una mezcla de cemento y arena.
Cuando Maco ingresó oficialmente al Equipo, el primer caso de que se ocupó fue el de los fantasmas del Canal. La experiencia de la Fiscalía había hecho de él una suerte de archivo viviente de la represión. Luis, fascinado por la estructura con que los militares se habían conducido en este período, encontró en Maco el socio ideal para poner en práctica los nuevos métodos de investigación.
Estaba claro que esas muertes no se debían a la Armada argentina, porque de otra forma la Prefectura –que depende de la marina- no hubiese denunciado el hecho. La Aeronáutica, no era, tampoco, un candidato probable: no tenía jurisdicción sobre la zona. La Policía solía enterrar a sus víctimas en los cementerios más próximos. Lo cual dejaba al Ejército como único sospechoso. Pero la inusual forma de disponer de los cadáveres apuntaba en una dirección igualmente inusual. Los únicos que podían haber intentado algo tan macabro eran los responsables del campo llamado Automotores Orletti: el general Otto Paladino y un ex militar llamado Aníbal Gordon.
La reconstrucción de la lista de detenidos en Orletti hizo posible releer las huellas dactilares tomadas a los cadáveres. Entre los candidatos posibles estaban Ana María del Carmen Pérez, embarazada al momento de ser secuestrada, y el periodista Marcelo Gelman, hijo de Juan Gelman, uno de los más grandes poetas vivos de América Latina.
La única forma de concretar la identificación era exhumando los cuerpos del cementerio de San Fernando. Pola Sánchez, madre de Ana María Pérez, viajó desde Tucumán para solicitar la exhumación ante la Justicia y nombrar al Equipo como perito en la cuestión.
Darío y Maco acompañaron a Pola hasta el punto del cementerio en que estaban las tumbas sin nombre. Era un parche de terreno lleno de hierbas, agreste, descuidado. Pola se echó sobre la tierra y se puso a llorar.
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A fines de 1989, Mimí, Morris, Alejandro y Luis viajaron a Nueva York para recibir un premio humanitario que la Fundación Reebok entregó al Equipo. La oportunidad fue ideal para conectarse con Juan Gelman, que vivía allí, mientras trabajaba como traductor supernumerario.
Gelman los invitó a cenar. Cuando le confirmaron que uno de los cuerpos podía pertenecer a su hijo, el poeta tuvo todavía el valor de mostrarse de buen humor. Dijo algo respecto de que, en la Edad Media, a los mensajeros de la muerte se los mataba también, recuerda Luis. Y después les sirvió pollo al horno.
Esa noche Gelman no durmió. Tumbados sobre sillones, en la duermevela que sucede al largo viaje y al vino, Alejandro, Morris y Luis fueron testigos de la minuciosa lectura que Gelman hizo del expediente que le habían llevado. Sentado a su escritorio, en el mismo entrepiso desde el que traducía y escribía sus poemas, Gelman sorteó el lenguaje leguleyo detrás del que se escondían los detalles de la muerte más temida.
Apenas abrió los ojos (la luz del día entraba, ya, por cada hendija), Alejandro vio que Gelman lo contemplaba. Le ofreció un café. Con la taza humeante por delante, respondió una por una las preguntas del poeta.
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En Buenos Aires, Maco, Darío y Patricia sorteaban un trámite aún más duro. Pola Sánchez había regresado de Tucumán para recibir la peor de las noticias.
Durante todos esos años, Pola creyó que su hija había dado a luz en cautiverio y que su nieto, desde entonces, era uno de los tantos niños a quienes las Abuelas buscaban. Tenía tantas esperanzas de encontrarlo en corto plazo, que hasta había comprado un carrito con que llevarlo a pasear.
Las pericias sobre los restos de Ana María Pérez indicaron que había sido baleada en el vientre cuando su bebé ya estaba colocado para salir, en el canal de parto.
Patricia, Darío y Maco vieron a Pola en el hotel. Las noticias sumieron a la mujer en la más profunda desesperación. El marido de Pola los increpó. Les preguntó si estaban jugando a ser Dios.
Desde las 9 de la mañana del día siguiente, Pola tuvo en su regazo la urna con los restos de su hija y del feto. La acunaba como si acunase un bebé.
En un momento, presa de una súbita iluminación, preguntó a Patricia cuál era el sexo del niño. Después de un breve silencio, Patricia preguntó a Pola con qué había soñado su hija. Con una nena, dijo Pola. Eso era; una nena, dijo Patricia. Violeta, asintió Pola. Así se llama: Violeta. Y una vez que le hubo dado nombre, pareció más tranquila.
Una semana más tarde llamó al Equipo desde Tucumán. Ana María y Violeta ya habían enterradas, les dijo, y sus nombres grabados en una placa de piedra impermeable al olvido.
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Cuando se le pregunta cuál fue el momento más difícil de su historia en el Equipo, Patricia siempre habla de Pola.
No existe ningún manual que te enseñe a tratar con los familiares, dice Patricia. Pero como nunca quisimos ser científicos de laboratorio, el contacto con ese gente es vital para nosotros. Queremos que sepan qué hacemos, cómo exhumamos, cuáles son nuestras hipótesis. Si hay restitución de restos, estamos con ellos hasta el final de la ceremonia. En esos casos, siempre hay una sensación de restitución del vínculo familiar. Aún cuando uno de los miembros está muerto, se lo ha encontrado.
Berta Schubaroff, madre de Marcelo Gelman, quiso ver los restos de su hijo. Tocó sus huesos uno por uno, los acarició, los besó, tomó su calavera y recordó en voz alta la belleza de aquellos ojos, recreando sin saberlo el lamento por Yorick. Sentía el dolor de la muerte, sí, pero también una emoción de la misma intensidad. Los trece años de búsqueda desaparecieron entonces, dijo poco después. Se fueron. Ya no puedo conectarme con ese lapso de tiempo.
Siento que rescaté a mi hijo de la neblina, dice Juan Gelman.
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La excavación tiene más de dos metros de profundidad, un corte vertical hacia lo hondo de la tierra. Se parece a la mayor parte de las exhumaciones previas –la división en cuadrículas, las herramientas casi femeninas, las bolsas donde se guardan balas y postas-, salvo en sus dimensiones: una superficie de 300 metros cuadrados a la que se desmalezó y limpió de basuras, y por debajo de ella centenares de cuerpos trenzados en abrazo.
Patricia define el panorama con un término elegante: se trata de fosas ciclónicas, en las que se han enterrado muchos cadáveres a la vez. En algunas zonas, se ve que han depositado 70 centímetros de tierra por encima de los cuerpos y después echado una nueva tanda de cadáveres en el pozo.
Mimí, con su instinto para las formas, dice que la imagen le recuerda al Guernica. Una versión ejecutada como bajorrelieve. En una zona se ve una serie de cráneos, uno por encima del otro, que parecen pujar por salir de la tierra. Cuando se refieren a esa parte de la excavación, hablan de la cascada; un torrente de muerte, derramándose en el polvo.
El proceso de exhumación del cementerio de Avellaneda, y de su vastísima fosa común, se prolongará durante diez años. Viajarán diariamente en un autobús de la línea 24, una hora para ir y otra para regresar, siempre cortos de fondos. En lo profundo de las fosas, y ante la familiaridad con la muerte, el humor se permitirá ser ligero. Hay quienes escuchan música en sus walkmans y quienes, como Luis, prefieren llevar una radio cuya antena ha sido construída con una percha de metal. Hay quienes comen chorizo allá abajo, y quienes salen a por pastelitos de membrillo que venden los policías de la custodia para redondear sus ganancias semanales.
Al final de la tarea habrá más de trescientos montones de huesos recogidos en cajas de manzanas. Y algunas identificaciones positivas, pero demasiado pocas en proporción al esfuerzo. La información pre mortem sobre las víctimas potenciales es muy escasa. Está la posibilidad del análisis de ADN sobre los restos, pero es un proceso muy lento que se hace con cuentagotas en el extranjero porque no hay fondos para solventarlo de forma privada.
El Equipo sospechaba del macabro tesoro de Avellaneda desde 1987, pero fue en 1989, recién, cuando obtuvo la autorización para proceder a la exhumación. Un juez hizo lugar a la denuncia de Matilde Cerviño, que buscaba los restos de su hija María Teresa y tenía información que los ubicaba en Avellaneda. Los miembros del Equipo fueron nombrados peritos en el caso. Y así, con la excusa que les proporcionaba la búsqueda de un único cuerpo, abrieron la fosa en que –lo sabían- los aguardaban cientos.
Uno de los primeros esqueletos fue el de una mujer muy mayor, prótesis dentarias arriba y abajo. Había muy pocas denuncias referidas a víctimas de esas características; la mayor parte de los secuestrados eran jóvenes y hasta adolescentes. El cruce de estos datos con la lista de víctimas les llevó a suponer que se trataba de María Mercedes Hourquebie de Francese, de 77 años, que desapareció de su casa del brazo de dos hombres que dijeron ser integrantes de fuerzas de seguridad. Cuando su médico fue a ver a Ramón J. Camps, el general no alegó desconocimiento. Por el contrario, aceptó los remedios que el médico llevaba y que, según decía, la señora Hourquebie debía consumir para no alterar su salud.
Los miembros del Equipo trabajaban sobre estos huesos cuando Snow, que había regresado a la Argentina para la exhumación en Avellaneda, recibió una llamada desde Washington. Juan Méndez, un abogado que trabajaba para la organización de derechos humanos Americas Watch, le preguntó si estaba al tanto del caso Suárez Mason. Prófugo de la ley, el ex comandante del Primer Cuerpo de Ejército había sido detenido en San Francisco, y debía hacer frente a un pedido de extradición. Méndez quería saber si la gente del Equipo podía aportar algo a la causa en su contra.
Snow dijo que quizás hubiese algo. Estaba este caso tan fresco de una desaparecida de 77 años. Y conservaba copias, todavía, de cierto informe estadístico sobre los NN en la Argentina confeccionado hace algún tiempo, que el gobierno de Alfonsín archivó en el cajón de las informaciones inconvenientes.
Méndez quiso saber si podía hacerse de una copia.
Una semana después, un abultado sobre fue depositado en las oficinas del poco confiable correo argentino, con dirección de Washington. Por azar o simple inercia, el sobre inició su camino, fue a dar a una bolsa, viajó miles de kilómetros con dirección norte, fue recibido y fotocopiado y finalmente integrado a la causa norteamericana contra Suárez Mason, contribuyendo a determinar su extradición a la Argentina.
La vida tiene sus momentos.
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Roma, octubre de 2000. La estructura del Complesso Guidiziario Tribunale Ordinario di Roma se parece más a una cárcel que a un juzgado. De hecho, a ambos costados de la Sala de Actuaciones hay rejas y más rejas; detrás de ellas, los acusados tienen sillas desde las que presenciar su propio juicio, y micrófonos desde los que hacerse oir.
Esa mañana no hay nadie detrás de las rejas. El acusado no está presente. Ni siquiera se ha molestado en designar un abogado defensor, por lo que el estado italiano ha designado por él a un leguleyo llamado Mazzini. (Untuoso, desagradable; ningún director de casting podría elegir a alguien mejor, si hubiese que representar en una película el mezquino papel que le toca.)
Mazzini debe defender de oficio a Guillermo Suárez Mason, el Señor de la Vida y de la Muerte, acusado aquí de haber asesinado a varios ciudadanos de origen italiano durante la represión ilegal. Su estrategia es la de relativizar los hechos, caracterizándolos como versiones de versiones que nunca son contadas por testigos directos; como si no cuestionase la historia sino la mala calidad del relato, algo similar a lo que intentaron los defensores del represor Cavallo para evitar su extradición desde México. El abogado se maneja bien, por lo menos hasta que el juez llama al estrado al doctor Morris Tidball Binz.
Morris usa anteojos, ahora. Traje caro. Redford se pondría rojo de envidia. (El sólo actúa las escenas; Morris las vive.)
El testimonio de Morris como perito es contundente. No hay en su relato apelación a la emotividad o el drama: se limita a narrar, paso por paso, el proceso que llevó desde la exhumación de los restos hasta la identificación de los mismos como pertenecientes a Laura Carlotto. No importa que sienta sobre sí la mirada de Estela, madre de Laura, y de Claudia, su hermana, que viajaron especialmente a Roma para el juicio. No importa, tampoco, el recuerdo del malestar de Darío al destapar aquellos huesos envueltos en medias de nylon. Morris cree que el peso científico de la prueba es todo lo que se necesita para derrumbar la estrategia de Mazzini. Su discurso es calmo, claro; parece haber nacido para hacer esto. Tuvo un buen maestro. Detrás de un estrado que lleva escrito en dorado la frase la Legge e uguale per tutti, el juez y los diez jurados siguen su testimonio con la unción que Snow despertó en el juicio argentino, quince años atrás.
A veces el pasado es igual a un sonido y el presente es el espacio en que se verifican sus ecos. Cerca del final, la traductora que vuelca sus palabras al italiano se descompone y abandona la sala.
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Más tarde, desde la vereda de un café romano, Morris se quita la corbata y los anteojos y se permite una nívea sonrisa. Está satisfecho, pero no tanto por su propio desempeño como por el hecho de que el juicio haya sacado a la luz nuevas evidencias. Esa misma jornada testificaron María Laura Bretal, que compartió tiempo de cautiverio con Laura, por entonces embarazada, y Carlos López, que la vio internada en el Hospital Militar Cosme Argerich el día de su parto. Ambos testimonios se oyeron por primera vez: tanto Bretal como López tardaron más de 20 años en atreverse a contar su parte en la historia.
El relato de López es conmovedor. Era un jovencito que hacía la mili cuando lo pusieron a custodiar aquel cuarto; vio a la mujer atada a la cama, fue testigo de la discusión entre un militar y el médico que se negaba a inyectarle a Laura una misteriosa jeringa y reparó en el hombre que salía con un bebé recién nacido en brazos, rumbo a la calle, a través de un pasillo interminable.
A esta altura del partido, la verdad es su propio bien. Cada dato nuevo es una victoria, un eslabón más en la cadena que no ata a los victimarios, pero que les cierra caminos, alejándoles de la posibilidad de una vida totalmente impune. Sobre la mayor parte de ellos pesan condenas internacionales efectivas, que les impiden salir de la Argentina. Dentro de las fronteras, son repudiados cada vez que se los reconoce en un lugar público. Asociaciones como HIJOS (que reúne a los descendientes de miles de desaparecidos) los vigilan de cerca, tanto a los jerarcas como a los represores de segunda línea que fueron beneficiados por la Ley de Obediencia Debida. En la Argentina, la sensación de compartir el espacio en calles, bares y cines con asesinos y torturadores es cosa de todos los días.
Sentadas en otra mesa, Estela y Claudia Carlotto desmenuzan el testimonio del soldadito del Hospital Argerich. Revisan su descripción del hombre que se llevó al bebé, creen reconocerlo. Quizás hayan avanzado otro paso en dirección del nieto perdido, del sobrino perdido. Están verdaderamente entusiasmadas, como si discutiesen un hecho fresco, una arcilla todavía moldeable.
La verdad exalta.
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Los miembros del Equipo no lo saben, pero de alguna forma se han convertido en narradores. La verdad que exhuman puede no haber tenido el peso soñado en los juzgados, pero ayudó y ayuda a rellenar los agujeros de una historia que la dictadura quiso incompleta –y por tanto, inverosímil.
A eso se refiere Juan Gelman cuando define la labor del Equipo como imprescindible, porque "rescatar los restos de los desaparecidos y darles sepultura entraña reubicarlos en la cultura, en la Historia y en su historia".
Ese es el otro motivo por el que esta historia versa sobre la identidad.
Quien cuenta una historia sabe bien quién es y para qué vive.
(Somos nuestra historia.)
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Morris pidió una licencia del Equipo. Vive en Costa Rica, como director para América Latina de una organización de derechos humanos llamada Reforma Penal Internacional. En septiembre de 2000 se casó con una joven mexicana llamada Claudia, en una ceremonia a la que asistieron Juan Gelman, Clyde Snow y Alejandro Incháurregui.
Alejandro se casó, tuvo hijos y regresó a La Plata. También está de licencia en el Equipo. Trabaja en el Registro de Personas Desaparecidas, donde lo visitamos. Se sienta entre dos pilas de expedientes, una que corresponde a nacimientos y otra a defunciones. (La vida, así como Alejandro, es lo que existe entre una y otra carpeta.)
Mimí maneja la oficina del Equipo en Nueva York, y viaja cada vez que puede a las misiones que el cardumen acepta en distintos puntos del planeta. En estas semanas trata de reponerse del brote de tifus que se pescó en Africa. Aunque parezca paradójico, es la primera enfermedad que uno de los miembros del Equipo contrae en sus peregrinares por el globo.
El resto sigue en las oficinas de Miserere. Maco se casó y tiene hijos. Darío se casó con una arqueóloga y tiene gatos. Luis no se casó. El y Patricia ya no siguen juntos, pero están juntos, cada día, codo con codo, como lo estuvieron durante diez años en las profundidades del pozo de Avellaneda.
Ninguna de las mujeres tiene hijos.
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Una de las cosas que más me molesta, todavía, de las exhumaciones, es descubrir restos de niños, dice Patricia. Los huesos, sí, pero aún más las batitas, los zapatitos... Me hace pensar: qué vida de mierda es esta. Y después me digo que poder indignarme, todavía, es bueno. Poder putear. Poder sentir.
Patricia putea y sigue excavando.
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Los miembros del Equipo son reconocidos en el mundo entero. Han trabajado en Filipinas, en Sudáfrica, en Bosnia y Kosovo, en Haití, en la casi totalidad de América Latina; los llaman de cada país que haya conocido los horrores del terrorismo de Estado.
Consecuentemente, sus nombres aparecen con regularidad en los medios del mundo. Semanas atrás, el New York Times dedicó una nota de tapa a la masacre del Mozote, en El Salvador, donde el Equipo exhumó cientos de cadáveres –en especial niños. Las palabras de Mimí Doretti eran citadas por su condición de experta en la materia.
Los diarios de la Argentina siguen ignorándolos, todavía dedicados al fútbol, las liaisons dangereuses y el sumidero de la política.
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Es aquí donde entran las iglesias suecas.
El Equipo no recibe subvención ni apoyo alguno de parte del Estado argentino. Desde hace ya muchos años, funciona con el aporte que de allende los mares les hace llegar una confederación de iglesias escandinavas y alemanas.
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Patricia se convirtió en un ídolo para su familia recién cuando el Equipo rescató y reconoció los restos del Che Guevara, en 1997.
Cuando se le pregunta por la experiencia, dice que lo que más la conmovió fue meter la mano en el bolsillo de la camisa del esqueleto y hallar, allí, una tabaquera llena.
Hay otra cosa que me conmueve. La imagen de Darío y Alejandro en la noche que sucede al descubrimiento, cuando existe la certeza de estar en presencia de los restos del Che –es el único esqueleto al que faltan las manos- y deciden dormir con los huesos en lo profundo del pozo, esperando la mañana en que completar la exhumación.
Allí abajo, sobre lonas, bajo la luna, Darío y Alejandro custodian un sueño.
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Entre 1984 y 1989, Clyde C.Snow estuvo 24 meses en la Argentina. Cuando se le pregunta si sintió miedo en algún momento de su estadía en el país latino, responde con un sí enfático.
Todos y cada uno de esos meses viví en el terror más abyecto a los taxis y autobuses argentinos, dice. Todavía hoy tengo pesadillas sobre ellos.
De entonces a esta parte, ha regresado a América Latina en busca de los restos de otro cowboy: el legendario Butch Cassidy.
Todavía sigue buscándolos.
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Que Snow no hubiese conocido de la Argentina más que a Vucetich, el hombre de las huellas digitales, fue un hecho profético. Allí donde los datos pre mortem y los análisis de ADN resultaron escasos o demasiado lentos, el viejo truco de las huellas digitales comenzó a dar resultados.
Burócratas al fin (los militares son, en esencia, empleados estatales), registraron cada una de las muertes que produjeron. La existencia de listas siempre ha sido negada, a pesar de que trozos de ellas han salido a luz fragmentaria y ocasionalmente. Pero el registro más elemental, el de las huellas digitales de los secuestrados o de sus cadáveres, sobrevive aquí y allá.
En los últimos meses el Equipo obtuvo acceso al padrón nacional, y con él al banco de huellas digitales. De la masacre de Fátima, alguna vez enigmática como los acertijos de la esfinge de Tebas, sólo resta identificar a tres mujeres. Darío, Maco y compañía están persuadidos de que al recolectar los datos de las mujeres secuestradas en la zona en los 30 días previos a la explosión saldrán esas identificaciones restantes. Habíamos abandonado la recolección de huellas digitales, dice Maco, y recién la retomamos meses atrás; trabajábamos sobre la presunción de que los militares no tomarían huellas en la circunstancia del secuestro y de la muerte: estábamos equivocados.
El Equipo tiene hipótesis fundadas sobre las identidades de buena parte de los 300 esqueletos de Avellaneda. Los análisis de ADN ya concluídos demostraron que estaban en el sendero correcto, al confirmar sus presunciones en cada caso. Las huellas dactilares pueden acelerar el proceso. Quizás el misterio de Avellaneda, esa enorme fosa común que el Equipo destapó por amor a la verdad, sea develado en su totalidad más temprano que tarde.
Mientras tanto, en un cuarto sin ventanas del barrio de Miserere, 300 osamentas siguen esperando su oportunidad de dar testimonio, de contar su historia –los narradores sólo descansan cuando acabaron de narrar.
Aún cuando cae el sol y Patricia y los demás cierran los pestillos y se pierden en el río serpeante de la avenida Rivadavia, la oficina nunca queda sola.