domingo, 6 de julio de 2008
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El Cantar del Caballero y su Destino
17 de junio de 2008 00:26:22 GMT
«Por la vida he pasado buscando mi verdad a tropezones. (...) Desde ahora no consideraría mi muerte como una frustración, apenas, como Hikmet: “Solo me llevaré a la tumba la pesadumbre de un canto inconcluso”».
La frase es del Che, la primera de unas pocas elegidas entre muchas de los innumerables textos que revisaron José María Vitier y Silvia Rodríguez, su esposa —compositora y poeta—, para armar la invocación sinfónica que se estrenó en el Karl Marx, el viernes en la noche.
La frase, como el concierto al que asistimos y transmitió la televisión, se parece menos al Ernesto Guevara de los pulóveres y la boina fetiche, y más a la mística del héroe capaz de pelear por los demás, hacer una revolución, alcanzar el poder, abandonarlo todo y comenzar de nuevo. Se parece al Guevara en el que se reconoce el arquetipo del ideal puro que elige y acata un destino, pero también al ser humano que duda y que se va a la guerra haciéndose acompañar, igual que cualquier hijo de vecino, de un pañuelo de su mujer y de la piedra engarzada a un llavero que le había regalado su madre, como descubrieron José María y Silvia en la investigación previa con la que armarían el concierto.
Este «poema épico escrito para orquesta sinfónica», como denomina Silvia a esta obra, aborda el hecho esencial de que para el Che la vida no era una casualidad, sino una fe, y con esa creencia apasionadamente ejercida, se construyó a sí mismo. El mensaje más radical del Che nos dice que se necesita más valor para no disparar, que para hacerlo cuando no existe otra alternativa: «(iban) dos soldaditos envueltos en frazada en la cama del vehículo», escribe en su Diario de Bolivia el 3 de junio de 1967, cuatro meses antes de morir en La Higuera. Los vio tan jóvenes y desvalidos, que «no tuve coraje para tirarles». Al guerrillero no le faltó valor para batir un blanco fácil. Al guerrillero la pasión por sus creencias y su vocación humanista, le impidieron apretar el gatillo contra un ser humano indefenso.
De que El Cantar del Caballero y su Destino es una obra de gran aliento lo probó la reacción del público tan heterogéneo que asistió a la premier en La Habana —y me atrevería a decir que poco habituado a los conciertos de música clásica, al menos en ese escenario. La entrega fue total: pocas veces coinciden el motivo, la música, el concepto escenográfico, los materiales audiovisuales que lo acompañaron, la presencia en aquel teatro de los compañeros del Che y de los principales dirigentes de la Revolución. A medida que subía la tensión dramática, se escuchaban con mayor frecuencia los sollozos de los que estaban sentados cerca de mí y muchos salieron del teatro tarareando los acordes finales, ese mágico «resucitarás» que cierra el espectáculo en las voces de la soprano Bárbara Llanes, el tenor catalán Antonio Comas y los coros Exaudi y el Nacional de Cuba.
No soy especialista en el tema, pero sentí que este concierto propició uno de los más emocionados homenajes que la cultura cubana le ha hecho al Che. Y esto se debe en buena medida a la expresividad tan particular de la música de José María Vitier, a su modo de decir melódicamente cosas tan profundas, a su manera fresca y simple de apelar a los colores más variados de la música, que van desde ciertos resplandores medievales hasta la exaltación del rock sinfónico, desde la conciencia neoclásica a la tristeza del tango y la melancólica asociación de otros ritmos latinoamericanos, particularmente los cubanos.
Antonio Comas, el Caballero, aportó sobriedad, una dicción perfecta, una voz que alcanza los más complicados registros con elegancia y una fuerza en la interpretación que permitió que se nos fuera pareciendo cada vez más al Che a medida que avanzaba la obra. Bárbara Llanes, con su voz de otro mundo, es la plenitud de la lírica y de la pasión. Va a ser muy difícil que quienes siguieron el concierto por televisión olviden cuando la cámara se posó, distraída, en el rostro de Bárbara, en el momento en que ella, el Destino, predecía la resurrección del Caballero, acompañada por el coro. Aquel silencio único de la gruesa lágrima de la muchacha que se derramaba como una perla, plena, desprendida, sencilla y natural como la de una gota de agua solitaria que cae, fue tan hermosa como todos los demás sonidos que en ese instante se mezclaron.
El Che, el nuestro, estaba ahí.
Por: Rosa Miriam Elizalde
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