miércoles, 1 de septiembre de 2010

2nda parte huesos argentinos

Gabriela antropóloga espero que esto le sea útil.  toto

 

Asunto: 2nda parte huesos argentinos

 

SEGUNDA PARTE    


Pragmático como siempre, Snow acuñó una frase que se volvería lema.
Debemos excavar de día y llorar de noche.
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Hijo de un médico rural, Snow creció en el asiento trasero del auto de su padre, en perpetuo movimiento entre consulta y consulta. Sus amigos lo llamaban Little Doc. A los 12 años, la muerte era para él una compañera habitual. Ya sabía que los huesos no son blancos como en las películas, a no ser que hayan sido expuestos a los elementos durante el tiempo suficiente.


De naturaleza rebelde –expulsado del colegio, fue a dar a una escuela militar-, Snow estudió arqueología y antropología en la Universidad de Arizona. Un amigo le consiguió empleo en la Federal Aviation Administration, donde estudió el efecto de los accidentes aéreos sobre el cuerpo humano y sugirió una serie de modificaciones para las aeronaves y sus sistemas de seguridad. Más allá del drama siempre latente, el trabajo tenía sus momentos ligeros. Durante meses, Snow se la pasó midiendo azafatas.


Sus conocimientos en materia de huesos humanos le valieron una serie de consultas, cada vez más frecuentes, de parte de los forenses de la policía. Apenas salía a la superficie un esqueleto –y Oklahoma, llena de superficies desérticas, es un sitio más que propicio para esconder cadáveres-, los forenses revisaban sus agendas y llamaban a Snow, ese experto "que siempre parece una cama deshecha, viste botas, llega tarde a todas partes y a menudo se hace acompañar por un perro", como lo definió el sociólogo Eric Stover.


Snow fue punta de lanza de una disciplina en formación: la antropología forense. Pero su colaboración con jueces, forenses y policías no lo preparó para la experiencia que le aguardaba en la Argentina. Norteamericano al fin (Luis lo sigue llamando el americano, como si viviésemos en una novela de Graham Greene), había lidiado con crímenes pero nunca con el terrorismo de Estado. Y aunque su experiencia era vasta, había algo para lo que Patricia, Mimí, Morris y compañía estaban mejor preparados: sabían que, en la Argentina, no podían contar ni con los jueces ni con los forenses ni con la policía.
Lo sensato, en todo caso, era cuidarse de ellos.
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Para cuando Snow declaró en el juicio contra los ex comandantes (Videla, Massera, Galtieri y el resto de los que detentaron el poder durante la dictadura), sus relaciones con los estudiantes se habían puesto tensas. Snow confiaba en las promesas del gobierno argentino, por la vía de la Subsecretaría de Derechos Humanos, y en la colaboración con policías y jueces. El incipiente Equipo, en cambio, prefería reducir al mínimo su contacto con los policías. Estábamos desenterrando lo que ellos habían matado, dice Alejandro Incháurregui, otro de los históricos del Equipo.


Había habido algunos éxitos –una serie de placas radiológicas confirmó la identidad de Liliana Pereyra, cuyo cráneo lleno de plomo desenterró Morris-, pero el hecho de que los argentinos privilegiasen su relación con los parientes de las víctimas a su trato con las instituciones fastidiaba a Snow; claramente, esa no era la forma de proceder.


Snow declaró el segundo día del juicio, abril 24 de 1985. Bebió un café en el Colón, fumó unos Parisiennes –tabaco negro, el más fuerte del mercado- y subió la escalinata del Palacio de Tribunales. Esperó su turno en un cuarto aislado. No sabía nada de sus díscolos discípulos.


Patricia recibió una llamada de Mimí, que a último momento había conseguido entradas para asistir al juicio. Después de la alegría inicial, Patricia se desinfló. Calzaba zapatillas. ¿La dejarían entrar, vestida con semejante informalidad? Como no estaba dispuesta a correr el riesgo, pactó con una compañera de trabajo (la misma que la cubría cada vez que participaba de una exhumación; la mayor parte de los estudiantes pretexta exámenes para escabullirse del trabajo, pero Patricia lo hacía para desenterrar huesos) y salió a comprarse un par de zapatos.


Snow llegó al estrado más tarde de lo previsto; era el testigo número doce, y jueces, fiscales y defensores parecían agotados. Cuando le preguntaron de qué forma podía ser útil, Snow pidió que se apagasen las luces (fue la única vez, durante el largo juicio, que las partes se unieron en la penumbra) y encendió el proyector cargado con diapositivas de las exhumaciones.


Primero mostró imágenes de las excavaciones y explicó el procedimiento. (Desde el primer piso de la sala, Patricia, Mimí, Morris y Luis se vieron a sí mismos en la pantalla.) Después enseñó imágenes de un esternón perforado por una bala disparada a corta distancia, del hueso pélvico de una mujer –tenía veinte años al morir, dijo Snow- y de los dientes del mismo esqueleto. Según la madre de la víctima, le habían extraído un canino un mes antes de ser secuestrada; la foto mostraba el espacio dejado por la pieza ausente.


Cuando Snow proyectó la imagen del cráneo de Liliana Pereyra, varios de los presentes boquearon en busca de aire. El silencio era absoluto. Snow explicó que dentro de la caja craneal se habían encontrado siete perdigones de Ithaca, "la clase de escopeta que utilizan la policía y las fuerzas de seguridad argentinas". El disparo había sido efectuado a muy corta distancia. Habían tenido que trabajar dos días para reconstruir el cráneo. El análisis del hueso pelviano demostró además que Liliana Pereyra, embarazada de cinco meses en el momento del secuestro, había dado a luz en término.


Snow proyectó su último slide. No más huesos, no más excavaciones. En lugar del cráneo rajado se veía ahora un retrato de Liliana Pereyra. Una joven de veinte años, ojos oscuros, maquillaje coqueto y la promesa de una sonrisa.


El sollozo de Coqui Pereyra, madre de Liliana, ganó el centro de la sala.


Ninguna víctima tiene un testigo mejor, dijo Snow, que sus propios huesos.
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Cuando se le pregunta por sus recuerdos del juicio, Luis Fondebrider dice que nada lo impactó más que cruzarse con aquellos militares y descubrir que parecían gente común, clase media, tipos que se visten como uno y gustan de los mismos vinos.


Antropólogo al fin, prefiere pensar no tanto en los seres concretos como en los mecanismos que ayudan a darles forma. Nosotros produjimos a Videla, dice Luis. Es parte de nuestra sociedad, como lo fueron aquellos que colaboraron con él.


A Luis la historia con mayúsculas le gustó desde pequeño. Esa voluntad de saber de dónde se viene y cómo fue que los austríacos Von der Brüder se transformaron en Fondebrider al cruzar el océano.
Siempre le gustó leer sobre el juicio de Nüremberg.
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Durante los primeros años de la dictadura, Darío Olmo era alcohólico y consumía anfetaminas. Había militado como estudiante secundario, pero en 1973, luego de la masacre de Ezeiza –donde se enfrentaron facciones intestinas del peronismo de izquierdas y de derechas-, se rehusó a plegarse a la tendencia que indicaba que la única vía era la de las armas. Ese era el mundo de los adultos, dice. Y ganó aquel que tenía el arma más grande.


Debió haber entrado en la universidad en 1976, pero en esos meses fue el golpe y Olmo optó por un año sabático –vivir en una nube, aunque fuese de origen químico, era un reflejo de supervivencia.
Ingresó en la carrera de antropología, en La Plata, al año siguiente. Un alumno inexistente. No me interesaba definir mi vida a partir de una práctica profesional, dice. Pero la universidad lo empujó a participar de excavaciones arqueológicas en Tierra del Fuego –donde conoció a Patricia y a Luis-, y en Sierra de la Ventana, donde recuperó huesos humanos de períodos prehispánicos.


Una carta de Patricia le informó de una inminente exhumación en La Plata. ¿Le interesaba participar? Tratándose de un trabajo en su ciudad, y al calor del juicio a los ex comandantes, Darío aceptó.
La exhumación tuvo lugar al día siguiente de la declaración de Snow. El cuerpo resultó ser el de Laura Carlotto, hija de la presidenta de Abuelas. A Darío le cupo en suerte desenterrar la parte inferior del cuerpo. Los huesos de las piernas estaban envueltos en una tela de nylon. Darío estaba habituado a encontrar restos de ropas con los huesos –un ajuar, por ejemplo-, pero siempre se trataba de prendas cuya distancia cultural con el presente era grande. Las medias casi intactas de Laura, que todavía podían vestir cualquier chica de piernas perfectas y flexibles, fueron demasiado.
Darío se quebró y dejó la fosa.
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En los diez meses que Snow estuvo ausente, el Equipo trabajó de manera constante. Empezamos a sentirnos más seguros, al ver que los médicos no podían rebatir nuestros argumentos y que algunos jueces no paraban de llamarnos, dice Luis.


A falta de un espacio físico donde trabajar, lo hacían en cualquier parte. En bares. Una vez Morris perdió un expediente dentro de un taxi. (El taxista se lo devolvió.) O, durante la feria judicial de enero, se les permitía acomodarse en las oficinas de la Fiscalía de Strassera. Por ese entonces nadie tenía computadoras. Había carpetas hasta en el baño y en los brazos de los sillones, dice Patricia.
El modus operandi seguía inalterado. Exhumaban los fines de semana, viajando en autobús. Darío seguía siendo empleado del Registro de la Propiedad. Alejandro Incháurregui, el otro platense que se incorporó al Equipo, contaba dinero en el Hipódromo de San Isidro.


Alejandro es un tipo de jovialidad y barba perennes. Ceba buen mate y me regala una fotocopia con una poesía de Paul Celan. Abrimos una fosa en los aires, dice el poema, allí no hay estrechez. Llegó al Equipo de la mano de Morris, que lo conocía de la universidad donde también estudiaba medicina. Recuerda perfectamente la primera exhumación de la que participó, por todos los motivos obvios pero también por uno intransferible: fue la primera vez que sufrió una jaqueca en su vida.
Desde entonces, dice, soy un tipo jaquecoso.
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Fue en la Fiscalía donde comenzaron a tener contacto con los familiares de las víctimas. Las exhumaciones y las tareas de laboratorio eran un primer paso. Necesitaban información pre mortem para lograr identificaciones positivas –registros dentales, viejas placas radiográficas- y los únicos que podían suministrarla eran padres, tíos, hermanos...


Citaron a familiares de aquellos a quienes presumían víctimas. Me impresionaba hablar con gente que había pasado por centros de detención de la dictadura, dice Darío: tenían casi mi misma edad, pero era como si estuviese hablando con gente de otro planeta. Una sensación de profundo extrañamiento. Por lo general hablábamos mucho, teníamos una compulsión a la autojustificación, a convencerlos de que éramos chicos buenos. Y ahí no se jugaba si éramos buenos o malos, sino la identificación de una persona desaparecida. Pronto aprendimos a callarnos.


La breve militancia de Darío le bastaba para saber que, en líneas generales, los desaparecidos habían sido secuestrados no por azar ni por ser familiares de alguien, sino por estar políticamente organizados. El problema es que muchas organizaciones habían sido arrasadas con ellos, lo cual impedía el acceso a marcos de referencia, información, testigos. Quedaban los familiares, entonces. Muchos de ellos ignoraban la militancia de sus hijos, o simplemente la ocultaban; la teoría de los dos demonios hacía estragos en la Argentina, por lo que buena parte de los sobrevivientes prefería disimular el hecho de que los desaparecidos habían militado en política, y quizás optado por la lucha armada.


Además éramos bastante gansos preguntando, dice Darío, dado a la autodeprecación. Y hacíamos barbaridades: buscando información sobre gente muerta en agosto del 76, en la llamada masacre de Fátima, citamos a familiares de secuestrados en mayo. La historia de nuestros progresos es la historia de nuestros errores, primero, y después de nuestro progreso en la obtención de datos y la forma de cruzarlos.
Intuían que ser científico no era suficiente. Debían, además, volverse detectives.............................................................................

Snow regresó a la Argentina diez meses después de su testimonio en el juicio. Lo hizo con un encargo del gobierno de crear un centro de ciencias forenses, aplicado a la identificación de los desaparecidos.
En ese lapso, sus estudiantes habían llevado a cabo doce exhumaciones. Parte de esa evidencia fue utilizada en el juicio contra Ramón J. Camps, ex jefe de la policía de Buenos Aires, a quien se atribuía responsabilidad en la muerte de 5.000 personas.


Snow dejó el trabajo de campo a los jóvenes y se concentró en las estadísticas. Quería demostrar que el grueso de los NN enterrados en cementerios entre 1976 y 1983 no pertenecía a indigentes sino a los desaparecidos por la represión. Con la colaboración de María Julia Bihurriet, de la Subsecretaría de Derechos Humanos, compiló y procesó una montaña de datos. Identificó así los cementerios cuyos NN se habían duplicado o triplicado entre 1976 y 1977 –el período más feroz de la represión-, los vinculó a campos de detención próximos y señaló la caída en la edad de las víctimas: hasta ese momento, los NN menores de entre 20 y 25 años de edad eran apenas el quince por ciento de la población, pero entre el 76 y 77 se convirtieron en más de la mitad de los NN enterrados.


Además estaba el causal de muerte. Antes de la dictadura, apenas el cinco por ciento de los NN moría por disparo de bala. Entre 1976 y 1977, más de la mitad habían sido asesinados a quemarropa.
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Esa vez Snow trajo en sus valijas algo más que repelente para monos. Tenía una oferta para sus estudiantes: una beca de la AAAS por seis meses, que les permitiría concentrarse en la labor forense y cobrar cada treinta días unos módicos 150 dólares.


La respuesta de los jóvenes fue un no que lo sorprendió. La beca implicaba tener que trabajar bajo la órbita de la Subsecretaría de Derechos Humanos, y el Equipo desconfiaba de las verdaderas intenciones del gobierno de Alfonsín. Además, a instancias de la Subsecretaría, se esperaba de ellos que se concentrasen en la tarea de exhumación, a la que sabían vital pero por cierto insuficiente; querían saber más, hacer más. En una reunión en la Subsecretaría, les dijeron que deseaban que se concentrasen en los restos de accidentes aéreos y catástrofes naturales. Mimí les respondió que en la Argentina no había terremotos, sino desaparecidos.


Snow se irritó. No hay nada que moleste más al viejo, dice Alejandro, que un planteo sindical.
(Había otra razón de peso: con el Hipódromo, las cucarachas y la empresa de transportes, cualquiera de ellos ganaba más de 150 dólares.)


Semanas más tarde, aún refunfuñando, Snow reformuló la oferta: 300 al mes. El acuerdo se selló. Alejandro dejó La Plata y se instaló en un departamento de Buenos Aires que pertenecía a los padres de su novia. Darío pidió licencia por un año en el Registro de Propiedades y también abandonó La Plata. Era la oportunidad de apartarse de la vida plácida del empleado de provincias y concentrarse en algo excitante, lúdico. Una forma de simplificar, dice: yo depositaba todo lo siniestro en La Plata, e instalarme en ese monoambiente caótico de San Telmo junto con dos amigos era empezar desde cero.


Estudiaban juntos. Excavaban juntos. Salían juntos.


El periodista político más importante de la Argentina, Horacio Verbitsky, los definió por entonces como el cardumen. El apodo quedó. Eso eran, a fin de cuentas: un grupo que lo hacía todo en conjunto y que se comunicaba entre sí telepáticamente.


Patricia y Luis ya vivían juntos.
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Durante meses, Patricia recibe llamados telefónicos de su hermana, la pintora radicada en Nueva York. Patricia le cuenta los descubrimientos del Equipo. Los pequeños objetos, ocultos dentro de terrones, que hallaban junto con los huesos: botones, hebillas, el gesto de coquetería que vence a la muerte. Las historias familiares: una niña sobrevive a una carga del Ejército, pero el cuerpo de su hermanito muerto le cae encima y la atrapa; devenida mujer, busca la oscura tumba en que yace su padre.
La hermana de Patricia escucha en silencio. Las palabras le llegan tarde, como si no llegasen ellas sino su eco. Por las noches sueña con huesos, con botones, con hebillas. Durante el día pinta jirones de aquellos sueños.


A miles de kilómetros, Patricia sueña también. Una noche sueña que debe dar sangre para una amiga y que de su antebrazo presto para la jeringa surgen los huesos de un bebé.
Hay que pintar de día y llorar –soñar- de noche.
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En la madrugada del 20 de agosto de 1976, una explosión turbó los sueños de la bucólica localidad de Fátima, en Pilar, provincia de Buenos Aires. Cuando los vecinos se acercaron al páramo humeante, descubrieron que el estallido había perforado un pozo de 80 centímetros de profundidad y un metro de diámetro. Las formas negras y retorcidas que el primer curioso creyó metálicas eran, en realidad, cadáveres a los que un explosivo llamado trotyl dividió y quemó.


La policía siguió hallando restos en un radio de cien metros a la redonda. Contó treinta cadáveres; veintiséis tenían balazos en la cabeza. Ojos vendados. Manos atadas a la espalda. El trámite de rigor hizo que se tomaran las impresiones digitales y algunas fotografías borrosas y distantes. Cuando durante el juicio a los ex comandantes se preguntó al comisario Peña por el estado de los cadáveres, el policía se permitió una humorada: "Los cadáveres estaban muertos", dijo.


El caso llegó al Equipo a principios de 1986 de la mano de Raúl Schnabel, un abogado de la organización Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Schnabel creía que las víctimas de Fátima eran alumnos del Colegio Nacional Buenos Aires. El caso parecía demasiado complejo para las posibilidades que el Equipo tenía por entonces; faltaban aún varios meses para que Snow regresase con su oferta de becas y perfeccionamiento. Pero Schnabel fue convicente. No tenía nadie más a quien recurrir. El cardumen deliberó y finalmente le ofreció sus servicios.
La investigación judicial los llevó a citar a una serie de familiares que proveyeron datos que, comparados con los restos, no condujeron más a que a una única identificación, la de Marta Spagnoli de Vera, cuyo cráneo tenía tres orificios de bala en la zona occipital. Para peor, la madre de la víctima sufrió un ataque de nervios al ser informada y a los pocos días puso en dudas los resultados del peritaje. Los restos de Marta jamás fueron reclamados por su familia. Regresaron a una tumba sin nombre en el cementerio de Derqui.


La frustración que les produjo este caso empañó la sensación de haber iniciado una nueva etapa. Habían prometido a Snow informes completos al terminar la investigación, pero esos informes no iban a hablar más que de fracasos. ¿Qué estaban haciendo mal? Sabían que no podían llegar muy lejos con el pedido de datos pre mortem; la mayor parte de los familiares no conservaba nada de valor. Y además, para que fichas odontológicas y radiografías sirviesen, había que solicitarlos con precisión a la presunta familia de la víctima; si no había sospecha de quién era el muerto, no habría ninguna puerta a la que golpear por ayuda.


Las investigaciones de jueces y abogados, estaba probado, contenían datos y pistas erróneas. No podían fiarse. Necesitaban elaborar sus propias hipótesis sobre la identidad de las víctimas, para ampliar sus posibilidades de dar en el blanco. Los juzgados no eran la única fuente de información: estaban los archivos de las organizaciones de derechos humanos, los informes de autopsias, los registros de los cementerios...


Entonces el dinero de las becas se acabó. Snow entregó a la Subsecretaría de Derechos Humanos su trabajo estadístico sobre los NN. Pasaron semanas sin que mediase crítica, pedido o comentario alguno. El trabajo de meses parecía haber sido en vano.


Deprimido, el americano regresó a Oklahoma para las Navidades. En la mañana del 26 de diciembre recibió un llamado de Morris. Con voz sombría, Morris dijo que sólo tenía malas noticias. El Congreso argentino había sancionado la Ley de Punto Final, que ponía límites a las acusaciones contra militares, policías y miembros de las fuerzas de seguridad que hubiesen violado derechos humanos durante el anterior gobierno. En el plazo de sesenta días, aquellos oficiales que no hubiesen sido formalmente demandados quedarían libres para siempre de culpa y cargo. El 22 de febrero del '87 era la frontera final; de allí en más, sólo podrían sustanciarse acusaciones sobre secuestro de menores, falsificación de documentos y sustracción de propiedad privada. Desde la helada mañana de Oklahoma, Snow tuvo el humor suficiente como para hacer notar que el gobierno argentino privilegiaba la propiedad privada a la vida de sus ciudadanos.


El panorama era desalentador. Por primera vez se ponía en negro sobre blanco aquello que la errática política de la Subsecretaría de Derechos Humanos había insinuado: Alfonsín concedería lo que fuese necesario con tal de apaciguar al frente militar, inquieto desde los juicios y su resolución.


Había tan sólo dos formas de reacción posibles. Una, la que aconsejaba la lógica de la derrota, era bajar los brazos. Pero había otra.


Sesenta días. Tenían sesenta días.
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