miércoles, 1 de septiembre de 2010

Huesos argentinos Antropología del Proceso Primera parte

Gabriela Borges aquí va lo prometido sobre antropología.   El Che Vive.   Toto

 

Museo Che Guevara [mailto:museocheguevara@fibertel.com.ar]

Huesos argentinos Primer parte

 

foto:  Josefina Salgado y la foto de su querido hijo José desaparecido en Argentina

 

Los exhumadores de historias 

Hace algunos años escribí un artículo sobre el EAAF para la revista española Planeta Humano, a instancias de mi maravillosa amiga Ana Tagarro. Ese texto sigue siendo lo que más me enorgullece de toda mi carrera periodística, por el trabajo que me demandó y por la gente que me obligó a conocer. Lo incluyo aquí a pesar de su longitud, a sabiendas de que se trata de una historia increíble que vale la pena desde el principio al fin:

...we thrive on bones; without them there'd be no stories.
Margaret Atwood,       The Blind Assassin

Los huesos están hechos de la misma materia que el resto del organismo. Sólo que más fuerte. Apenas concebidos somos invertebrados. Rápidamente, algo en nosotros se endurece. Producimos más colágeno y fosfato de calcio; una vocación de durar.


Esa crispación nos permitirá erguirnos, andar, protegerá nuestros órganos más delicados –corazón y cerebro. Cuando todo lo demás se haya ido, cuando la sangre seque y la carne se deshilache y las uñas se vuelvan ligeras como el ala de una polilla, polvo entre el polvo, ellos estarán.


Somos nuestros huesos. ........................................................................

Esta es una historia singular. Lo es porque mezcla componentes insólitos -huesos, marchas contra el FMI, exterminadores de cucarachas, iglesias suecas, un hombre parecido a Robert Redford-, pero ante todo porque habla de heroísmo en un país que dedicó sus últimos treinta años a desactivar la noción de que un héroe, ese atavismo, es posible.


Nunca han oído los nombres de estos héroes; los diarios de su país los ignoran, dedicados como están a menesteres del fútbol, el corazón y los mentideros de la política. Aquí van, pues, para que vayan habituándose a ellos: Patricia Bernardi, Mimí Doretti, Luis Fondebrider, Alejandro Incháurregui, Darío Olmo, Maco Somigliana, Morris Tidball. (Los nombres son importantes; somos nuestros nombres.) Todos son argentinos. Tienen entre treintaipico y cuarenta y pocos. En el momento clave de la historia eran veinteañeros, estudiantes universitarios para quienes el futuro era más corazonada que certeza.


La suya es una historia sobre la identidad. Porque mientras luchaban por saber a quiénes pertenecían esos huesos que surgían por doquier del suelo argentino –la cosecha más próspera de la dictadura-, descubrieron quiénes eran y cuál el sitio que les correspondía en este mundo fugaz.
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Diciembre, 2000. Un viejo apartamento del barrio de Miserere, en Buenos Aires, Argentina. Paredes blancas, estanterías, escritorios. Podría pasar por una oficina cualquiera, un templo del papeleo. De no ser por ciertos detalles. Un libro llamado The American Way of Dying. Un cuadro de origen mexicano, el casamiento de dos esqueletos; se los ve felices.
Patricia Bernardi me enseña un libro lleno de fotos de excavaciones. Hay muchas fotografías de Bolivia, de cuando buscaban los restos del Che. Patricia es uno de los miembros fundadores del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Se la ve en las fotos, de rodillas sobre la tierra. Quitando polvo de los huesos con una escobilla. Midiendo fémures. Tiene ojos punzantes y cuando ríe hace música. Se parece a la joven Ann Bancroft de Ana de los milagros.


Después me lleva de paseo por la oficina. El laboratorio es una estancia sencilla, con una bandeja metálica sobre la que se arman y miden y clasifican los restos óseos.
Detrás del laboratorio hay un cuarto sin ventanas. Estanterías en las cuatro paredes. Llenas de cajas de manzanas de exportación. No están llenas de manzanas, sino otra clase de frutos.
Huesos. Cada caja corresponde a los restos de un ser humano específico. Víctimas de la represión ilegal que tuvo lugar a partir de 1976 en la Argentina. Casi todos fueron rescatados de una fosa común del cementerio de Avellaneda. Figuraban en los registros como NN. (Ningún nombre, no name; los nombres son importantes.) Hasta ese entonces, la sigla NN denominaba a los restos humanos no identificados por los que nadie reclamaba. Vagabundos que mueren en umbrales. Viejos que sucumben al frío. Del 76 para aquí, NN significa otra cosa en la Argentina. Los restos óseos hallados por la gente del EAAF no pertenecen a indigentes. Los indigentes no tienen orificios de bala en el cráneo.
Hay 300 cajas en el cuarto. Trescientas fichas sin nombre.
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La Argentina siempre ha sido un sitio extraño. Un país bárbaro que produce escritores exquisitos. Un enclave latino donde se crea música de una tristeza casi báltica. De perfil agroexportador, pero abocado desde los fatídicos '70 a la exportación de drama; un manantial de historias trágicas de una concentración casi inédita desde la explosión del teatro isabelino.
Cuando Clyde C.Snow voló por primera vez a la Argentina, en 1984, su principal referencia era que se trataba de la patria de Juan Vucetich, el hombre que creó el sistema de identificación mediante huellas digitales. (Por sus frutos los conoceréis; la Argentina es, insisto, un sitio extraño.) Antropólogo forense de reputación mundial, Snow había sido invitado por el flamante gobierno democrático de Raúl Alfonsín como miembro de la American Association for the Advancement of Sciences (AAAS).


Snow aceptó porque su horizonte inmediato se había vaciado de emociones. Un hombre inquieto. Casado cuatro veces. Vive en Oklahoma. Viaje donde viaje, lo hace ataviado con su sombrero Stetson y sus botas texanas. Aunque el calor sea sofocante, como lo era en Brasil cuando llegó para identificar los restos de Joseph Mengele.
Cuando Snow viajó a la Argentina, no sabía qué clase de lugar era ese.
En su equipaje llevaba repelente para monos.
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Durante los primeros meses del gobierno de Alfonsín se vivía entre la euforia democrática y el miedo al retorno de los militares. Se manifestaba por las calles temiendo ser fotografiado, identificado y registrado como parte de las listas de futuros desaparecidos.


Morris Tidball era uno de los que marchaban a pesar del miedo. Estudiante de medicina en la Universidad de La Plata, estudiaba poco y vivía mucho. Se decía anarquista; editaba una revista mimeografiada de un solo folio, escrita a máquina, a un solo espacio y sin puntos aparte. Trabajaba como bibliotecario en un ateneo socialista, rondaba las oficinas locales de las Abuelas de Plaza de Mayo, se metía en cuanta cuestión gremial surgía dentro de la universidad; un misil que busca una fuente de calor. Rubio, alto, de ojos más claros que el día y facciones perfectas, Morris bien podría pasar por hijo natural de Robert Redford. Si se suma a esta imagen su encanto natural, se comprenderá que haya visto revolearse más faldas, delante suyo, que en una convención de imitadores de Marilyn.


Una tarde de marzo, Morris vio el anuncio de una conferencia que hizo sonar su cascabel: Seminario sobre Ciencias Forenses y los Desaparecidos. La cuestión cruzaba dos de sus intereses, el de la medicina y el de los derechos humanos. A pocos minutos de haber entrado, le llamaron la atención dos cosas. La primera fue el pésimo desempeño de la traductora. Y la segunda fue uno de los científicos del panel, el de bigotes que fumaba puro y hablaba con la lánguida cadencia de los cowboys. Tenía un aire al Broderick Crawford de Patrulla de caminos. Por sobre todas las cosas, no parecía un científico.


Cuando la traductora se quebró en llanto, abrumada por una tarea que la superaba, el misil termodirigido de Morris Tidball encontró un blanco. Descendiente de ingleses, y familiarizado con los términos médicos por su carrera universitaria, llenaba con creces el sitial del traductor perfecto para la ocasión. Pronto descubrí que el inglés de Morris era mejor que el mío, dice Snow. Los texanos tenemos nuestro propio idioma, y somos particularmente pobres con el inglés; George W.Bush es un buen ejemplo de ello.
Snow recuerda también la desconfianza que Morris le produjo. En medio de una audiencia de jueces con trajes de tres piezas, Morris se recortaba como una presencia única. Tenía el cabello largo hasta los hombros y barba de días, una remera teñida a mano, jeans y botas viejas. Parecía un sobreviviente del Berkeley de los '60. Durante toda mi exposición, recuerda Snow, temí que un escuadrón antiterrorista o antinarcóticos se llevase a nuestro flamante traductor.


Sobre el final del encuentro, la pregunta que formuló un hombre de entre el público llenó de intriga a Morris. El hombre quería saber si los huesos de un bebé de cinco meses podían disolverse dentro de un ataúd, al punto de no dejar rastros. Morris tradujo la pregunta al inglés y Clyde C. Snow sintió la misma intriga. Es improbable, respondió; dependería del tiempo transcurrido y de la acidez del suelo; necesitaría más datos para poder ser preciso.


Snow estaba a punto de irse cuando el hombre se le acercó. Se presentó como Juan Miranda. Dijo ser padre de Amelia Miranda, asesinada por la represión en 1976 junto con su marido Roberto Lanuscou y sus tres hijos de 6, 4 años y cinco meses; de acuerdo a los diarios de la época, se trataba de "cinco extremistas" que habían sido aniquilados por el Ejército durante un enfrentamiento. Apenas reiniciada la democracia este hombre había solicitado la exhumación de los cuerpos; encontró restos del matrimonio y de los hijos mayores, pero del bebé Matilde sólo ropa y un chupete. ¿Aceptaría Snow revisar esos despojos?


La pregunta quedó flotando en el aire. Snow tenía pasaje de regreso para el día siguiente.
Of course, dijo, y sin esperar traducción ofreció un empleo a Morris Tidball.
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En 1984 Patricia Bernardi estudiaba arqueología en la Universidad de Buenos Aires. Había participado de excavaciones en la ciudad de David, en Israel, y verano tras verano retornaba a Ushuaia, Tierra del Fuego, en el extremo austral del continente, para trabajar sobre restos de civilizaciones prehispánicas. Vivía sola. Había perdido a sus padres de pequeña. Su hermana se había radicado en Nueva York. Todo lo que tenía era a su abuela, que la crió, y al tío serio y distante en cuya empresa de transportes trabajaba para pagarse los estudios.
Nunca participó en política. La arqueología era su burbuja.


Todo su contacto con la realidad de la represión venía de los medios; como tantos miles de argentinos, asistió demudada a las revelaciones de la CONADEP, la comisión que el gobierno de Alfonsín creó para investigar los hechos. Supo así de secuestros, de tortura, de métodos (prácticos, casi industriales) para la disposición de cadáveres.
En ese estado de exaltación –la verdad exalta- participó de una protesta contra el FMI, organismo al que se atribuía ser el ideólogo del plan económico ejecutado por los militares. Mientras marchaba por calles céntricas de Buenos Aires se le acercó Douglas Dougie Cairns, argentino de origen escocés, como ella estudiante de antropología. Dougie era amigo de Morris Tidball. Y Morris le había mandado buscar estudiantes de arqueología que estuviesen dispuestos a dejar los libros y pasar a la práctica –una práctica que, más allá de los protocolos de la ciencia, podía ser macabra.
Hay un yanqui que quiere exhumar cadáveres, dijo Cairns a Patricia. Estaba esperándolos en un hotel para tener una reunión.


Poco después Patricia se topó con Mercedes Mimí Doretti, una de sus compañeras de estudios. Mimí también había sido invitada por Dougie. ¿Qué pensaba Patricia al respecto?
Acudieron a la cita por curiosidad.


Así, en medio de una ciudad que ardía, Clyde C.Snow propició la más improbable de las reuniones. Estaban Morris Tidball, el Redford latino. Estaba Patricia Bernardi, la Indiana Jones argentina. Estaba Mimí Doretti, que soñaba con ser fotógrafa –debilidad por las formas abstractas. Estaba Luis Fondebrider, de apenas 18 años, estudiante de antropología, que estaba allí tan sólo porque Patricia estaba allí; la hubiese seguido hasta el fin del mundo. Y estaba Dougie Cairns, en los albores de una borrachera que se tornaría fenomenal, hablando pestes de los yanquis en las narices de Snow.


Con Morris como intérprete, Snow explicó qué esperaba de ellos. Se trataba de una exhumación en el cementerio de Boulogne, en la provincia de Buenos Aires. Aplicarían técnicas arqueológicas al trabajo forense, para que la recuperación de los restos se hiciese con el menor costo posible; poco tiempo antes la Justicia había autorizado excavaciones con motopalas, produciendo rotura de huesos y pérdida definitiva de evidencia. ¿Por qué no exhumaba con arqueólogos diplomados? Porque había remitido cartas al colegio de profesionales sin recibir respuesta. ¿Habría carne en los huesos? Ya no, dijo Snow. ¿Para qué serviría su presencia, preguntó Mimí, dado que ella no tenía experiencia en excavaciones? Puedes limpiar la evidencia y tomar fotografías, dijo Snow. Si era necesario, el viejo estaba dispuesto a pagar de su bolsillo los elementos necesarios: escobillas, estacas, sogas, baldes, cucharines, cuchillos...


La conversación prosiguió durante la cena. Ninguno de ellos tenía apetito –la descripción que Snow hizo de lo que encontrarían en las fosas les cerró el estómago-, pero el buen vino y la perspectiva de que alguien más pagase la cuenta terminó desatándoles. Morris les contó del caso Lanuscou: Snow había analizado los restos de la familia y concluído que jamás había habido allí el cadáver de un bebé; los Lanuscou y los Miranda tenían un nieto en alguna parte, en cuya búsqueda cifrar esperanzas.


Pasada la medianoche se dieron las manos sin que mediase un sí definitivo. Las calles estaban cubiertas de botellas, basura quemada, jirones de banderas y panfletos contra el FMI y la banca internacional.


Dougie se abrazó a una farola y comenzó a girar como un poseso mientras gritaba yankee, go home.


Después vomitó.
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Snow está de acuerdo con que el hecho de haber aceptado la oferta de Morris –reclutar
estudiantes de antropología y arqueología dispuestos a colaborar con las exhumaciones- fue algo temerario.
Debo haber estado bajo los efectos del atroz whisky argentino, dice Snow. Si hubiese estado bebiendo algo decente, un Chivas o un buen dry martini, le habría dicho: Morris, esa es la idea más tonta que he oído nunca.
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El 26 de junio de 1984 amaneció gris. Snow y sus remisos arqueólogos se reunieron bien temprano en el lobby del Hotel Continental. Estaban todos los de la otra noche menos Luis. Los cementerios le llenaban de aprensión.


En el osario de Boulogne los esperaban policías, forenses y enterradores. Estábamos cagados, dice Patricia Bernardi, cigarrillo en mano, mientras cae la tarde sobre las oficinas de Miserere. Fue la exhumación más larga de mi vida.


Los sepultureros marcaron la fosa. Había llovido y el pasto estaba mojado. Dibujaron una cuadrícula y se dividieron el terreno. Comenzaron a trabajar con Snow echado sobre la tierra, allí como ellos.


Encontramos cosas que un arqueólogo no suele encontrar: ropa, proyectiles. Tengo una imagen imborrable, levanto la cabeza y veo las botitas de los policías allí, delante de mis narices. Nos preguntaban cosas intimidatorias: ¿Y vos qué hiciste en el 76? Finalmente di con un cráneo. Lo destapé y salí de la fosa a caminar un poco. Algunos dicen que lloré. Eso no lo recuerdo, dice Patricia.


Al poco rato hallan un hueso de formas poco familiares. Snow lo descarta inmediatamente; pertenece a un animal, dice. Morris, pícaro, lleva el hueso donde los forenses oficiales y les consulta al respecto. Después de darle una y mil vueltas, concluyen con tono doctoral que sería preciso hacer un estudio más detallado para pronunciarse.
Es de noche cuando Mimí Doretti se acerca a Luis en la universidad y le dice: necesitamos ayuda. Ahora mismo. En la morgue del cementerio. Luis piensa en la morgue, en el cementerio, en los huesos, en Patricia, en la importancia de esa identificación, nuevamente en Patricia. Se sube al auto de la madre de Mimí y viajan rumbo a Boulogne.


En la morgue Snow discute con un forense. Es su bautismo de fuego en la realidad argentina; no lo sabe todavía, pero ese hombre, como tantos de sus colegas, ha sido cómplice de la muerte en cuestión al registrar como NN a un cadáver cuyos victimarios tenían identificado. La discusión parece profesional, pero también se trata de un intento de encubrimiento. El forense dice que el agujero del cráneo se debe a una herida de bala a distancia, lo que sugiere un enfrentamiento, disparos que se cruzan, un justo ganador. Snow dice haber visto heridas similares en casos vinculados con la mafia y los traficantes de drogas. Se trata de disparos a quemarropa. Esto es, de ejecuciones.


Horas después vuelve a su país y los demás a su vida cotidiana. Patricia a la facultad y la empresa de transportes de su tío. Luis a sus estudios y a su doble trabajo: sacando fotocopias en una librería y ayudando a un amigo con su pequeña empresa de servicios de exterminación.
En sus ratos libres, Luis mata cucarachas.
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En el cuerpo humano hay 206 huesos. Cada uno de ellos, por pequeño que sea, lleva en su seno la clave de la identidad de su dueño.
Cuando se exhuma un cadáver se levanta hueso por hueso, en orden. Se los numera, embolsa, guarda en cajas y traslada al laboratorio. Allí se los lava para luego reconstruir la configuración del esqueleto. De ella depende la identificación de raza y sexo, primero, y luego de la edad.


Los ojos del forense tradicional corren siempre en busca del causal de la muerte; buscan orificios de entrada y salida, huesos astillados o rotos. En casos como los recuperados por el Equipo, donde el causal está casi dado (encontraron restos que tenían hasta once perforaciones de bala), las prioridades son otras.


Lavar. Armar. Reconstruir. Patricia pega los dientes, uno por uno, de nuevo en sus alveolos. Como si al devolverles la forma humana los aproximase a la vida.
Lo primero que hago con los huesos es tocarlos, dice Patricia.
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Snow regresó en febrero de 1985 para dirigir un taller sobre identificación de restos óseos. Con la tecnología del ADN todavía en pañales, la suerte de la identificación dependía de la existencia de datos pre mortem: radiografías, registros dentales, historia clínica de anomalías, y de recursos imaginativos como la superposición fotográfica del rostro de la persona sobre la imagen de su presunta calavera.


Ante el pedido de un juez, Snow convocó nuevamente a su equipo de estudiantes. Mimí y Patricia se mostraron remisas, pero Morris insistió y la pronta disposición que Luis mostró esta vez inclinó la balanza. El juez creía que las tres tumbas a descubrir pertenecían a Néstor Fonseca, Ana María Torti y Liliana Pereyra, todos desaparecidos durante la represión ilegal. Fonseca presentaba características osteológicas singulares: era zurdo y su mano derecha tenía huellas de bala de un accidente de caza.


Trabajaron un sábado por la mañana. (Trabajaban siempre los fines de semana para no tener problemas con sus empleos pagos; los domingos, mientras la Argentina descansaba, los miembros del Equipo exhumaban huesos.) Marcaron un perímetro con sogas. Detrás de las sogas estaban los policías, y detrás de los policías había curiosos, muchos de ellos con frazadas sobre las que sentarse y canastas de picnic.


Mimí fue la primera en reparar en una mujer rubia de jeans y chaqueta beige, que esperaba de pie al borde del perímetro. Ya habían dado con los huesos del presunto Fonseca cuando la mujer llamó a Mimí con un gesto.


Desde la fosa, Snow dijo que se trataba de los restos de un hombre con fracturas cicatrizadas en la mano derecha. Bien podía ser Fonseca.


Mimí le preguntó si estaba seguro. Snow no entendió la pregunta.


La mujer rubia de jeans es la esposa de Fonseca, respondió ella.


Hubo un pesado silencio. Alguien dijo que, después de todo, la mujer tenía derecho a saber. Snow frunció el ceño –la situación era altamente irregular, de acuerdo a los procedimientos a que estaba acostumbrado-, pero aceptó que la mujer llevaba siete años esperando noticias y que prolongar su espera sólo podía ser cruel.


La invitaron a aproximarse. Snow le enseñó las fracturas de la mano derecha del esqueleto. Mimí le mostró las pequeñas deformidades en los huesos de la mano izquierda que son patrimonio de todos los zurdos.


Metros más allá, Morris había dado con el cráneo de la mujer a quien se presumía Liliana Pereyra. Al descubrirlo lleno de perdigones de escopeta, salió del foso y se echó a llorar.

 

Si te interesa seguir leyendo sobre este tema pedime el resto y te lo envío.  Es tan largo como doloroso y necesario de conocer para entender la historia argentina.