Al sonido de mi Mismo
por Pedro González Munné
Hay algo de terremoto en mudarse, arrancar todo lo plantado por años de rutina y trillos, esconderlo apresuradamente en una caja, amordazarle con cinta pegante y amontonarlo en un camión alquilado donde las cosas se hinchan como animal muerto.
Es terrible ver la casa despedazándose mientras descuajamos cuanto podemos y rabiosos barremos hasta los últimos rincones de polvo y con los papeles, llenamos bolsas y bolsas de basura, como queriendo arrancar hasta el último vestigio de nuestra presencia.
La mejor parte es la aventura, la partida hacia un horizonte nuevo, donde podemos descascarar una a una las capas de pintura, horadar paredes para hacer espacio a nuestros propios recuerdos muertos, perseguir fantasmas de sentimientos ajenos en los áticos y hacer el amor en rincones extraños.
Hay algo interesante en alterar los relojes y ajustarlos a las nuevas rutas, las nuevas calles. No es sólo un problema de remplazar cerrojos, tiene que ver con la latitud con que enfocas tu cama, o los rumbos de tu brújula para llegar a casa -el hambre se acrecienta con la lejanía.
Siempre he amado el crujir de los pisos de madera, su calidez y firmeza contra mi piel descalza, aquello de sentir algo vivo contra ti en la noche cuando las ventanas vibran con sombras de árboles vivos. Tengo una vecina rubia paseando desnuda bajo su bata de felpa, protegida por su inmenso perro negro, de corazón de peluche.
La primera vez que vislumbré su aparición tras la ventana enrejada y el embrollo de gajos, me enredé con los infinitos cerrojos de rejas y puertas y cuando al fin mis pies descalzos salieron a las losas húmedas de la escalera -aún conservo la bronquitis del delito-, me abofeteó el sauce llorón del jardín con su regusto a fragancia de ungüento triste.
Sólo encontré al perro de ojos azules dormitando alerta la encrucijada de la esquina, al cual tienen que esquivar los escasos autos al pasar. Hablando de animales, los míos crecieron, aparte del gallo con afanes de perro, el conejo con complejo de gato y la gallina -ella es una gallina americana, pone rigurosamente mi huevo del desayuno cada mediodía- tengo un perro, pequeño, negro, de nariz de pintas y algo loco. Encaja bien, aunque no sea como Platero, peludo y suave, es sólo un perro.
Esta y muchas cosas nuevas para el Año Nuevo. Si logré sobrevivir a las fiestas fúnebres de Navidad, al tributo a las visitas familiares de cada día, puedo enfrentarme a las novedades. Como de este programa para la computadora que escribe al dictado.
Al principio fue divertido, siempre me han encantado los juguetes nuevos, desempacar envolturas brillantes y los segundos del descubrimiento -la anticipación de las desnudez es más regalo que la intimidad misma-, pero la gente me regala corbatas, o botellas de licor -esta vez por primera vez en 20 años, alguien adivinó mi marca preferida de coñac para tomar sin apuros- gracias Manny, María Elena.
No le encuentro el gusto a una máquina para interpretar deseos, se siente uno como poseído por esos engendros mecánicos para-sustituirlo-todo que se inventan en este país y así la gente no descubre que abandonó hace diez años a la familia y los amigos en un Mall cualquiera.
Los regalos han sido buenos, me sorprenden los timbres de mi nuevo teléfono -no puedo diferenciar las líneas y eso provoca que muchas veces no conteste- lo siento, es enteramente a propósito, odio las interrupciones. Las otras son por la música, un día mi hijo se apareció con un audífono inalámbrico para que pueda escucharla sin interferir en la vida de los vecinos.
Ahora puedo bailar al sonido de mí mismo con mi perro en las tardes, en la hierba, algo así como la canción ahora de la Muchacha Desnuda en las esquinas, bajo la lluvia -¿tal vez se llama Thank You?-, plantada en el metro, el supermercado, y solo algunos tocan o ven, envueltos en su burbuja de egoísmo, sus verdes espejuelos a la medida para la ceguera de ambición.
A poco ¿quién soy yo para juzgar a nadie? Ni a los amores torcidos de Pepe, su única protección contra el destino, todos los poetas siempre han tenido una frágil cobertura contra la realidad, como las mariposas, tienen su fecha marcada en la crisálida.
Créanme, los míos están aquí conmigo, siempre, ellos dejaron su polvo y sus huesos en nuestra islita verde. Como aquel amigo que pagó con su vida el robo de mis poemas adolescentes, hay fuerzas naturales con las que no es negocio jugar.
Bueno, volvamos a todo. Hay canciones que son pinturas de muerte, como fue aquella del Caballo Pálido que Cabalgaba en el Desierto, frente a bares cerrados con carteles oxidados o Con su Blanca Palidez, la mejor imagen conocida de la Parca.
Mayami es un pueblo así, lleno de fantasmas. Llegan en botes o aviones y nunca pueden salir de las sombras. Viven vidas ajenas, alimentándose de ilusiones enlatadas, hasta que se equivocan de mañana y los fulmina la realidad en una esquina cualquiera.
Son los fantasmas del exilio, los traficantes de ensueños, pero... esa es otra historia.
http://www.kaosenlared.net/component/k2/item/21745-al-sonido-de-mi-mismo.html
* Director de www.lanacioncubana. Cinco libros publicados, uno en edición.
Cuatro premios nacionales de periodismo en Cuba, Vanguardia Nacional del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Cultura de Cuba.
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