Esta joven argentina se sumó a la Revolución cubana. El Che la eligió para que sola viajara a La Paz,
capital de Bolivia. Allí durante un año recabó información al infiltrarse con la oligarquía, los militares gobernantes, la curia, los intelectuales, artistas y demás. Fué la informante de Ernesto Che Guevara durante ese año, hasta que él llegó con su destacamento guerrillero a Valle Grande y comenzó su gesta, aparentemente fallida pero que hoy en 2014 brilla como metal recién pulido en manos y obra de Evo Morales. Che logró su sueño al fin. Eladio González toto director museo Ernesto Che Guevara Buenos Aires
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por
Ulises Estrada
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Ofrecemos un fragmento del libro Tania la guerrillera, y
la epopeya suramericana del Che (Ocean Sur, 2007), a propósito del reciente
fallecimiento de su autor, el combatiente y periodista cubano Ulises Estrada.
Ulises
Estrada ocupó diversos cargos en el Ministerio del Interior de Cuba, colaboró
con el Che Guevara en su gesta internacionalista en el Congo, y con Amílcar
Cabral en la lucha de liberación nacional en Guinea Bissau. Fue vicejefe del
Departamento de América del Partido Comunista de Cuba, muy cercano al
comandante Manuel Piñeiro y embajador en Jamaica, Yemen, Argelia y
Mauritania. Preparó a Tamara Bunke (1937- 1967), la mítica Tania, única mujer
en la guerrilla del Che en Bolivia, con la que mantuvo profundos sentimientos
de amor.
foto - la argentina Tamara Bunke Bider, de sombrero y sonriente igual que el Che, también de sombrero y con pañuelo anudado al cuello. 1961 (durante trabajo voluntario que alegra los corazones incluso el del niño que exhibe la cuchara de albañil orgulloso).
La proximidad de la salida clandestina de Tania hacia
Bolivia me colocó en una aguda y entonces inconfesada contradicción. Por un
parte, como Oficial Operativo, sentía una enorme e íntima satisfacción por
haber cumplido mis compromisos políticos y profesionales con Piñeiro y con el
Che. Gracias, entre otras cosas, a mi labor de coordinación de todos los
calificados instructores que habían participado en su entrenamiento, así como
a mi dirección y ayuda técnica y profesional, ella objetivamente se había
convertido en una especialista en el trabajo clandestino con enormes
potencialidades para cumplir diversas tareas vinculadas a las luchas por la
liberación nacional y social que habían comenzado a librarse en diferentes
países de América Latina.
Por otra, mi subconsciente comenzaba a calibrar la
inquietud que seguramente me provocaría su salida de Cuba y los graves
riesgos que ella tendría que encarar en el cumplimiento de sus indeclinables
compromisos con el Che. Sobre todo, porque —según lo previsto— yo no podría
correr su misma suerte (por el contrario, tendría que quedarme en La Habana,
las más de las veces sentado tras un buró en lo que llamábamos “el Centro
Principal”) y porque, a esas alturas, a ambos ya nos unían vínculos emotivos
muy superiores a las relaciones habituales entre un jefe y su subordinada,
entre un Oficial Operativo y “su agente” o, si se prefiere, entre un
compañero y una compañera implicados en el cumplimiento de una misión
internacionalista. De hecho, nuestra relación, luego de penetrar en las
profundidades de una amistad sincera, paso a paso, y sin que casi nos
diéramos cuenta, fue adentrándose en los sentimientos más caros y sinceros
que pueden existir entre una mujer y un hombre.
Un imborrable recuerdo
En efecto, en los muchos momentos en que ambos
permanecimos solos durante los largos meses que duró su entrenamiento, Tania
—que era exigente al máximo consigo misma y que constantemente me prodigaba
una enorme confianza personal— comenzó a exigirme reciprocidad con relación a
su comportamiento. Muchas veces me decía, y no sin razón, que ella siempre me
relataba los más ínfimos pormenores de su vida personal y política y que, sin
embargo, a pesar de la profunda amistad que nos unía, sólo sabía que yo decía
llamarme Ulises.
Fue así como, violando todas las reglas establecidas en
las unidades del VMT del MININT, comencé a llevarles en dos o tres ocasiones
a mis dos pequeñas hijas para que compartiera con ellas. Según me percaté,
ese paso la llenó de una enorme alegría, no solo a causa de que adoraba a los
niños, sino también porque, como mujer —según me confesó— anhelaba tener los
suyos. Por consiguiente, esos encuentros familiares —alejados de los rigores
de su entrenamiento— se repitieron una y otra vez.
En ellos, poco a poco, e inicialmente evitando adentrarme
en detalles que le permitieran conocer mi identidad y personalidad
verdaderas, le fui contando algunos pasajes de mi pasado, así como de mi
modesta incorporación a la lucha urbana clandestina —primero en Santiago de
Cuba y luego en la capital cubana— contra la sanguinaria dictadura de
Fulgencio Batista. Esos relatos los orientaba a trasladarle algunas
experiencias que, en mi concepto, podrían serles útiles para su futura
misión; pero también —debo reconocerlo— comencé a contarle diversas facetas
de mi vida privada.
Entre ellas, las dificultades que confrontaba mi
matrimonio con la madre de mis hijas, de quien, a pesar de sus excelentes
condiciones humanas, había decidido divorciarme. Según le aclaré, esa decisión
tenía causas absolutamente personales que no tenían nada que ver con la
existencia de relaciones amorosas paralelas con otra mujer.
En esos intercambios, uno de los lugares que comenzamos a
frecuentar fueron las discretas instalaciones turísticas ubicadas en Playa
Baracoa, ahora perteneciente al municipio Bauta, dislocado al oeste de la
capital cubana y en las inmediaciones de una de las carreteras que, por el
norte de la isla, conduce a la provincia de Pinar del Río. (1) A ella le
gustaba mucho ese sitio que, sin conocer su significado histórico,
actualmente es frecuentado por muchos estudiantes de la Escuela
Latinoamericana de Medicina. Pero, entonces, lo visitábamos con tanta
discreción y adoptando tantas medidas de seguridad que ni Juan Carlos, mi compañero
de trabajo más cercano, conocía de nuestras andanzas.
En realidad nuestras visitas a ese lugar eran algo
absolutamente exclusivo entre Tania y mi persona o, más bien, entre Haydée
Tamara y Dámaso (2), pues una de las cosas que me fascinaba de la
personalidad de aquella hermosa mujer argentino-alemana era su capacidad para
desdoblar su comportamiento entre los momentos en que, en razón de las reglas
del trabajo clandestino, estaba obligada a actuar como Tania, de aquellos en
los que —exteriorizando su rica intimidad— compartíamos nuestros sentimientos
y vivencias personales en los lugares alejados de los sitios donde recibía su
entrenamiento. En esos momentos, tenía ante mí a Haydée Tamara.
Por ende, nuestras ineludibles conversaciones de carácter
político, en las que evidenciaba su firmeza revolucionaria, eran
simultaneadas o sustituidas con momentos de mutuo esparcimiento en los que
ella, al compás de su guitarra, me interpretaba, con su dulce y melódica voz,
piezas del folklore argentino y latinoamericano o, acompañada de su acordeón,
me deleitaba cantando Noches de Moscú; la cual —desde que la interpretó por
primera vez en mi presencia— se convirtió en una de mis tonadas preferidas.
Otro de los lugares que visitábamos con frecuencia era una
pequeña sala de cine que tenía acondicionada el compañero Alfredo Guevara,
entonces presidente del Instituto Cubano del Arte y la Industria
Cinematográfica (ICAIC), en la que sistemáticamente veíamos algunas películas
acerca del ingente trabajo secreto que habían desarrollado, durante la
Segunda Guerra Mundial, los servicios de inteligencia soviéticos contra los
mandos nazi-fascistas alemanes.
Además
de los medios y métodos del trabajo de penetración en los órganos del enemigo
empleados por el Comité de Seguridad del Estado (KGB, por sus siglas en ruso)
o por los órganos de la inteligencia militar soviética, así como las
dificultades que se les presentaban a esos oficiales en el cumplimiento de
sus riesgosas misiones, en esas películas prestábamos mucha atención a las
dinámicas emotivas de sus personajes.
Movidos por una poderosa fuerza íntima comentábamos esas
secuencias fílmicas y la comparábamos con la realidad y la proyección de
nuestras vidas. Nunca se me ha olvidado que en una de las películas que vimos
en la que llamábamos “la salita del ICAIC” un agente soviético infiltrado en
la GESTAPO se quedó sin contacto con sus mandos y, frente a un espejo,
llamándose a sí mismo por su nombre verdadero, se preguntó acerca de qué
tenía que hacer en esas circunstancias. Aún recuerdo que en aquel instante,
en medio del ambiente dramático creado por la película, Tania me dijo con
gran convicción: “Yo siempre sabré esperar más que ese agente soviético
porque tengo confianza plena en ustedes. Además, siempre sabré qué hacer”. Mi
respuesta fue breve e igualmente sincera: “No puedo esperar otra cosa de ti”.
En esos ambientes íntimos, una noche del año 1963, cuya
fecha exacta mí ya envejecida memoria no alcanza a precisar, ocurrió lo
inevitable. Estando en Playa Baracoa, sentados en la arena, mirándonos
fijamente a los ojos, ambos nos confesamos y, luego, nos entregamos nuestro
amor. Y lo hicimos con la pasión propia de nuestra edad. Los dos sabíamos que
era un amor prohibido por las normas de nuestro trabajo clandestino, pero
también sentíamos que ya no nos podíamos contener. Estábamos convencidos de
la pureza de nuestros sentimientos y que estos no afectarían nuestras
relaciones de trabajo. Sin embargo, a partir de ese instante, por mucho que
tratábamos de evitarlo, nuestros intercambios de miradas, las formas de
hablarnos y de relacionarnos habían cambiado entre nosotros. Por otra parte,
a pesar de nuestros esfuerzos, sentíamos que nuestros sentimientos se
exteriorizaban hacia las personas más cercanas a nuestra labor. Tan fuerte
era esa percepción que decidimos informárselos a Juan Carlos; quien, aunque
no nos había dicho nada, había comenzado a sospechar que mis relaciones con
Tania trascendían los marcos político-profesionales.
Por consiguiente —justo es reconocerlo como premio a su
profunda amistad— él fue el primer cómplice silencioso y discreto de nuestra
indisciplina. Esa conducta objetivamente le quitó presión a los encuentros
entre nosotros en que él participaba. No obstante, Tania y yo permanentemente
nos preguntábamos qué más debíamos hacer. No podíamos recriminarnos. Nuestros
sentimientos eran serios y profundos. Ya desde entonces ella me hablaba del
futuro, de su regreso a Cuba cuando terminara su misión, de casarnos, de
tener hijos, muchos hijos. Aunque yo conocía los enormes riesgos implícitos
en su misión, comencé a compartir sus sueños; partiendo de mis convicciones
acerca de que en la lucha revolucionaria no se puede pensar en la derrota y
en la muerte.
Pero ambos nos sentíamos mal. En mi condición de
instructor y jefe de su preparación operativa sentía que sistemáticamente la
estaba llevando a quebrar las normas de disciplina que yo mismo le había
inculcado. A su vez, ella, como alumna, se lamentaba de incumplir todo lo que
había aprendido sobre la necesidad de controlar sus sentimientos personales y
de subordinarlos a los requerimientos del trabajo secreto.
Empero, ambos estábamos convencidos que, en nuestro caso,
las relaciones personales no nos llevarían a incumplir los compromisos que
habíamos adquirido con la revolución cubana y latinoamericana.
De todas formas, para resolver esa mortificante desazón,
en conjunto decidimos que yo hablaría con Piñeiro y le explicaría con toda
franqueza lo que nos había ocurrido. También le diría que no se trataba de
una aventura o de un amor fortuito. Que era algo profundamente arraigado en
nuestros sentimientos. Por consiguiente, cumpliendo lo acordado con Tania, un
día, en su casa, en el mismo salón forrado de caoba donde ambos habíamos
conocido a Tania y en el que, en otras ocasiones, nos habíamos reunido con
otros Oficiales del VMT o con otros militantes revolucionarios, finalmente
hablé con él. Su primera reacción fue muy crítica; pero luego —con esa
amplitud de espíritu que siempre lo caracterizó— comprendió la situación.
Lo único que me orientó —alisándose con su mano derecha,
como era su costumbre, su tupida y larga barba roja— fue que nadie más
tuviera conocimiento de esa relación. No podíamos correr el riesgo —me
indicó— de sentar un mal precedente para los demás Oficiales y Combatientes
del VMT.
En esa ocasión, mi única falta fue ocultarle a mi jefe y amigo, Manuel Piñeiro, que Juan Carlos también conocía de mis relaciones amorosas con Tania, ya que no quise comprometer la fidelidad que nos había demostrado nuestro compañero de trabajo. Meses más tarde —cuando después del ejercicio práctico realizado por Tania en Cienfuegos— le informé y le fundamenté mi decisión de llevar a Diosdado a conocerla, tampoco le dije a Piñeiro que ese compañero también tenía conocimiento del asunto.
Por ende, no le conté que aquella noche de marzo de 1964
en que Diosdado y yo nos habíamos reunido con ella para valorar el resultado
de sus ejercicios prácticos en la Perla del Sur, él se había percatado de
que, a pesar del enorme respeto y consideración con que nos tratábamos, entre
Tania y mi persona —como Diosdado me diría años más tarde— “existía una
delicada deferencia, una química que nos unía más allá de los vínculos de
trabajo”.
A causa de lo anterior y a partir de su sostenido criterio
de que, salvo excepciones que confirman las reglas del trabajo clandestino,
“entre un oficial y un subordinado a quien está entrenando, no deben existir
relaciones íntimas que puedan afectar la disciplina y tareas encomendadas”,
en esa oportunidad, en cuanto salimos del apartamento de Tania, Diosdado me
expresó su inquietud. De inmediato le confirmé que desde hacía un tiempo
Tania y yo habíamos decidido unirnos como pareja: asunto que habíamos
analizado con toda madurez y desde el compromiso compartido de que nuestras
relaciones afectivas no interferirían la misión que ella tenía asignada.
Convencido, a decir de Diosdado, de que “el universo
sentimental entre un hombre y una mujer no puede regularse con la misma
exactitud y rigidez que las máquinas”, de que “nuestras grandes necesidades
afectivas”, nuestro “mutuo respeto y admiración”, así como la comunión de
ideales habían favorecido nuestra decisión, él —al igual que Juan Carlos y
que Piñeiro— adoptó una posición comprensiva y discreta ante mis relaciones
amorosas con Tania. Sobre todo, porque —según me dijo cuando me entregó este
testimonio— ya era consciente de que “su madurez nunca permitiría que nuestro
vínculo sentimental interfiriera en el cumplimiento de su misión”. Sin embargo,
agregó Diosdado, a él le preocupaba que esa situación pudiera ser lacerante
para los dos, en tanto sabíamos “que, más temprano que tarde, ella, sin mirar
atrás, saldría a cumplir su heroica misión, llevando consigo solamente el
recuerdo de su compañero de lucha y de amor”.
Por su parte, sin comunicármelo, semanas después, Tania
tomó la decisión de compartir nuestro secreto con sus padres. Así, como
veremos después, estando sola en Praga, el 11 de abril de 1964, le envió una
carta a su madre en la que le hablaba de nuestro amor y de nuestros sueños
compartidos. Denotando su indeclinable confianza en el éxito de su misión,
así como identificándose, cual era su hábito, con el sobrenombre familiar de
Ita, en esa misiva le había indicado a la inolvidable Nadia Bunke: “Bueno,
ahora otra cosa: si no me roban a mi negrito antes que yo vuelva, entonces me
voy a casar. Si habrá enseguida mulatitos no sé, pero sería muy posible. Qué
aspecto tiene: flaco, alto, bastante negro, típicamente cubano, muy cariñoso…
Están ustedes de acuerdo??? Ah, he olvidado lo más importante: muy
revolucionario, y quiere también una mujer muy revolucionaria”. (3)
Aunque —como ya indiqué— no conocí la existencia de esa
misiva hasta que, dos años después de la caída en combate de Tania, por
órdenes de Piñeiro, me impliqué en la redacción, junto a las periodistas
Marta Rojas y Mirta Rodríguez Calderón, del libro que por primera vez vio la
luz en 1970 bajo el título Tania la guerrillera inolvidable, mantuve mi
lealtad hacia nuestro amor. Por tanto, pese a que, como veremos en lo queda
de este volumen, la vida nos distanció de manera irreversible, me divorcié de
mi primera esposa y estuve esperando por Tania durante mucho tiempo.
A
pesar de que volví a contraer matrimonio años después de su desaparición
física, tengo que confesar que ella todavía sigue viviendo en mí recuerdo. No
sólo como Tania la guerrillera, sino también como Haydée Tamara Bunke Bíder:
la excepcional mujer, compañera y amiga que un día amé con todas las fuerzas
de mi corazón. A ambas las recuerdo con la íntima satisfacción de que
contribuyeron positivamente (y todavía contribuyen) al curso, a veces
accidentado pero en general fructífero, de mi ya larga vida política y
personal.
Notas
1. En el momento en que desarrolla el relato el municipio
Bauta estaba bajo la jurisdicción de la antigua provincia La Habana. Luego de
la división política administrativa de 1976, la capital de la isla quedó
identificada con el perímetro de la Ciudad de La Habana. A consecuencia, en
todos sus alrededores se creó una nueva provincia que conservó el nombre de
La Habana, uno de cuyos municipios es el conocido con el nombre de Bauta.
2. El lector debe recordar que, en ese momento, Ulises era
el seudónimo del autor de este libro, cuyo verdadero nombre era entonces
Dámaso Lascaille.
3.
Como ya está indicado el autor menciona un fragmento de la carta que Haydée
Tamara le envió a sus padres el 11 de abril de 1964. Este aparece en la
página 195 de la primera edición de Tania la guerrillera inolvidable.
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Fuente: Cubadebate
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