Necesidad de un
pensamiento trascendente
La gigantesca transformación creó la necesidad de un pensamiento trascendente,
razón mucho más válida que la asunción del socialismo para comprender el
súbito predicamento que alcanzó la filosofía marxista en Cuba. Lo que vengo
planteando –y otras cuestiones que no menciono– levantaba desafíos nunca
vistos antes al pensamiento y exigía la construcción de una filosofía de la
Revolución cubana. Agrego solamente dos requisitos tremendos que confrontó
desde el inicio el proceso de transición socialista: actuar, en lo
fundamental, yendo más allá de la supuesta “etapa del desarrollo” en que se
encontraba el país; y revolucionar una y otra vez las condiciones generales
de la sociedad, las relaciones e instituciones principales, la actuación
revolucionaria y la propia organización social. Estas dos necesidades
siguen siendo condicionantes de la transición socialista hasta la
actualidad. La plena conciencia de ellas, y su expresión pública,
caracterizó a la dirección revolucionaria. Por ejemplo, el Che dijo:
“hemos sustituido la lucha viva de las clases por el poder del Estado en nombre
del pueblo”. Concibió a la Revolución como un puesto de mando sobre
una economía con apellido, puesta al servicio de los trabajadores y el
pueblo al mismo tiempo que dirigida al desarrollo del país y a su defensa.
En la Cuba de los años sesenta existía la conciencia de que aquellas
profundas transformaciones serían al mismo tiempo la premisa para desplegar
procesos de liberaciones cada vez más profundas y abarcadoras, capaces de
subvertir hasta sus propias creaciones previas, en busca de nuevas personas,
una nueva sociedad y una nueva cultura. La Revolución franqueó el acceso a
un formidable avance de la conciencia que sería suicida olvidar: la certeza
de que todas las sociedades que llaman modernas funcionan garantizando la
reproducción general de las condiciones de existencia de la dominación de
clase y la dominación nacional, y que ellas han sido y son suficientemente
competentes y hábiles para reabsorber y reapropiarse procesos que durante
una época fueron revolucionarios.
Después de las nacionalizaciones masivas y la batalla de Girón quedó claro
y expreso que Cuba era socialista, pero al mismo tiempo se desplegaron
serias diferencias y algunos conflictos dentro del campo de la Revolución,
acerca de cuestiones fundamentales de la comprensión del socialismo. Todo
el pensamiento existente en 1959, cuya riqueza, amplitud y diversidad es
conveniente no olvidar, resultaba, sin embargo, insuficiente desde sus
propios principios para enfrentar los nuevos retos. Por cierto, en
condiciones muy diferentes, estamos hoy ante una insuficiencia análoga.
El pensamiento a la altura de los hechos
Había que poner el pensamiento a la altura de los hechos, de los problemas
y de los proyectos, porque él debía ser un auxiliar imprescindible, un
adelantado y un prefigurador. Sucedió entonces una colosal batalla de las
ideas, que después fue sometida en su mayor parte al olvido y que está
regresando, en buen momento, para ayudarnos a comprender bien de dónde
venimos, qué somos y adónde podemos ir. El democratismo de los años
cuarenta y cincuenta, que había contribuido mucho a formar ciudadanos más
capaces y exigentes, no pudo encontrar su lugar en medio de la tormenta
revolucionaria. El socialismo del campo soviético no podía servirle al
propósito liberador; el hecho de ser la URSS el principal aliado que
tuvimos y el entusiasmo con que nos abalanzamos sobre el marxismo más bien
fueron factores de confusión y perjuicio en los terrenos de la política y
del pensamiento. La teoría de Marx, Engels y Lenin había sido reducida por
el llamado comunismo a una ideología autoritaria destinada sobre todo a
legitimar, obedecer, clasificar y juzgar.
Necesitábamos un marxismo creador y abierto, debatidor, que supiera asumir
el anticolonialismo más radical, el internacionalismo en vez de la razón de
Estado, un verdadero antimperialismo y la transformación sin fronteras de
la persona y la sociedad socialista, como premisas militantes de un trabajo
intelectual que fuera celoso de su autonomía y esencialmente crítico. Un
marxismo que no se creyera el único pensamiento admisible, ni el juez de
los demás.
“Pensar con cabeza propia”, entonces, no era una frase, sino una necesidad
perentoria. Pero se trataba de un propósito muy difícil, porque el
colonialismo mental resulta el más reacio a reconocerse, porta la
enfermedad de la soberbia y la creencia en la civilización y la razón como
entes superiores e inapelables. La educación sistemática convencional, y
una gran parte de la que se adquiere por medios propios, es una formación
para convertirse en un colonizado. Asume formas groseras y formas sutiles.
Hay modernizaciones que parecen aportar autonomía, cuando en realidad
solamente “ponen al día” los sistemas de dominación. La colonización de las
personas sobrevive a la terminación de la colonización territorial y logra
perdurar después del cese de la dominación neocolonial. Es una oscura
revancha, que un día se despoja de sus disfraces y pasa a reinar.
Sin embargo, la revolución verdadera todo lo puede, y en aquellos años se
reunieron las grandes modernizaciones y el ansia de aprender con el
cuestionamiento de las normas y las verdades establecidas, la entrega
completa y la militancia abnegada con la actitud libertaria y la actuación
rebelde, la polémica y el disenso dentro de la Revolución. En todo caso,
estaba claro que el pensamiento determinante también tendría que ser nuevo.
Por otra parte, para pensar con cabeza propia hay que tener instrumentos.
Por eso, leer era una fiebre. Junto a las obras y las palabras de cubanos,
una gran cantidad de textos y autores de otros países se consumían o se
perseguían.
Es cierto que el dogma y el catecismo, el marxismo como un talismán o como
una propiedad privada, seguían vivos y activos, y que cumplían funciones
muy diversas, que iban desde darles confianza y seguridad en la victoria
futura del socialismo y el comunismo a muchos revolucionarios hasta la de
encadenar y empobrecer el pensamiento, imponer autoritarismos y neutralizar
voluntades, bloquear iniciativas, crear sospechas, condenar los desacuerdos
y, en el terreno intelectual, animar la erudición vacía, la intolerancia y
las citas de autoridad. Pero esa doctrina había retrocedido mucho y había
perdido legitimidad.
Quiero destacar que existía entonces un gran número de trabajos marxistas
latinoamericanos muy valiosos, y seguían apareciendo sin cesar. Entre ellos
hubo obras que aportaron mucho, y como marco de esa producción existía
entre nosotros y en el continente un ambiente social, político y cultural
en el que las nociones marxistas, o las que se le atribuían al marxismo,
tenían un amplio espacio de aceptación o de manejo. Los que tenían
conocimientos de esa teoría o estaban adquiriéndolos buscaban, leían y
discutían con entusiasmo a autores marxistas europeos, asiáticos y
norteamericanos, pero con ánimo de volverse más capaces de utilizar el
marxismo frente a sus propios problemas y de formular mejor sus propios
proyectos y sus estrategias. La mayoría de los jóvenes no conoce la inmensa
riqueza de la obra intelectual latinoamericana del tercer cuarto del siglo
XX: se les ha privado de ella. Su rescate puede ayudar mucho a que sea
posible enfrentar con éxito los desafíos actuales.
La segunda etapa de la Revolución en el poder
La que considero segunda etapa de la Revolución en el poder –de inicios de
los años setenta al inicio de los noventa– fue sumamente contradictoria.
Por una parte, registró grandes avances en la redistribución de la riqueza,
el consumo personal y la calidad de la vida, con salarios reales superiores
a los nominales, servicios de educación, salud y otros universales y
gratuitos, y un gran desarrollo de la seguridad social. El nivel
educacional experimentó un salto gigantesco, quizás único en el mundo para
un intervalo tan corto, y una gran parte de la población tuvo a su alcance
grandes oportunidades de ascenso, aunque la movilidad social fue algo menor
que en los años sesenta. Se lograron las mayores producciones azucareras de
toda la historia del país, con un nivel alto de mecanización de la cosecha.
El internacionalismo, gran formador de altruismo y escuela superior de
socialismo, se expandió y llegó a ser de masas. Pero, por otra parte, Cuba
estableció una sujeción económica a la URSS como gran exportadora de azúcar
crudo y níquel e importadora de alimentos, petróleo, vehículos y equipos,
fórmula que aseguró el presente pero cerró puertas a la autosuficiencia
alimentaria y a un desarrollo económico autónomo, a pesar del gran
crecimiento de profesionales, técnicos y trabajadores calificados.
Se produjo una profunda burocratización de las instituciones y
organizaciones de la Revolución, y la eliminación de los debates entre los
revolucionarios. La ideología dominante en la URSS fue impuesta como el
único y legítimo socialismo, y se copiaron parcialmente instituciones y
políticas de aquel país. Como los rasgos esenciales del socialismo cubano
se mantuvieron, el resultado fue híbrido y contradictorio. Un autoritarismo
férreo se abatió sobre la dimensión ideológica y los medios de
comunicación, sometidos a dura censura y a algo peor, la autocensura. El
pensamiento social fue dogmatizado y empobrecido. Predominaron las ideas
civilizatorias sobre las de liberación socialistas. Aunque las
características positivas de la etapa les restaban importancia, aparecieron
privilegios e intereses de grupos, doble moral, oportunismo o indiferencia,
y otros males diversos.
Desde mediados de los años ochenta, Fidel lanzó una campaña política e
ideológica llamada de “rectificación de errores y tendencias negativas”,
que trató cumplir esas tareas, recuperar el proyecto original de la
Revolución en las nuevas condiciones, profundizar el socialismo y enfrentar
a tiempo la fase final, que nuestro líder preveía, de la URSS y el llamado
campo socialista. Pronto se desencadenaron aquellos eventos tan desastrosos
e indecorosos, pero no pudieron arrastrar consigo a la Revolución cubana,
que demostró así su especificidad y sus cualidades. La maestría y la
firmeza del líder y la abnegación y la sabiduría política del pueblo,
unidos, impidieron la caída del socialismo cubano. Sin embargo, resultó
inevitable la abrumadora crisis económica y de la calidad de la vida de los
primeros años noventa, que precipitó el final de la segunda etapa de la
Revolución en el poder y cambió los datos principales de la situación.
Somos hijos de estos últimos veinte años
La gran acumulación cultural revolucionaria propia ha seguido siendo
decisiva para el sistema cubano hasta hoy, aunque en buena parte lo es de
otro modo. Pero en una medida muy grande y creciente, somos hijos de estos
últimos veinte años.
Desde el inicio de la gran crisis la forma de gobierno tuvo que concentrar
más el poder, y lo esencial de la política fue la cohesión firme entre ese
poder y la mayoría del pueblo, que lo identificaba como el defensor del
sistema de justicia social y transición socialista, y de la soberanía
nacional. Así fue de hecho, pero no se desató una lucha ideológica que
enfrentara el desprestigio mundial al que se estaba sometiendo al
socialismo y reivindicara el socialismo cubano, y aunque pudieron expresarse
públicamente criterios revolucionarios diferenciados, no se alentaron los
debates que tanto necesitaba la nueva situación. Porque desde esos primeros
años noventa se pusieron en marcha importantes transformaciones de la vida,
las relaciones sociales y las conciencias dentro de la sociedad cubana, que
han erosionado una buena parte de la manera de vivir que conquistó el
socialismo en Cuba, y de las representaciones y valores que le
correspondían. Esos cambios han sido paulatinos durante más de veinte años,
hasta hoy.
La ofensiva de Fidel al inicio del siglo XXI pretendió frenar desigualdades
y reforzar al socialismo. Sin embargo, tuvo la insuficiencia grave de
abandonar prácticamente la apelación a una divulgación política e
ideológica que relacionara las medidas que se tomaban con las
características socialistas que conservaba la mayor parte de la vida social
y con la necesidad de defender y desarrollar el socialismo. Dejó de existir
un pensamiento estructurado que operara como fundamentación del socialismo
en Cuba y, por consiguiente, se vieron perjudicadas las prácticas
relacionadas con él en la política, la educación, los medios, la
divulgación, la vida cotidiana. Esas dos ausencias se han ido instalando en
la cultura cubana.
En la actualidad existe una gran franja cultural en el país que es ajena a
la Revolución. Y dentro de la cultura cubana está instalado el rasgo
constituido por una despolitización que al inicio –en los primeros noventa–
contenía elementos de crítica política o de desilusión; después, ha buscado
sus posturas y su legitimidad en la actividad individual, las profesiones,
oficios y grupos de pertenencia, y también ha pretendido encontrar
referentes en una supuesta tradición nacional, tornada aséptica y expurgado
su enorme y tantas veces decisivo componente cívico y político. En el
período reciente, la despolitización es asumida por sectores de población
con naturalidad y sin explicaciones.
Esa posición privilegia los asuntos personales y las relaciones familiares
y de pequeños grupos, y suele creerse ajena a las militancias y las
contaminaciones políticas. En unos, expresa el cansancio o la falta de
interés en lo político; en otros, los afanes de la vida del hombre
económico, aunque también se combinan las motivaciones. No hace política,
pero desempeña, sin duda, funciones políticas: en un campo aparentemente
inocuo ayuda a socavar las bases espirituales y morales del socialismo en
Cuba. Convive en paralelo con las convicciones políticas y las costumbres
arraigadas durante el proceso iniciado en 1959, como conviven en paralelo
en nuestra sociedad un enorme número de relaciones sociales,
representaciones y valores socialistas y capitalistas, pero disimula como
ninguno sus consecuencias antisocialistas y antirrevolucionarias. Podría llegar
a formar parte de la formación de una ideología conservadora de clase
media.
Fernando Martínez Heredia es Investigador y ensayista. Profesor
Titular Adjunto de la Universidad de la Habana. Director del Centro de
Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana "Juan Marinello"
. Premio Nacional de Ciencias Sociales 2006.
(Continuará...)
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