martes, 22 de mayo de 2007

Bogotá - Colombia - Che Guevara camina nuevamente
















"Nos matan… pero no nos acaban"

Sobre la carrera séptima de Bogotá caminan, ella y el, con dirección al centro de la ciudad, este viernes 18 de mayo. En la gris tarde que muriendo va sonríen a rostros incontables veces de lágrimas surcados y estrechan callosas manos de quienes, tercos aún fertilizando van de alimentos la tierra y también las de quienes, desde el asfalto, cansados de silencio y resignación, tejiendo van propuestas en las que rescatan memoria y alimentan dignidad reconstruyendo proyectos propios de vida digna.
Rescatando los sueños que veinte años atrás florecieron en cooperativas, juntas de acción comunal, grupos juveniles, sindicatos, organizaciones de mujeres, indígenas, estudiantes, pobladores de barrios, pueblos y veredas, que tejiendo unidad popular, entre paros cívicos, tomas de tierras, múltiples protestas y marchas multitudinarias, su propio poder a conocer empezaban. En la puerta de entrada al Sur de América, donde a retirada tocaban las dictaduras y, también, en la puerta de entrada a la insurreccionada Centroamérica cuyo ejemplo al camino luces daba.
Sobre el asfalto es hoy ligero el paso luego de dos días de conversar entre ellos, contarse lo que haciendo van en cada sitio y confrontar con su testimonio las mentiras y burlas de los que vencedores se sienten. Y, además, ante funcionarios internacionales, de estado y gobierno, estudiantes y especialistas, presentaron su rechazo a la reparación que con migajas perdón y olvido comprar pretende y que levantando va monumentos y organizando costosos y publicitados eventos, al cada vez más rápido ritmo de las manos negras y morenas que en el Chocó y otras zonas abren huecos en la tierra para enterrar sus hijos, de hambre muertos dentro del mismo plan en que murieron los que ahora, "simbólicamente", sus propios asesinos "reparar" pretenden.
Por eso, dicen, alimentada en memoria que, desde más de quinientos años atrás lleva huellas de lucha por la tierra, el trabajo y la dignidad; obligada a responder a la realidad, en la que sangre y muerte sigue corriendo hoy sobre la tierra alimentando la miseria que asesinando alma y cuerpo, avanza indetenible, claras sonaron sus voces de rechazo a la "reparación" que el gobierno ofrece y que, demostrado está, burla y trampa esconde, impunidad y despojo legaliza.
Sonríen ella y el oyéndolos y es su paso más ligero. Tan ligero como el de quienes a su lado caminan. Los que, delegados por sus comunidades, sienten que cumplieron la misión. Dijeron su verdad. Dijeron su sentir. Y confirmaron cuanta verdad hay en ese "nos matan pero no nos acaban", que no olvidan quienes conocieron a Luis Eduardo Guerra, líder de la comunidad de Paz de San José de Apartadó, cobardemente descuartizado junto a su familia, incluido su hijo de dieciocho meses, cuyo pequeño cuerpo en pedazos bajo la tierra yace, clamando justicia.
Una, entre centenares de miles de historias parecidas, es la historia de Luis Eduardo y su comunidad. Cada una y cada uno de estos hombres y mujeres que en el campo se criaron y crecieron, lleva en su alma dolorosas heridas aún abiertas. Y sin embargo, sonríen. Y con ellos sonríen los delegados de la Comunidad de Paz de San José a pesar de que, hace apenas cinco días, debieron caminar acompañando el cuerpo destrozado de Francisco, el último de los ciento sesenta y seis amigos y amigas, vecinos y vecinas, padres y madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas arrebatados por las balas asesinas a su comunidad, en los últimos diez años.
Pasando el Centro Internacional, entre criollos rascacielos en los que el capital financiero su poder ostenta, surgen retazos de una historia convertida en frías estatuas y museos en los que, recitando fechas y nombres de héroes y mártires, se adoctrina a los futuros obedientes consumidores. Parte importante del atractivo turístico que la inserción de la ciudad en la globalización requiere, aquí la "memoria" restaurada es oportunidad, además, para el rebusque de buen número de los despojados que hasta la capital en su huida llegaron y continúan llegando. Con ellos se cruzan sus miradas.
Más adelante, tarimas a la espera de músicos y más gente caminando entre iluminadas vitrinas con vistosos avisos de "mes de la madre" y anuncios de rebajas. A gritos unos, en voz baja otros, todos preparados para levantar su mercancía y huir con ella al hombro si un camión verdiblanco, cargado con hombres de verde, pistola al cinto y bolillo en mano, en el horizonte aparece, más y más rebuscadores. La mayoría, productores de alimentos convertidos en "informales" avanzando hacia la indigencia a la misma velocidad con que cae el precio del dólar y aumentan las ganancias de trasnacionales y lacayos criollos ansiosos de importar, al menor precio posible, tecnología, maquinaria, mano de obra y demás requerimientos para la construcción de la infraestructura que la plena aplicación del TLC necesita.
Avanzan mientras sus ojos recorren la variada oferta callejera en la que cada vez menos artesanías se ven, mientras aumenta el número de hombres, mujeres, niños, niñas, distribuidores de baratas y desechables mercancías entre las que, gracias a la pirata producción de películas, libros, música, los despojados de ayer y hoy brechas intentan abrir en el muro infame de la propiedad intelectual y los derechos de autor.
Continúa la caminata y alguien a su lado comenta con orgullo la venta de productos orgánicos producidos por su pequeño grupo, que en las faldas de los cerros capitalinos se ha propuesto retomar su ser de productores. Fue en la Universidad Nacional, cuentan, en la Jornada de Lucha contra el Hambre en la que entre comida, música, poesía y discusiones compartieron campesinos y sembradores urbanos con jóvenes estudiantes, experiencias, sueños y propuestas que el hambre globalizadora buscan derrotar.
¿Como no sonreír si también en el grupo van los jóvenes que, ayer y hoy, en la Universidad Cooperativa, presentaron cincuenta y cinco videos en los que se documenta el horror desatado desde siempre contra los de abajo por quienes, entre despojo y crimen, enterrar pretendieron la otra Colombia que pujante avanzaba en los ochenta por ciudades y campos?
Pareciera que aún lleva el viento olor a carne quemada, ruido de tanques inmisericordes disparando a nombre de la ley, gritos implorando no disparen, alaridos de dolor saliendo de cuerpos torturados, piensan ambos mientras sus pasos los acercan al Palacio de Justicia en el que enterrados, junto a centenares de vidas, quedaron momentáneamente los sueños de un nuevo país.
Detienen el paso. Una línea de hombres de negros vestidos, luciendo amenazantes armas y ostentando cinco terroríficas letras: ESMAD, se despliega frente al Palacio de Justicia. Cerca a ellos hombres y mujeres de amarillas chaquetas, hombro a hombro, forman impenetrable barrera que rodea un pequeño espacio de la plaza.
La eterna curiosidad que a investigar los llevó, los lleva hacia las chaquetas amarillas. Tras ellas, en el piso ladrillos blancos simbolizando el interminable baño de sangre. Lugares, fechas, cifras de vidas segadas en cada masacre, batalla, guerra, Desde 1948 hasta hoy, pintadas en letras negras sobre ellos. Eso es lo que ven. ¿Qué busca el muro de chaquetas amarillas? Pregunta alguien. Desconcertados oyen la respuesta. Proteger los ladrillos, evitando su uso como proyectiles contra la Fuerza Pública por parte de más de quinientos jóvenes que, desde la Universidad Distrital en marcha vienen. Lo afirma una joven funcionaria, de chaqueta amarilla, según la cual quienes marchando vienen "son los que tiran piedra y destruyen vitrinas y negocios".
No entienden que son nuestros muertos semilla de construcción andando en nuestra alma y en nuestro diario quehacer y que no serán chaquetas amarillas, ni asesinos de negro vestidos, quienes impidan que sigan con nosotros en caminos que a superar el horror nos llevan. De eso conversan con los ojos cuando, apagadas al principio y más fuerte a cada segundo, claras en el viento empiezan a llegar voces.
Es entonces una alegre carcajada, la que vuela al aire cuando sobre la séptima centenares de antorchas irrumpen en la noche en las manos de estudiantes universitarios mezclándose con quienes, durante todo el día, en esta Plaza han cantado, gritado, hablado y mostrado a los desprevenidos transeúntes ese otro país que ensangrentado y herido se resiste a morir.
Desde la tarima, a un costado de la Plaza, la Orquesta Filarmónica de Bogotá, destinada a desaparecer gracias a la aplicación del Plan Nacional de Desarrollo, que en vez de educación y cultura, miseria y guerra alimenta, hace sonar sus instrumentos ante un público de jóvenes bachilleres y de otras y otros, menos jóvenes que, desde las nueve de la mañana aquí han estado.
El y ella, juntos como siempre, oyen los pasos juveniles, sienten como se confunden por instantes música y consignas y ven entrecruzarse cual vuelo de palomas, historias y sueños, rostros conocidos y otros nunca antes vistos, dolores y esperanzas. Esas de las que ella y el, sembradores fueron durante el tiempo que sobre la tierra sus asesinos les concedieron. Se abrazan mientras pasan frente a la nieta de Jorge Eliécer Gaitán, decidida a rescatar la verdad acerca de ese abuelo cuyo asesinato abrió paso al río de sangre interminable sobre el que, despoblando el campo a punta de terror, se garantizó la distribución de territorio y población necesarias a las pretensiones de la economía de terratenientes que en exportadores e industriales convertidos terminaron, y de sus clientes y amos allende las fronteras.
Fuerte palpita el corazón que muerto creen: jóvenes, muchos jóvenes y en sus pechos camisetas blancas proclamando "Todos somos Hijas e Hijos", o camisetas negras en las que, en letras blancas, dos palabras asaltan la mirada: "Nunca Más", o camisetas de todos los colores todas ellas expresando ideales y exigencias de justicia y verdad, de dignidad y paz.
Detienen su paso frente a la imponente catedral, desde cuyo púlpito se bendice a los dueños del poder y se ordena obediencia al plan de muerte y resignada aceptación a lo que, según ellos, encarnación es de la divina voluntad, que sufrir en esta tierra exige para el cielo ganar. Fariseos, es la palabra que a sus mentes llega y también la imagen del profeta de Galilea, enfurecido frente a los que el mensaje de amor a la humanidad en mensaje de odio, desprecio, exclusión han convertido.
Ese profeta que, piensan ella y el, también camina en esta plaza en los hombres y mujeres que apretando los dientes y las lágrimas, frente a la ostentosa mole de piedra, comparten con los transeúntes las fotos, recuerdos e historias de sus familiares, amigos, compañeros, asesinados y desaparecidos en los últimos veinte años en campos y ciudades de la geografía colombiana.
"Quien dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón" canta ahora un coro juvenil y a sus voces se unen centenares de otras voces que en la noche crecen cuando, el mismo coro, los devuelve a los juveniles años en que, enamorados de la vida, ella de el y el de ella también se enamoraron. Como otros y otras que aquí están y muchas y muchos que bajo tierra van, o cuyos huesos aún esperan el momento en que las dulces manos de los suyos a una tumba digna los conduzcan.
"Te quiero" se llama la canción y ella y el que, en los setenta conocieron el horror de Chile, Uruguay, Argentina, aplicado en la democrática Colombia bajo el llamado Estatuto de Seguridad, gracias al cual supieron de desapariciones y torturas, cantan con todas y todos trozos del poema que, salvando tiempo y distancia, remite a una época de cotidiano heroísmo dedicado a mantener viva la llama que un 19 de julio de 1979 volvería a incendiar el continente.
Trozos de canción van en el viento: "te quiero porque tus manos trabajan por la justicia… te quiero por tu mirada que mira y siembra futuro… te quiero porque tu boca saber gritar rebeldía… porque sos pueblo te quiero" y al aplauso y las consignas siguen volando al viento que de los cerros baja, cortas y contundentes palabras de representantes de los estudiantes contra el Plan Nacional de Desarrollo, por la defensa de la universidad pública y el derecho de todas y todos a una educación que no condene a las nuevas generaciones a ser operarios deficientemente formados, cuya presencia en el globalizado mercado de fuerza de trabajo internacional, bajos salarios garantice.
Es pícara la mirada que se cruzan viendo a los jóvenes luchar contra su miedo al micrófono y vencerlo bajo la blanca manta en la que sus nombres han acompañado esta jornada en homenaje a ellos. A ellos si. Elsa y Mario.
Ella y él, eternos caminantes de dignidad asesinados diez años atrás por la criolla expresión de la privatizada seguridad mundial: los paramilitares colombianos, que matando su cuerpo creyeron matar sus ideales. Mario y Elsa, locos trashumantes cuyo paso vagabundo juntó sus sueños y sus desvelos por desensoñarlos, a los de miles y miles de mujeres y hombres de este país con quienes de llanto, impotencia y rabia, fuerza sacando fueron para seguir soñando y construyendo el país y el mundo que nos merecemos.
Elsa y Mario que se alejan en esta noche caminando, al ritmo de las rockeras guitarras con que Hijos e Hijas despiden la jornada. Mientras los hijos de Manuel Gustavo, el líder obrero también asesinado por defender el derecho a construir un mundo mejor, los poemas de su padre al viento lanzan, ella y el, con centenares de miles que muertos y muertas creen sus asesinos, andando siguen, junto a nosotras y nosotros, seguros de que "nos matan pero no nos acaban".

Hormiga Libertaria

rosamorena19@yahoo.es Mayo 21 de 2007