miércoles, 13 de octubre de 2010

Fidel Castro en acción La Victoria Estratégica Cap 19

 

 

La victoria estratégica - Fidel Castro Ruz

La Batalla de Jigüe, la rendición del Batallón 18

(Capítulo 19)

El miércoles 16 de julio, víspera del esperado combate contra el refuerzo —sobre el cual teníamos noticias de que vendría desde la playa a tratar de socorrer al batallón sitiado en Jigüe—, ya habían comenzado a ejecutarse las disposiciones relacionadas con el estrechamiento del cerco. Guillermo García ocupó con su pelotón las posiciones indicadas en la falda del firme de Manacas, directamente sobre el campamento enemigo. Mi intención era que, al día siguiente, este personal rebelde abriese fuego, lo cual sería la señal para que los combatientes ubicados en la falda del alto de Cahuara y en las demás posiciones, hiciesen lo mismo, incluida la ametralladora 50 de Braulio Curuneaux.

Lalo Sardiñas en la Sierra Maestra.

Curuneaux tenía también instrucciones de volver a repetir la estratagema de comunicarse con la avioneta para desinformar a la aviación enemiga acerca de la verdadera ubicación de los guardias, y tratar de lograr que descargaran sus bombas y ametralladoras, no sobre nuestras posiciones, sino sobre las del batallón cercado. Se recordará que este truco había sido empleado con relativo éxito ese mismo día 16.

Desgraciadamente, en este momento tan decisivo de la batalla no pudimos contar con una de nuestras armas psicológicas más importantes. En la mañana del 17, los combatientes que atendían la instalación de campaña de Radio Rebelde me informaron que el amplificador se había descompuesto, y que la avería era de tal magnitud que habría que llevarlo hasta la Comandancia de La Plata para repararlo. La falta del equipo se hizo sentir desde esa misma tarde, cuando empezamos a recibir las noticias del descalabro sufrido por el primer refuerzo. No cabe duda de que haber compartido esa información con los guardias sitiados hubiese surtido un efecto psicológico muy significativo.

Al amanecer, recibí la confirmación de Guillermo de que había ocupado sus posiciones, junto con la siguiente evaluación, bastante explícita, por cierto:

Ahora sí [los guardias] no se pueden mover pues los domino perfectamente. No pueden ni bajar al río, le tengo una posta a Cien m [metros] de la casa de abajo, creo que tienen que ensuciar dentro de las trincheras.

Durante toda la mañana nuestros hombres siguieron ocupando nuevas posiciones, más cerca aún del enemigo. Se movieron, entre otros, el personal de la ametralladora calibre 30 de Rogelio Acevedo, la escuadra de Ignacio Pérez y la gente de Curuneaux. El fuego se mantuvo de manera intermitente contra el campamento asediado.

El refuerzo solicitado a Almeida llegó a la zona de Jigüe al amanecer del día 18. Se trataba de una escuadra de 10 combatientes, ocho de ellos armados, al mando del capitán Vitalio Acuña Núñez, Vilo, que fueron ubicados de inmediato del otro lado del río, frente a la posición de los guardias y a la derecha de Guillermo.

Esa jornada transcurrió también en relativa calma. El foco de los acontecimientos estaba concentrado en Purialón y en el combate contra el primer refuerzo. El personal rebelde del cerco mantuvo el fuego de hostigamiento contra los guardias sitiados y se dedicó a adelantar sus trincheras y perfeccionarlas.

Durante estos días en el campamento enemigo no se observaba apenas movimiento alguno. Esa noche algunas posiciones se acercaron todavía más a las trincheras de los guardias, en algunos casos hasta una distancia de unos 40 metros. Con el parque obtenido en el combate contra el primer refuerzo había mejorado la situación de nuestros fusiles en el cerco, lo que hizo posible incrementar la potencia de fuego contra el campamento enemigo.

Aunque ya a estas alturas yo no estaba muy preocupado por la presencia de los guardias en Minas de Frío ni por la posibilidad de que pudiesen intentar un movimiento en dirección a Jigüe para apoyar a sus compañeros sitiados, no dejé de tener presente en todo momento esta amenaza en medio de las innumerables cuestiones cuya atención debía priorizar, derivadas de los acontecimientos en la batalla principal que librábamos en toda la zona entre Jigüe y Purialón. En la tarde del día 18 envié nuevas instrucciones al Che, pues si el enemigo intentaba avanzar desde las Minas en dirección a Jigüe, debía hacer una primera resistencia mientras se preparaba con parte de los combatientes posicionados en la zona de Cahuara una línea de defensa a la altura de La Magdalena Arriba. El Che y sus hombres debían, entonces, replegarse por la loma de La Iglesia y esperar a que los guardias chocaran con esa línea nuestra para atacarlos por la retaguardia.

El camino de La Magdalena era, a mi juicio —así se lo decía al Che en el mensaje que le envié con estas indicaciones—: "[...] lo más perfecto para una encerrona". Tenía la certeza de que esa maniobra era factible sin poner en peligro nuestras posiciones en el cerco, pues la tropa sitiada ya no estaba en condiciones de asumir ningún tipo de iniciativa. Y por el Sur la situación también quedaba clara. Para tranquilizar al Che, siempre aprensivo cuando se trataba de realizar dos operaciones simultáneas para las que consideraba que no contábamos con fuerza suficiente, le decía en este mismo mensaje: "Entre el mar y el Jigüe tenemos un ejército para impedir que vengan refuerzos".

El intento de auxiliar al Batallón 18 desde el Norte era una maniobra casi obligada. Sin embargo, todas las precauciones fueron en vano, ya que, inexplicablemente, los guardias de las Minas no se movieron en todos estos días. Semejante conducta solo puede deberse, una vez más, a la desmoralización o a la ineptitud flagrante del mando enemigo.

El día 19, Almeida ocupó con un pequeño grupo de hombres el camino de Palma Mocha a El Naranjal, a la altura del firme de Palma Mocha. Era una precaución excesiva de nuestra parte para prever la muy improbable contingencia de que alguna fuerza enemiga pudiera penetrar en el teatro de operaciones desde la dirección de Palma Mocha o La Caridad, y caer así sobre la retaguardia de las posiciones rebeldes en Purialón.

La situación en el cerco no cambió sensiblemente durante ese día. Los combatientes rebeldes siguieron hostigando con sus disparos al campamento enemigo, mientras que los guardias contestaron al fuego de manera desorganizada. Una de esas ráfagas de ametralladora calibre 30, lanzada desde las posiciones de la tropa sitiada, alcanzó en la tarde de ese día al teniente Teodoro Banderas, de la escuadra de Vilo Acuña, quien resultó muerto.

Sin embargo, alrededor del mediodía se había producido una especie de tregua informal en el sector del cerco más próximo a las posiciones de los guardias en la falda del alto de Cahuara. Algún personal rebelde llegó, incluso, a entrar en el perímetro enemigo, conversar con los soldados y darles cigarros.

No cabía duda de que era necesario acabar de resolver la situación, que ya se prolongaba demasiado. Existía aún el peligro de que el mando enemigo, en una acción desesperada e irracional, lanzara contra nuestras posiciones de Jigüe un ataque aéreo masivo, incluido el uso de napalm, que pudiera causar algún daño. Era muy conveniente disponer de una vez de las armas y el parque, que seguramente se capturarían, para emprender las operaciones ulteriores contra las demás fuerzas que habían penetrado al interior del territorio rebelde. Por otra parte, ya nuestros hombres comenzaban a sentir también el rigor del hambre y la fatiga.

La otra opción que cabía considerar, a los efectos de precipitar un desenlace, era el asalto frontal. Del éxito seguro de un ataque no nos quedaba duda. Frente a la voluntad de pelea de nuestros hombres nada podrían el agotamiento y la desmoralización de los guardias. Incluso, el Che me recomendó este curso de acción en uno de sus mensajes. Sin embargo, para una decisión de ese tipo había que sopesar muy bien el precio que tendríamos que pagar en cuanto a las bajas que inevitablemente ocurrirían entre nuestros combatientes en una operación de esa naturaleza. Convencido de que la rendición de la tropa cercada sería cuestión de horas, opté, en definitiva, por esperar el resultado del combate contra el segundo refuerzo.

Esa noche, al recibir las primeras informaciones acerca del destrozo infligido a este refuerzo, decidí enviar una carta al comandante Quevedo. Después de referirle la suerte corrida por los dos contingentes enviados por el mando enemigo desde la playa, le abundaba en las siguientes consideraciones acerca de la inutilidad de una resistencia más prolongada de su parte:

El camino de La Plata usted sabe que es como un paso de las Termópilas, que miles de soldados no podrían franquear.

Si no fuese usted el caballero que es, el hombre humano y decente que con tanta bondad ha tratado a los ciudadanos donde quiera que ha estado; si no fuese usted el jefe querido de sus soldados por el trato que les ha dado; si no fuese usted el militar de sentimientos patrióticos y democráticos, forzado por amargas circunstancias a librar esta campaña contra la razón, el derecho y la justicia, en la que ninguna honra ni gloria podría ganar, aunque la fortuna militar lo acompañara, no me dolería que pereciera usted de hambre y metralla con todos sus soldados, que en definitiva están sirviendo [a] la ignominiosa causa de la tiranía y han costado la vida de muchos buenos compatriotas. Pero mi conciencia de hombre honrado, mi sensibilidad humana hacia otros hombres en la adversidad, me imponen al menos la obligación de hacer algo por esos hombres que están ahí, engañados la mayor parte, creyendo las burdas historias que han inventado los que comercian con la sangre de los soldados de la República, y por usted, que para amargura de nosotros que lo hemos puesto en esta difícil situación, sin saber siquiera que de usted se trataba, es uno de los militares más decentes que conozco en el Ejército y que por un prurito de honor que solo se justifica en defensa de la patria y de las causas justas, sacrifique su vida y la de sus hombres en aras de la infamia. Yo tengo también un interés: ahorrar vidas de mis hombres. Tenga la seguridad que me bastaría ordenar un asalto en masa con fuerzas dos veces superiores a las que a usted le queda[n] y tomamos esa posición por muy tenaz resistencia que nos hagan, porque nuestra tropa está enardecida y nos favorecen todas las ventajas tácticas. Pero, ¿tendrían derecho a esperar sus soldados el mismo trato si nos hacen sacrificar en una batalla que ya tienen perdida, a numerosos compañeros?

Mientras tanto, ¿no comprende usted que atrincherados nuestros hombres en firmes y desfiladeros que son infranqueables, el intento de rescatar esa tropa, sería la sepultura de cientos de sus compañeros de armas sin que lograran el empeño?

¿Sabe usted que las tropas están agotadas y los detenidos por deserción en la jefatura de operaciones suman centenares, en cuyo estado deplorable de ánimo no podrían vencer nuestra resistencia tenaz y resuelta? ¿Si en dos meses no han podido penetrar en ciertas zonas, cómo van a penetrar ahora por caminos mucho más fuertemente defendidos y favorecidos por el terreno? ¿No observa usted que la aviación, única arma a la que pueden ya aferrarse, no hace la menor mella en nuestras filas, y que nuestros hombres están tan cerca de ustedes que no pueden ser ametrallados y bombardeados sin que ustedes también lo sean?

¿Qué esperanza puede tener usted, Comandante, que justifique el sacrificio de tantas vidas suyas y nuestras?

¡El honor militar! ¿Y no cree usted que el honor militar exigía antes que nada, que el Ejército de la República y sus oficiales de Academia jamás hubiesen sido puestos al servicio del crimen, del robo y de la opresión?

Usted es un hombre culto y sabe que le hablo con la razón y el corazón. Tenga el valor de ser sincero con su conciencia, ser leal a ella, a la Patria y a la humanidad, y no morir oscuramente sin que la nación y sus conciudadanos se lo agradezcan ni se lo admiren, que la persona humana tiene derecho a fines más nobles. El valor de usted y su vida, hombre honrado y capaz que la patria necesita, no deben sacrificarse inútilmente.

Hay muchos prisioneros heridos de su batallón y en el combate de hoy habían ya 14 compañeros suyos heridos de gravedad en nuestro poder, que no podrán ser evacuados y atendidos como lo requiere su estado mientras la batalla se prolongue con el trabajo abrumador que imponen a nuestro personal las obligaciones militares. Tenemos concertada la entrega de todos los prisioneros heridos a la Cruz Roja, que viene con salvoconducto del Jefe de Operaciones para el martes 22. Materialmente no podemos hacer más por ellos. Envíe a nuestra línea, si lo desea, a su médico para que se cerciore de cuanto digo.

Dígnese escuchar estas razones, no a un adversario ocasional, sino a su amigo, a su compañero de las aulas universitarias y su sincero compatriota, a quien la victoria, por estar usted de por medio y haberse derramado tanta sangre, no puede saberle más amarga.

Espero de su condición de militar de honor que devuelva al portador de esta carta, la que lleva a usted cumpliendo simplemente una orden [...].

Esta es la versión final de la carta que envié al comandante Quevedo en la noche del 19 de julio. El portador fue un soldado prisionero, me parece que cocinero, quien llevaba también la información de que nuestros hombres harían un alto al fuego hasta las 10:00 de la mañana del día siguiente. El mensajero llegó a su destino al amanecer del domingo 20 de julio, y regresó a media mañana con la respuesta de Quevedo: el jefe del Batallón 18 agradecía el mensaje, pero no tomaría ninguna decisión hasta las 6:00 de la tarde, pues había prometido al mando superior esperar hasta esa hora el resultado del combate de los refuerzos.

Poco después, Ramiro me informó que había hablado con el comandante Quevedo, quien le había dicho que resistiría hasta las 6:00 de la tarde, que si a esa hora el refuerzo prometido no había llegado, estaba en disposición de tramitar su rendición. La noticia, aunque esperada, no dejaba de ser muy estimulante. Empezaba a vislumbrarse más cercana la victoria. Todo dependía del éxito del combate contra este segundo refuerzo, de cuyo resultado no teníamos la menor duda.

Ramiro había logrado hacer contacto con Quevedo gracias a la tregua que habíamos anunciado, que se extendió, de hecho, más allá de las 10:00 de la mañana, cuando supimos la respuesta a la oferta de rendición. Durante el alto al fuego, muchos combatientes rebeldes entraron al campamento enemigo y confraternizaron con los guardias, entre ellos, varios de nuestros capitanes, como Braulio Curuneaux, Guillermo García e Ignacio Pérez.

Esa tarde, envié a Radio Rebelde un parte en el que se anunciaba la próxima victoria de la batalla contra el Batallón 18, que calificábamos de decisiva. No quise dar todavía la noticia de la rendición —en vías de tomarse el acuerdo—, por temor a que el mando enemigo reaccionara con el bombardeo de su propio personal. Además, dar enseguida la información podría precipitar la decisión de ordenar la retirada inmediata del resto de las fuerzas enemigas que habían penetrado en territorio rebelde —concretamente las estacionadas en Santo Domingo, las Vegas de Jibacoa y Minas de Frío—, sin darnos tiempo a preparar las condiciones para impedírselo. Esa tarde ordené, también, la concentración en el propio Jigüe de todo el personal rebelde en la zona, incluidas las fuerzas que habían combatido en Purialón. Previendo que la rendición sería acordada esa noche, mi intención era partir de allí al amanecer hacia La Plata con una parte del personal, el que participaría en las próximas acciones en la zona de Santo Domingo, mientras que otra parte marcharía en dirección a Mompié para intervenir en el cerco y la captura de la tropa enemiga acampada en las Vegas de Jibacoa.

Por intermedio de Curuneaux, Quevedo me avisó que a las 6:00 de la tarde subiría a entrevistarse conmigo para tramitar la rendición, y me pidió que le mandara dos caballos en los que pudieran hacer el ascenso él y el doctor Wolf, el médico del batallón. En respuesta a esta petición, a media tarde envié a Aguilerita al campamento enemigo con dos mulos y un poco de comida, y a la hora convenida bajé al encuentro del antiguo compañero de estudios.

La conversación fue cordial. A Quevedo se le veía exhausto, pero aún hacía esfuerzos por mantener una apariencia animosa. Le expliqué pormenorizadamente todo lo ocurrido desde el inicio de la batalla, y mi convicción de que la resistencia de la tropa sitiada era inútil, pues después de la destrucción de los dos refuerzos su suerte estaba decidida. Finalmente aceptó la rendición sobre la base de las condiciones que le propusimos que, en esencia, consistían en garantizar la integridad física y la atención médica del personal herido o enfermo, entregar todos los prisioneros —salvo el jefe del batallón— a la Cruz Roja Internacional lo antes posible, algo que ya veníamos haciendo, y recoger todas las armas, excepto las cortas de los oficiales. Quevedo se comprometió a discutir estas condiciones con sus oficiales subalternos y hacerme saber una respuesta definitiva esa misma noche.

La batalla había terminado antes de que se pactara oficialmente la rendición de la tropa sitiada. Aún Quevedo y yo conversábamos, y ya un grupo de guardias había subido a nuestras posiciones a cocinar para sus compañeros. Rebeldes y soldados se mezclaban en el campamento enemigo. Alrededor de la medianoche yo mismo bajé y me metí entre los guardias, lo cual no dejaba de ser una imprudencia, pues todavía en ese momento todos conservaban sus armas. Estuve allí un buen rato conversando con ellos y no ocurrió el más mínimo incidente.

No fue sino hasta cerca del amanecer cuando comenzó la recogida de las armas y el resto del botín de guerra. La carga resultó ser tanta que hubo que mandar a pedir las arrias de mulos de la tasajera de Jiménez para poder transportarla.

En total, se ocuparon 158 armas, incluidas dos ametralladoras de trípode calibre 30, una bazuca, un mortero de 81 milímetros y otro de 60, además de parque abundante para todas ellas y granadas de mano. El balance total de las armas ocupadas durante toda la batalla era de 249.

En cuanto a los prisioneros, en Jigüe se rindieron 146 guardias. El total, contando a los capturados durante toda la batalla, ascendía a más de 240 hombres, de ellos cerca de 30 heridos. El conteo tentativo de bajas enemigas mortales fue de 41 muertos.

La mayoría de los prisioneros salieron junto con el personal rebelde hacia la zona de La Plata; otros habían sido enviados a la casa del colaborador campesino Santos Pérez, en Jigüe Arriba, donde permanecían también algunos heridos de combates anteriores. La intención era que todo este personal enemigo prisionero fuese entregado en las Vegas de Jibacoa el día 22, fecha acordada finalmente con la Cruz Roja.

Por la parte rebelde, como resultado de las acciones, tanto en Jigüe como en Purialón, tuvimos que lamentar la muerte de seis compañeros: Andrés Cuevas, Teodoro Banderas, Roberto Corría, Eugenio Cedeño, Victuro Acosta y Francisco Luna. Otro pequeño número de combatientes habían recibido heridas de poca consideración, entre ellos Pedrito Miret. Al día siguiente de la rendición, durante el traslado del personal hacia la zona de La Plata, murió como resultado de un tiro escapado, un séptimo rebelde: Luis Enrique Carracedo.

Tal como previmos, al amanecer del lunes 21 de julio emprendimos la marcha hacia La Plata. Conmigo caminaba, en el centro de la larga columna rebelde, el comandante Quevedo y su ayudante personal, un cabo de apellido Camba, quien insistió en quedarse junto a su jefe. Esa noche acampamos en el hospital de Martínez Páez, cerca de la Comandancia de La Plata. Al día siguiente, Quevedo continuó en dirección a la cárcel de Puerto Malanga, pues me manifestó su doble interés por saludar a los guardias allí prisioneros y conocer el lugar cuya ocupación había sido el objetivo concreto de su misión en la Sierra Maestra. Yo seguí camino hacia la Comandancia, adonde llegué en la tarde del martes 22 de julio.

La noticia de la rendición del Batallón 18 y de la aplastante victoria rebelde en Jigüe fue anunciada finalmente por Radio Rebelde el 23 de julio. Al día siguiente, los locutores de la emisora leyeron el parte de guerra redactado por mí en La Plata, en el que se hacía el balance pormenorizado de la batalla.

Terminaba así una de las acciones decisivas de toda la guerra. A partir de Jigüe, ya no me quedaba duda alguna del desenlace de la ofensiva enemiga e, incluso, de la derrota relativamente cercana de la tiranía.