caballitok@googlegroups.com [mailto:caballitok@googlegroups.com] En nombre de Mirta Yanov
Enviado el: Jueves, 26 de Julio de 2012 04:22 p.m.
He dejado demasiadas entrelíneas que debo llenar; y esta vez no porque yo lo necesite.
Eva Peron: Mi Mensaje y Mi Voluntad Suprema
En estos últimos tiempos, durante las horas de mi enfermedad, he pensado muchas veces, en este mensaje de mi corazón. (1)
Quizá porque En la Razón de mi vida no alcancé a decir todo lo que siento y lo que pienso, tengo que escribir otra vez.
He dejado demasiadas entrelíneas que debo llenar; y esta vez no porque yo lo necesite.
Mejor sería acaso para mí, que yo callase, que no dijese ninguna de las cosas que voy a decir y que quedase para todos, como una palabra definitiva, todo lo que dije en el primero de mis libros.
Pero mi amor y mi dolor no se conforman con aquella mezcla desordenada de sentimientos y de pensamientos que dejé en las páginas de La Razón de mi Vida.
Quiero demasiado a los descamisados, a las mujeres, a los trabajadores de mi pueblo y por extensión quiero demasiado a todos los pueblos del mundo, explotados y condenados a muerte por los imperialismos y los privilegios de la tierra.
Me duele demasiado el dolor de los pobres, de los humildes, el gran dolor de tanta humanidad sin sol y sin cielo como para que pueda callar. ¡Si todavía quedan sombras y nubes queriendo tapar el cielo y el sol de nuestra tierra, y todavía queda mucho dolor por mitigar y tantas heridas que restañar! Como será donde nadie ha visto la luz ni ha tomado en sus manos la bandera de los pueblos que marchan en silencio, ya sin lágrimas y sin suspiros, sangrando bajo la noche de la esclavitud; y como será donde ya se ve la luz, pero demasiado lejos, y entonces la esperanza es un inmenso dolor que se rebela y que quema en la carne y el alma de los pueblos sedientos de libertad y justicia!
Para ellos: para mi pueblo y para todos los pueblos de la humanidad es Mi Mensaje.
Ya no quiero explicarles nada de mi vida ni de mis obras.
No quiero recibir ningún elogio.
Me tienen sin cuidado los odios y las alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza de los explotadores.
Quiero rebelar a los pueblos.
Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón.
Quiero decirles la verdad que una humilde mujer del pueblo -¡la primera mujer del pueblo que no se dejó deslumbrar ni por el poder ni por la gloria!-, aprendió en el mundo de los que mandan y gobiernan a los pueblos de la humanidad.
Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad.
Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no regresaron nunca.
Se dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de las alturas y se quedaron para gozar de la mentira.
Yo me vestí también con todos los honores de la gloria, de la vanidad y del poder.
Me dejé engalanar con las mejores joyas de la tierra. Todos los países del mundo me rindieron homenajes, de alguna manera. Todo lo que me quiso brindar el círculo de los hombres en que me toca vivir, como mujer de un presidente extraordinario, lo acepté sonriendo, prestando mi cara para guardar mi corazón, pero sonriendo, en medio de la farsa, conocí la verdad de todas sus mentiras.
Yo no puedo decir ahora lo mucho que se miente, todo lo que se engaña y todo lo que se finge, porque conozco a los hombres en sus grandezas y en sus miserias.
Muchas veces he tenido ante mis ojos, al mismo tiempo, como para compararlas frente a frente, la miseria de las grandezas y las grandezas de la miseria.
Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle.
Por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder, y pude ver sus miserias; y por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas.
Ahora conozco todas las verdades y todas las mentiras del mundo.
Tengo que decirlas al pueblo de donde vine.
Y tengo que decirlas a todos los pueblos engañados de la humanidad.
A los trabajadores, a las mujeres, a los humildes descamisados de mi Patria y a todos los descamisados de la tierra, ¡a la infinita raza de pueblos!, como un mensaje de mi corazón.
1. Tenía que volar con él.
En La Razón de mi Vida dije con mis pobres palabras, cómo un día maravilloso de mi existencia me encontré con Perón.
El ya estaba en la lucha.
Lo recuerdo como si lo viese, con la mirada llena de brillo, con la frente levantada, con su limpia sonrisa, con su palabra encendida por el fuego de su corazón.
Yo ví desde el primer momento, la sombra de sus enemigos, acechando como buitres desde la altura o como víboras pegajosas, desde la tierra vencida.
Y lo ví a Perón demasiado solo, excesivamente confiado en el poder vencedor de sus ideales, creyendo en la primera palabra de todos los hombres como si fuese su propia palabra limpia y generosa, sincera y honrada. (1)
No me atrajeron ni su figura ni los honores de su cargo y menos sus galones militares.
Desde el primer momento yo ví su corazón; y sobre el pedestal de su corazón el mástil de sus ideales sostenido cerca del cielo la bandera de su Patria y de su Pueblo.
Yo ví su inmensa soledad, una soledad como la de los cóndores, como la de las altas cumbres, como la soledad de las estrellas en la inmensidad del infinito.
Y a pesar de mi pequeñez, decidí acompañarlo. Por seguirlo, por estar con él hubiese sido y hubiese hecho cualquier cosa, ¡menos torcer la ruta de su destino!
Fue cuando le dije un día:- Estoy dispuesta a seguirlo, donde quiera que vaya.
Poco a poco yo entré también en sus batallas.
A veces porque me provocaron sus enemigos.
Otras porque me indignaron sus traiciones y sus mentiras.
Había decidido seguirlo a Perón pero no me resignaba a seguirlo de lejos, sabiéndolo rodeado de enemigos y ambiciosos que se disfrazaban con palabras amistosas; y de amigos que no sentían ni el calor de la sombra de sus ideales.
Yo quería estar con él los días y las noches de su vida, en la paz de sus descansos y en las batallas de su lucha.
Yo ya sabía que él como los cóndores volaba alto y solo; ¡y sin embargo yo tenía que volar con él!
Confieso que no medí desde el principio toda la magnitud de mi decisión.
Yo creí que podía ayudarlo a Perón con mi cariño de mujer, con la compañía de mi corazón enamorado de su persona y de su causa, ¡pero nada más!
Pensé que mi tarea, junto a su soledad, era llenarla con alegría y con el entusiasmo de mi juventud.
Ya emprendimos el camino: alegres y felices en medio de la lucha.
Un día me confesó que yo, su pequeña giovinota como solía llamarme, era la única compañía sincera y leal de su existencia.
¡Nunca como ese día me dolió tanto mi pequeñez!
¡Y decidí hacer lo imposible para acompañarlo mejor!
Recuerdo que le pedí que fuese mi maestro y él, en las treguas de su lucha, me enseñó un poco de todo cuanto pude aprender.
Me gustaba leer a su lado.
Empezamos por Las vidas paralelas de Plutarco y seguimos después con las Cartas completas de Lord Chesterfield a su hijo Stanhope.
En un tiempo me enseñó un poco de los idiomas que él sabía: inglés, italiano y francés.
Sin que yo advirtiese fui aprendiendo también a través de sus conversaciones, la historia de Napoleón, de Alejandro de de todos los grandes de la historia.
Y así me enseñó también a ver de una manera distinta a nuestra propia historia.
Con él aprendí a leer en el panorama de las cuestiones políticas internas e internacionales.
Muchas veces me hablaba de sus sueños y de sus esperanzas, de sus grandes ideales.
Metida en un rincón de la vida de mi Coronel, se me ocurre que yo era algo así como un ramo de flores en su casa.
¡Nunca pretendí más que eso!
Sin embargo, la lucha que se libraba en torno de Perón era demasiado dura, muy grandes sus enemigos, casi infinita su soledad y demasiado grande mi amor para que yo pudiera conformarme con ser nada más que un poco de alegría en el camino de mi Coronel. (1)
La mayoría de los hombres que rodeaban entonces a Perón creyeron que yo no era más que una simple aventurera.
Mediocres al fin; ellos no habían sabido sentir como yo quemando mi alma, el fuego de Perón, de su grandeza y de su bondad, de sus sueños y de sus ideales.
Ellos creyeron que yo calculaba con Perón, porque medían mi vida con la vara pequeña de sus almas.
Yo los conocía de cerca, uno por uno.
Después casi todos ellos lo traicionaron a Perón.
Algunos en octubre de 1945; otros más tarde.
Y me di el gusto de insultarlos de frente, gritándoles en la cara, la deslealtad y el deshonor con que procedían o combatiéndolos hasta probar la falsía de sus procedimientos y de sus intenciones. (1)
Yo me quedé sola junto a “mi Coronel” hasta que lo llevaron prisionero.
Desde aquellos días desconfié de los amigos encumbrados y de los hombres de honor.
Y me aferré ciegamente a los hombres y mujeres humildes de mi pueblo que sin tanto “honor” y sin tantos “títulos” ni “privilegios” saben jugarse la vida por un hombre, por una causa, por un ideal, ¡o por un simple sentimiento del corazón!
Pero no podía creer en nada ni en nadie que no fuese su pueblo.
Desde entonces se los he dicho infinitas veces en todos los tonos de mi voz como para que nunca se les olvide, en medio de tantas palabras con que miden su honor o lealtad los hombres que rodean por lo general a un presidente.
Los pueblos de la tierra no sólo deben elegir al hombre que los conduzca.
Deben saber cuidarlo de lo enemigos que tienen en las antesalas de todos los gobiernos.
Yo cuidé por mi pueblo a Perón y los eché de sus antesalas a veces con una sonrisa y a veces también con las duras palabras de la verdad que dije de frente con toda la indignación de mi rebeldía.
4. Los enemigos del pueblo
Los enemigos del pueblo fueron y siguen siendo los enemigos de Perón.
Yo los he visto llegar hasta él con todas las formas de la maldad y la mentira.
Quiero denunciarlos definitivamente.
Porque serán enemigos eternos de Perón y del Pueblo aquí y en cualquier parte del mundo donde se levante la bandera de la justicia y la libertad.
Nosotros los hemos vencido, pero ellos pertenecen a una raza que nunca morirá definitivamente.
Todos llevamos en la sangre la semilla del egoísmo que nos puede hacer enemigos del pueblo y de su causa.
Es necesario aplastarla donde quiera que brote, si queremos que alguna vez el mundo alcance el mediodía brillante de los pueblos.
Y si no queremos que vuelva a caer la noche sobre su victoria.
Yo los he conocido de cerca y de frente.
Yo no me quedé jamás en la retaguardia de sus luchas.
Estuve en la primera línea del combate; peleando los días cortos y las noches largas de mi afán, infinito como la sed de mi corazón, y cumplí dos tareas, ¡no sé cuál más digna de una vida pequeña como la mía, pero mi vida al fin!: una, pelear por los derechos de mi pueblo; y otra, cuidar las espaldas de Perón.
En esa doble tarea, inmensa para mí, que no tenía más armas que mi corazón enardecido, yo conocí a los enemigos de Perón y de mi pueblo.
Nunca ví a nadie de nuestra raza, ¡la raza de los del pueblo!, peleando contra Perón.
A veces los he visto fríos e insensibles.
Declaro con toda la fuerza de mi fanatismo que siempre me repugnaron.
Los he sentido frío de sapos o de culebras. Lo único que los mueve es la envidia.
No hay que tenerles miedo.
¡La envidia de los sapos nunca pudo tapar el canto de los ruiseñores!
Pero hay que apartarlos del camino.
No pueden estar cerca del pueblo ni de los hombres que el pueblo elige para conducirlos.
Y menos ser dirigentes del pueblo.
Los dirigentes del pueblo tienen que ser fanáticos del pueblo.
Si no, se marean en la altura, ¡y no regresan!
Yo los he visto también con el mareo de las cumbres.
Solamente los fanáticos –que son idealistas y son sectarios- no se entregan.
Los fríos, los indiferentes, no deben servir al pueblo, porque no pueden servirlo aunque quieran.
Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir.
Los fríos no mueren por una causa sino por casualidad.
Me gustan los fanáticos y todos los fanatismos de la historia.
Me gustan los héroes, y los santos, y los mártires, cualquiera sea la causa y la razón de su fanatismo.
El fanatismo convierte a la vida en un morir permanente y heroico; pero es el único camino que tiene la vida para vencer a la muerte.
Daría mi vida por Perón y por el pueblo.
Porque estoy segura que solamente dándola me ganaré el derecho de vivir en ellos para toda la eternidad.
Así, fanáticas quiero que sean las mujeres de mi pueblo y fanáticos los trabajadores y los descamisados.
El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas.
Es la gran fuerza de los pueblos: la única que no poseen sus enemigos, porque ellos han suprimido del mundo todo lo que suene a corazón.
Ellos tienen dinero, privilegios, jerarquías, poder, riquezas.
Pero no podrán ser nunca fanáticos.
Porque no tienen corazón.
Ellos no pueden ser idealistas porque las ideas tienen su raíz en la inteligencia pero los ideales tienen su pedestal en el corazón.
Ellos no pueden ser fanáticos porque las sombras no pueden mirarse en el espejo del sol.
Frente a frente, ellos y nosotros, ellos con todas las fuerzas del mundo y nosotros con nuestro fanatismo, siempre venceremos nosotros.
Tenemos que convencernos para siempre.
El mundo será para los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo, pero enardecernos significa quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y de los imbéciles que nos hablan de prudencia.
Ellos que hablan de la dulzura y del amor se olvidan que Cristo dijo: -¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y que más quiero sino que arda!
El nos dio un ejemplo divino de fanatismo.
¿Qué son a su lado los eternos predicadores de la mediocridad?
Yo he medido con la vara de mi corazón la frialdad y el fanatismo de los hombres.
Los dos extremos han desfilado permanentemente ante mis ojos.
El paisaje de estos años de mi vida es un inmenso contraste de luces y sombras.
En todos los momentos de esta vida mía me es dado contemplar y sufrir ese tremendo encuentro del fanatismo y de la indiferencia.
Confieso que no me duele tanto el odio de sus enemigos como la frialdad y la indiferencia de los que debieron ser amigos de la causa maravillosa de Perón. (1)
Comprendo más y casi diría que perdono más el odio de la oligarquía que la frialdad de algún hijo bastardo del pueblo que no lo siente ni lo comprende a Perón.
Si alguna cosa tengo que reprocharle a las altas jerarquías militares y clericales es precisamente su frialdad y su indeferencia ante el drama del mi pueblo.
Lo que sucede en nuestro pueblo es drama, auténtico y extraordinario drama por la posesión de la vida.
Del simple y sencillo bienestar que mi pueblo venía soñando desde el principio de la historia.
El 17 de octubre fue un encuentro del Pueblo con Perón.
Aquella noche inolvidable se selló el destino de los dos; y así empezó el inmenso drama.
Frente a un mundo de pueblos sometidos Perón levantó la bandera de nuestra liberación.
Frente a un mundo de pueblos explotados Perón levantó la bandera de la justicia.
Yo lo sumé a mi corazón y entrelacé las dos banderas de la justicia y de la libertad con un poco de amor.
Pero todo –la libertad, la justicia, el amor, Perón y su pueblo-, todo esto es demasiado para que pueda mirarse con indiferencia o con frialdad.
Todo esto merece odio o merece amor.
Los tibios, los indiferentes, las reservas mentales, los peronistas a medias me dan asco.
Me repugnan porque no tienen olor ni sabor.
Frente al avance permanente e inexorable del día maravilloso de los pueblos también los hombres se dividen en los tres campos eternos del odio, de la indiferencia y del amor.
Hay fanáticos del pueblo.
Estos pertenecen a la clase de hombres que Dios señaló ya en las puertas del infierno.
Nunca se jugaron por nada.
Son como -los ángeles que no fueron ni fieles ni rebeldes.”
Yo lo he visto a Perón peleando incansablemente por su pueblo frente a las fuerzas dominantes de la humanidad.
Este capítulo está dedicado a ellos.
No puedo callarlo porque sería mentirle a mi pueblo, a todos los pueblos de la tierra que han sufrido y sufren la despiadada prepotencia de los imperialismos.
Es hora de decir la verdad cueste lo que cueste y caiga quien caiga.
Existen en el mundo naciones explotadoras y naciones explotadas.
Yo no diría nada si se tratase solamente de naciones.
Pero es que detrás de cada nación que someten los imperialismos hay un pueblo de esclavos y de hombres y mujeres explotados.
Y aún las mismas naciones imperialistas esconden siempre detrás de sus grandezas y de sus oropeles la realidad amarga y dura de un pueblo sometido.
Los imperialismos han sido y son la causa de las grandes desgracias de la humanidad.
¡De la humanidad que se encarna en los pueblos!
Esta es la hora de los pueblos.
Que es como decir la hora de la humanidad.
Todos los enemigos de la humanidad tienen las horas contadas.
¡También los imperialismos!
Esta es la hora de los pueblos lo único compatible con la felicidad de los hombres será la existencia de naciones justas, soberanas y libres como quiere la doctrina de Perón.
Y esto sucederá en este siglo.
Y aunque parezca una letanía de mi fanatismo sucederá -caiga quien caiga y cueste lo que cueste.
A Perón y a nuestro pueblo les ha tocado la desgracia del imperialismo capitalista.
Yo lo he visto de cerca en sus miserias y en sus crímenes.
Se dice defensor de la justicia mientras extiende las garras de su rapiña sobre los bienes de todos los pueblos sometidos a su omnipotencia.
Se proclama defensor de la libertad mientras va encadenando a todos los pueblos que de buena o mala fe tienen que aceptar sus inapelables exigencias.
Pero lo más abominable que el imperialismo son los hombres de las oligarquías nacionales que se entregan vendiendo y a veces regalando por monedas o por sonrisas la felicidad de sus pueblos.
Yo los he conocido también de cerca.
Frente a los imperialismos no he sentido otra cosa que la indignación del odio frente a los entregadores de sus pueblos a la indignación del odio he sumado la infinita indignación de mi desprecio.
Muchas veces los he oído disculparse ante mi agresividad irónica y mordaz.
Lo he oído muchas veces; en todos los tonos de la mentira.
Hay una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos.
No hay ningún pueblo en la tierra que no pueda ser justo, libre y soberano.
- No podemos hacer nada –es lo que dicen todos los gobiernos cobardes de las naciones sometidas.
Pero no lo dicen por convencimiento sino por conveniencias.
No somos un pequeño pueblo de la tierra.
Y sin embargo con nosotros Perón decidió ganar, frente al imperialismo capitalista, nuestra propia justicia y nuestra propia libertad.
Podrá costar más o menos sacrificio, ¡pero siempre se puede!
No hay nada que sea más fuerte que un pueblo.
Lo único que se necesita es decidirlo a ser justo, libre y soberano.
Hay mil procedimientos eficaces para vencer: con armas o sin armas, de frente o por la espalda, a la luz del día o a la sombra de la noche, con un gesto de rabia o con una sonrisa, llorando o cantando, por los medios legales o por los medios ilícitos que los mismos imperialismos utilizan en contra de los pueblos.
Yo me pregunto, ¿qué pueden hacer un millón de corazones, un millón de aviones y un millón de bombas atómicas contra un pueblo que decide sabotear a sus amos hasta conseguir la libertad y la justicia?
Frente a la explotación inicua y execrable todo es poco.
Y cualquier cosa es importante para vencer.
11. El hambre y los intereses
El alma de los imperialismos es el hambre, pero nosotros los pueblos sabemos lo que es morir de hambre.
El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses.
Donde esos intereses del imperialismo se llamen petróleo basta, para vencerlos, con echar una piedra en cada pozo.
Donde se llame cobre o estaño basta con que se rompan las máquinas que los extraen de la tierra, o que se crucen de brazos los trabajadores explotados.
Así quiso que fuese Perón entre nosotros. Y vencimos.
Y no podrán jamás arrebatarnos nuestra justicia, nuestra libertad y nuestra soberanía.
Tendrán que matarnos uno por uno a todos los argentinos.
Y eso, ya no podrán hacerlo jamás.
En estos años de mi lucha he aprendido cómo juegan su papel en el gobierno de los pueblos las fuerzas políticas nacionales e internacionales, las fuerzas económicas y espirituales de la tierra y cómo se disfrazan las ambiciones de los hombres.
Yo he visto a Perón enfrentándolos de pie, sereno e imperturbable, mirando siempre más allá de su vida y de su tiempo, con los ojos puestos exclusivamente en la felicidad de su pueblo y en la grandeza de su Patria.
Nada ni nadie pudo ni podrá apartarlo de su camino.
Yo recuerdo cómo, en los primeros tiempos de su lucha, debió enfrentar la calumnia que intentaba separarlo de sus descamisados diciendo que él era un peligro para el pueblo porque era militar.
Algunos años después, como la calumnia no prosperó, sus enemigos trataron de enfrentarlo con las fuerzas armadas, diciendo que Perón intentaba crear una fuerza en los trabajadores para sustituir el influjo militar en el Gobierno de la República. (1)
Sobre todas estas cosas quiero decir la verdad.
Y espero que alguna vez se imponga sobre tanta mentira o, por lo menos, -aunque no crean-, sirva para algo a los pueblos del mundo en sus luchas por la justicia y por la libertad.
Yo declaro que pertenezco ineludiblemente y para siempre a la -ignominiosa raza de los pueblos.
De mí no se dirá jamás que traicioné a mi pueblo, mareada por las alturas del poder y de la gloria.
Eso lo saben todos los pobres y todos los ricos de mi tierra.
Por eso me quieren los descamisados y los otros me odian y me calumnian.
Nadie niega en mi Patria que para bien o para mal, yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle.
Por eso también, porque sigo pensando y sintiendo como pueblo, yo no he podido vencer todavía nuestro resentimiento con la oligarquía que nos explotó.
Lo digo todos los días con mi vieja indignación descamisada, dura y torpe, pero sincera como la luz que no sabe cuando alumbra y cuando quema o como el viento que no distingue entre borrar las nubes del cielo y sembrar la desolación en su camino.
Yo no entiendo los términos medios ni las cosas equilibradas.
Yo sólo reconozco dos palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el amor.
Nunca sé cuándo odio ni cuándo estoy amando.
Y en este encuentro confuso del odio y del amor frente a la oligarquía de mi tierra –y frente a todas las oligarquías del mundo-, yo no he podido tampoco encontrar todavía el equilibrio que me reconcilie del todo con las fuerzas que sirvieron antaño entre nosotros a la raza maldita de los explotadores.
Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio o con todo el incendio de mi amor –no lo sé todavía- en contra del privilegio que constituyen todavía los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales. (1)
Tengo plena conciencia de los que escribo.
Yo sé lo que sienten y lo que piensan de esos círculos los hombre y mujeres humildes que constituyen el pueblo, ¡todos los pueblos de la humanidad!
Yo no los conozco “personalmente”.
Aunque “personalmente” me combatieron y me combaten como enemiga declarada de sus propósitos y de sus intenciones.
En el fondo de mi corazón yo no deseo otra cosa que salvarlos de mi acusación, señalándoles el camino del pueblo por donde llega el porvenir de la humanidad.
Yo sé que la religión es el alma de los pueblos; y que a los pueblos les gusta ver en sus ejércitos la fuerza pujante de sus muchachos como garantía de su libertad y como expresión de la grandeza de su Patria.
Pero yo se también que a los pueblos le repugna la prepotencia militar que se atribuye el monopolio de la Patria y que no concilian la humildad y la pobreza de Cristo con la fastuosa soberbia de los dignatarios eclesiásticos que se atribuyen el monopolio absoluto de la religión.
La Patria es del pueblo lo mismo que la religión.
No soy antimilitarista ni anticlerical; en el sentido que quieren hacerme aparecer mis enemigos.
Lo saben los humildes sacerdotes del pueblo que también me comprenden a despecho de algunos altos dignatarios del clero rodeados y cegados por la oligarquía.
También lo saben los hombres honrados que en las fuerzas armadas no han perdido contacto con el pueblo.
Los que no quieren comprenderme son los enemigos del pueblo metidos a militares.
Ellos desprecian al pueblo y por eso lo desprecian a Perón que siendo militar abrazó la causa del pueblo, aún a costa de abandonar en cierto momento su carrera militar.
Yo veo no sólo el panorama de mi propia tierra.
Veo el panorama del mundo y en todas partes pueblos sometidos por gobiernos que explotan a sus pueblos en beneficio propio o de lejanos intereses.
Y detrás de cada gobierno impopular he aprendido a ver ya la presencia militar, solapada y encubierta o descarada y prepotente.
En este mensaje de mis verdades, no puedo callar, esta verdad irrefutable que se cierne como la más grande sombra cubriendo los horizontes de la humanidad.
Es necesario que los pueblos destruyan los altos círculos de sus fuerzas militares gobernando a las naciones.
Abriendo al pueblo sus cuadros dirigentes.
Los ejércitos deben ser del pueblo y servirlo; deben servir a la causa de la justicia y la libertad.
Es necesario convencerlos de que la Patria no es una geografía de fronteras más o menos dilatadas sino el pueblo.
La Patria sufre o es feliz en el pueblo que la forma.
En la hora de nuestra raza, ¡en la hora de los pueblos!
La Patria alcanzará su más alta verdad.
Es necesario que los ejércitos del mundo defiendan a sus pueblos sirviendo la causa de la justicia y de la libertad.
Solamente así se salvarán de caer en el odio contra eso que antes se llamaba Patria, y que era una mentira más, ¡una bella mentira que inventó la oligarquía cuando empezó a vender la dignidad del pueblo, es decir, la dignidad augusta y maravillosa de la Patria!
14. El pueblo la única fuerza
Yo no sé si no será posible que alguna vez el mundo cancele todo cuanto signifique una fuerza de agresión y entonces desaparezcan las necesidades de sostener ejércitos para la defensa; pero mientras tanto eso – que sería ideal, acaso lo sobrenatural o lo imposible-, no suceda, los pueblos del mundo deben cuidar que sus fuerzas militares no se conviertan en cadenas o instrumentos de su propia opresión.
El ejército de mi Patria custodió las elecciones de 1946 que consagraron a Perón, Presidente de los argentinos.
En aquella ocasión fueron sus militares una garantía para el pueblo.
A pesar de ello yo considero que la función militar no debe ser en ningún caso garantía cívica de la justicia y la libertad, ¡porque la fuerza suele tentar a los hombres, lo mismo que el dinero! (1)
La garantía de la voluntas soberana del pueblo debe estar en el pueblo.
Sacarla de sus manos es reconocer una debilidad que no existe, porque los pueblos constituimos por nosotros mismos la fuerza más poderosa que poseen las naciones.
Lo único que debemos hacer es adquirir plena conciencia del poder que poseemos y no olvidamos de que nadie puede hacer nada sin el pueblo y nadie puede hacer tampoco nada que no quiera el pueblo.
¡Sólo basta que los pueblos nos decidamos a ser dueños de nuestros propios destinos!
Todo lo de más es cuestión de enfrentar al destino.
¡Y si no que lo diga nuestro pueblo!
En estos momentos el mundo es una inmensa fortaleza. (1)
Todos los gobiernos han sido dominados por los altos círculos de sus fuerzas armadas.
Así como la Edad Media fue clerical y la iglesia gobernó sobre los pueblos por medio de los reyes o los reyes dominaron a los pueblos valiéndose del clero, así en la Edad de nuestro siglo las fuerzas armadas mandan sobre los pueblos infiltradas en los Gobiernos de las naciones o los gobiernos oprimen y sojuzgan y explotan a los pueblos valiéndose del instrumento colosal de sus ejércitos.
Todo militar es un mundo nuestro.
Yo no diría una sola palabra si las fuerzas armadas fuesen instrumentos fieles del pueblo.
Son casi siempre carne de oligarquía.
O porque la oligarquía copó los altos círculos de la oficialidad o porque los oficiales que el pueblo dio a sus fuerzas armadas se entregaron, olvidándose del pueblo, de sus dolores, ¡de su inmenso dolor!
Nosotros, el pueblo, tenemos que ganar las altas jerarquías de las fuerzas armadas de las naciones.
No se trata de destruirlas, aunque yo pienso que alguna vez serán inútiles.
Se trata de convertirlas al pueblo y después, cuando todos sus dirigentes –sus oficiales- sean carne y alma del pueblo habrá que permanecer alertas, vigilándolas para que no se entreguen otra vez.
Yo no creo que la solución sea la que adoptaron los espartanos en los años de su decadencia y que los generales tengan que ser elegidos por el pueblo.
El pueblo tiene que elegir a sus gobernantes para que ellos hagan lo que el pueblo quiere.
Y los generales deben servir al gobierno del pueblo con plena y absoluta conciencia de que nada en la Nación puede sobreponerse ni oponerse a la voluntad del pueblo.
16. La grandeza o la felicidad
La Patria no es patrimonio de ninguna fuerza porque la Patria es del pueblo y nada puede sobreponerse al pueblo sin que corran peligro la libertad y la justicia.
Las fuerzas armadas sirven a la Patria sirviendo al pueblo.
El error de algunas fuerzas armadas consiste en creer que servir a la Patria es una cosa distinta, y entonces en aras de lo que ellos creen es la Patria no les importa sacrificar al pueblo, sometiéndolo a las reglas de la prepotencia militar.
En todos estos siglos de la historia ha sucedido lo mismo.
El espíritu militar ha considerado que el gran ideal de su existencia consistía en alcanzar la grandeza de la nación y que, ante ese objetivo supremo se justificaba todo, incluso sacrificar la felicidad del pueblo.
Perón nos ha enseñado que la felicidad del pueblo es lo primero; que no se puede hacer la grandeza de un país con un pueblo que no tiene bienestar.
Las fuerzas armadas del mundo deben convencerse de esta absoluta verdad del peronismo.
Si no los pueblos mismos, por su propia mano, con la conciencia plena de nuestro poderío insuperable, las iremos borrando en la historia de la humanidad.
Todas estas ideas y razones me llevaron a decirle a mi pueblo y a todos los pueblos del mundo en este mensaje de mis verdades: nadie puede más que nosotros.
Somos más fuertes que todas las fuerzas armadas de todas las naciones.
Si nosotros no queremos que la fuerza bruta de las armas nos domine no podrá dominarnos.
Con las armas pueden matarnos, pero morir de hambre es más dolor, ¡y nosotros sabemos lo que es morir de hambre!
Los soldados son hijos nuestros y no se atreverán a tirar sobre sus madres, aunque los manejen miles y miles de oficiales entregados y vendidos a la oligarquía.
Podrán vencernos un día, en la noche o de sorpresa, pero si al día siguiente nos largamos a la calle, o nos negamos a trabajar, o saboteamos todo cuanto ellos quieran mandar, tendrán que resignarse a devolvernos la libertad y la justicia.
Si toda esta resistencia puede organizarse mejor, pero si no, lo mismo venceremos con tal que tengamos plena conciencia de nuestro poderío soberano.
Debemos convencernos definitivamente de una sola cosa: de que el gobierno debe ser del pueblo, y nadie sino el pueblo puede ocuparlo porque si no, no será tampoco para el pueblo.
La hora de los pueblos no será alcanzada en nuestro siglo si no exigimos participación activa en el gobierno de las naciones.
Como nosotros lo hemos hecho en nuestra tierra, gracias a Perón, llevando a los obreros y a las mujeres del pueblo a los más altos cargos y responsabilidades del Estado.
Y cuidando después que los dirigentes políticos del pueblo y los dirigentes sindicales no pierdan contacto con las masas que representan.
Los gobernantes del pueblo deben seguir viviendo con el pueblo.
Es una condición fundamental para que los pueblos no empiecen a sentirse traicionados y para gobernar con sentido real de lo auténticamente popular.
Es lindo vivir con el pueblo.
Sufrir sus dolores y gozar con la simple alegría de su corazón.
Pero nada de todo eso se puede si previamente no se ha decidido definitivamente encamarse con el pueblo.
Hacerse una sola carne con él para que todo dolor y toda tristeza y angustia y toda alegría del pueblo sea lo mismo que si fuera nuestra.
Eso es lo que yo hice, poco a poco en mi vida.
Por eso el pueblo me alegra y me duele.
Me alegra cuando lo veo feliz, y cuando yo puedo añadir un poco de mi vida a su felicidad.
Y me duele cuando sufre, o cuando los hombres del pueblo o quienes tienen la obligación de servirlo en vez de buscar la felicidad del pueblo,lo traicionan.
También tengo para ellos una palabra dura y amarga en este mensaje de mis verdades. Yo los he visto marearse con las alturas.
Dirigentes obreros entregados a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por unas monedas.
Yo los denuncio como traidores entre la inmensa masa de trabajadores de mi pueblo y de todos los pueblos.
Hay que cuidarse de ellos.
Son los peores enemigos del pueblo porque ellos han renegado de nuestra raza.
Sufrieron como nosotros pero se olvidaron de nuestro dolor para gozar la vida sonriente que nosotros les dimos otorgándoles una jerarquía sindical.
19. Las jerarquías clericales
Entre los hombres fríos de mi tiempo yo señalo a las jerarquías clericales cuya inmensa mayoría padece de una inconcebible indiferencia frente a la realidad sufriente de los pueblos. (1)
Declaro con absoluta sinceridad que me duele como un desengaño estas palabras de mi dura verdad.
Yo no he visto, sino por excepción entre los altos dignatarios del clero, generosidad y amor, como se merecía de ellos la doctrina de Cristo que inspiró a la doctrina de Perón.
En ellos simplemente he visto mezquinos y egoístas intereses y una sórdida ambición de privilegio.
Yo los acuso desde mi dignidad no para mal sino para bien.
No les reprocho haberlo combatido sordamente a Perón, desde sus conciliábulos con la oligarquía.
No les reprocho haber sido ingratos con Perón que les dio de su corazón cristiano lo mejor de su buena voluntad y de su fe.
Les reprocho haber abandonado a los pobres; a los humildes, a los descamisados, a los enfermos, y haber preferido en cambio la gloria y los honores de la oligarquía.
Les reprocho haber traicionado a Cristo, que tuvo misericordia de las turbas, olvidándose del pueblo, y les reprocho haber hecho todo lo posible por ocultar el nombre y la figura de Cristo tras la cortina de humo con que lo inciensan.
Yo soy y me siento cristiana. Porque soy católica.
Pero no comprendo que la religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio.
Esto no lo entenderé jamás.
Como no lo entiende el pueblo.
El clero de los nuevos tiempos si quiere salvar al mundo de la destrucción espiritual tiene que convertirse al cristianismo; empezando por descender al pueblo, como Cristo, viviendo con el pueblo, sufriendo con el pueblo, sintiendo con el pueblo.
Porque no viven ni sufren ni sienten ni piensan con el pueblo estos años de Perón están pasando sobre sus corazones sin despertar una sola resonancia.
Tienen el corazón cerrado y frío.
¡Ah! ¡Si supieran qué lindo es el pueblo, se lanzarían a conquistarlo para Cristo que hoy, como hace dos mil años, tiene misericordia de sus turbas!
Cristo les pidió que evangelizasen a los pobres, y por eso ellos no debieron jamás abandonar al pueblo donde está la inmensa masa oprimida de los pobres.
Los políticos clericales de todos los tiempos y en todos los países quieren ejercer el dominio y aún la explotación del pueblo por medio de la Iglesia y la Religión, y muchas veces, para desgracia de la fe, el clero ha servido a los políticos enemigos del pueblo predicando una estúpida resignación, que no sé todavía cómo puede conciliarse con la dignidad humana ni con la sed de Justicia cuya bienaventuranza se canta en el Evangelio.
También el clero político pretende ejercer en todos los países el dominio y aún la explotación del pueblo por medio del gobierno, y esto también es peligroso para la felicidad del pueblo.
Los dos caminos del clericalismo político y de la política clerical deben ser evitados por los pueblos del mundo si quieren ser alguna vez felices.
Yo no creo como Lenín que la religión sea el opio de los pueblos.
La religión debe ser en cambio la liberación de los pueblos; porque cuando el hombre se enfrenta con Dios alcanza las alturas de su extraordinaria dignidad.
Si no hubiese Dios, si no estuviésemos destinados a Dios, si no existiese religión, el hombre sería un poco de polvo derramado en el abismo de la eternidad.
Pero Dios existe, y por él somos dignos y por él todos somos iguales y ante él nadie tiene privilegios sobre nadie.
Yo no comprendo entonces por qué, en nombre de la Religión y en nombre de Dios, puede predicarse la resignación ante la injusticia, y por qué no puede reclamarse en cambio, en nombre de Dios y en nombre de la Religión, esos supremos derechos de todos, a la justicia, a la libertad.
La Religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para los pueblos.
Tiene que ser bandera de rebeldía.
La Religión está en el alma de los pueblos porque los pueblos viven cerca de Dios, en contacto con el aire puro de la inmensidad.
Nadie podrá impedir que los pueblos tengan fe.
Si la perdiesen, toda la humanidad estaría perdida para siempre.
Yo me rebelo contra las religiones que hacen agachar la frente de los hombres y el alma de los pueblos.
Eso no puede ser religión.
La Religión debe levantar la cabeza de los hombres.
Yo admiro a la Religión que puede hacerle decir a un humilde descamisado frente a un emperador: - ¡Yo soy lo mismo que usted, hijo de Dios!
La Religión volverá a tener su prestigio entre los pueblos si sus predicadores la enseñan así, como fuerza de rebeldía e igualdad, no como instrumento de opresión. Predicar la resignación, es predicar la esclavitud.
Es necesario en cambio predicar la libertad y la justicia.
¡Es el amor el único camino por el que la Religión podrá llegar a ver el día de los pueblos!
21. Las formas y los principios
Yo vivo con mi corazón pegado al corazón de mi pueblo y conozco por eso todos sus latidos.
Yo sé como siente, como piensa y como sufre.
No se me escapa que muchas veces ha sido engañada y que en materia religiosa tiene demasiados prejuicios y acepta numerosos errores.
Yo no me siento autorizada para juzgar sobre este trascendente tema.
Mi mensaje está destinado a despertar el alma de los pueblos de su modorra frente a las infinitas formas de opresión.
Y una de esas formas es la que utiliza el profundo sentido religioso de los pueblos como instrumento de esclavitud.
El sentimiento religioso debe ser defendido por los pueblos y por eso todas sus deformaciones reclaman una condenación imperdonable.
Yo creo que tanto mal han hecho a la humanidad los que creen que la religión es una simple colección de formalidades exteriores como aquellos que no ven otra cosa que principios de absoluta rigidez.
La religión es para el hombre y no el hombre para la religión y por eso la religión ha de ser profundamente humana, ¡profundamente popular!
Y para que la religión sea así, profundamente popular, debe volver a ser como antes.
Ha de volver a hablar el lenguaje del corazón que es el lenguaje del pueblo, olvidándose de los ritos excesivos y de las complicaciones teológicas también excesivas.
Cuando al pueblo se le habla con sencillez y con amor, el pueblo acepta la verdad que se le ofrece.
Y con más todavía si se le predica con el ejemplo.
Desgraciadamente nuestro pueblo y acaso todos los pueblos de la tierra sólo han visto demasiado interés en los predicadores de la fe, ¡y acaso por eso mismo les han cerrado el corazón!
Muchas veces, en estos años de mi vida, he pensado qué lejos estaban ciertos predicadores y apóstoles de la religión del corazón del pueblo.
Porque la frialdad y el egoísmo de sus almas no podían contagiar a nadie ni sembrar en las almas el ardor de la fe, que es fuego ardiente.
Yo sé, -y lo declaro con todas las fuerzas de mi espíritu-, que los pueblos tienen sed de Dios.
Y sé también cómo trabajan sacerdotes humildes en apagar aquella sed.
Mi acusación no va dirigida contra éstos, sino a quienes por egoísmo, por vanidad, por soberbia o por interés o por cualquier otra razón indigna la causa que dicen defender aleja a los pueblos de la verdad cerrándoles el camino de Dios.
Dios les exigirá algún día la cuenta precisa y meticulosa de sus traiciones, con mucha más severidad que a quienes con menos teología pero con más amor nos decidimos a darlo todo por el pueblo.
Enemigos del pueblo son también los ambiciosos.
Muchas veces los he visto llegar hasta Perón, primero como amigos mansos y leales y yo misma me engañé con ellos, proclamando su lealtad que después tuve que desmentir.
Los ambiciosos son fríos como culebras; pero saben disimularlo muy bien.
Son enemigos del pueblo porque ellos no servirán jamás al pueblo sino a sus intereses personales.
Yo los he perseguido en el movimiento peronista y los seguiré persiguiendo implacablemente en defensa del pueblo.
Son los caudillos. (1) Tienen el alma cerrada a todo lo que no sean ellos.
No trabajan para una doctrina ni les interesa un ideal.
La doctrina y el ideal son ellos.
La hora de los pueblos no llegará con ningún caudillo porque los caudillos mueren y los pueblos son eternos.
Por eso es grande Perón, porque no tiene otra ambición que la felicidad de su Pueblo y la grandeza de su Patria, y porque ha creado una doctrina –una doctrina que es un ideal-, para que su Pueblo siga su doctrina y no su nombre.
Yo pienso en cambio que los pueblos cuando encuentran un hombre digno de ellos no siguen su doctrina sino su nombre, porque en el hombre y en el nombre ven encarnarse a la doctrina misma; y no pueden concebir la doctrina sin su creador.
Por eso yo puedo concebir al Nacional Justicialismo sin Perón; y por eso he declarado tantas veces que soy peronista y no justicialista, porque el Nacional Justicialismo es la doctrina en cambio el peronismo es Perón y la doctrina.
¡La realidad viva que nos hizo y que nos hace felices!
Los caudillos en cambio, los ambiciosos, no tienen doctrina porque no tienen otra conducta que su egoísmo.
Hay que buscarlos y marcarlos a fuego para que nunca se conviertan en dueños de vida y haciendas del pueblo.
Yo los he conocido de cerca y de frente y algunas veces incluso me han engañado por lo menos momentáneamente.
La causa del pueblo exige nada más que hombres del Pueblo que trabajen para el Pueblo, no para ellos.
En esto se distinguen los ambiciosos: en que trabajan para ellos; nada más que para ellos.
Nunca buscan la felicidad del pueblo.
Siempre buscan más bien su propia vanidad y enriquecerse pronto.
El dinero, el poder y los honores son las tres grandes causas, los tres ideales de todos los ambiciosos.
No he conocido ningún ambicioso que no buscase alguna de estas tres cosas.
O las tres al mismo tiempo.
Los pueblos deben cuidar a los hombres que eligen para regir sus destinos.
Y deben rechazarlos y destruirlos cuando los vean sedientos de riquezas, de poder o de honores.
La sed de riquezas es fácil de ver. Es la primera que aparece a la vista de todos.
Sobre todo a los dirigentes sindicales hay que cuidarlos mucho. (2)
Se marean también ellos y no hay que olvidar que cuando un político se deja dominar por la ambición es nada más que un ambicioso; pero cuando un dirigente sindical se entrega al deseo del dinero, de poder o de honores es un traidor y merece ser castigado como un traidor.
El poder y los honores seducen también intensamente a los hombres y los hacen ambiciosos.
Empiezan a trabajar para ellos y se olvidan del pueblo.
Esta es la manera de identificarlos.
Y el pueblo tiene que conocerlos y destruirlos. Solamente así, los pueblos serán libres.
Porque todo ambicioso es un prepotente capaz de convertirse en un tirano.
¡Hay que cuidarse de ellos como del diablo!
No quisiera morirme por Perón y por mis descamisados.
No por mí que ya he vivido todo lo que tenía que vivir.
Perón y los pobres me necesitan.
¿Sabrán mis “grasitas” todo lo que yo los quiero?
Si alguien me preguntase, en estos momentos difíciles y amargos de mi vida cual es mi deseo más ferviente y cual mi voluntad más absoluta yo les diría: vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. (1)
Muchas veces, en las horas largas y duras de mi enfermedad, he deseado vivir no por mí que ya he recibido de la vida todo cuanto podía pedir y más todavía.
Sino por Perón y por mis grasitas, por mis descamisados.
La enfermedad y el dolor me han acercado a Dios; y he aprendido que no es injusto todo esto que me está sucediendo y que me hace sufrir.
Yo tenía todas las posibilidades de tomar, cuando me casé con Perón, el camino equivocado que conduce al mareo de las altas cumbres.
En cambio Dios me llevó por los caminos de mi pueblo y por haberlo seguido he llegado a recibir como nadie el cariño de los hombres, de las mujeres, de los niños y de los ancianos.
Pero le pido a Dios que me dé algunas vacaciones en mi sufrimiento.
Muchas veces, sobre todo en los años de la revolución, oía como los altos jefes militares trataban de disuadirlo al Coronel de su amor por el pueblo.
Ellos no concebían que un oficial superior pudiese entregarse así a laChusma. (1)
Al principio creían que el Coronel hacía demagogia para conquistar el poder.
Fue entonces cuando, envidiosos del éxito de Perón le hicieron la primera revolución, le exigieron al Coronel su renuncia y lo encarcelaron en Martín García. (2)
Pero felizmente el pueblo ya lo había conocido a Perón.
Ya no veía en él, al jefe militar con vocación de dictador sino al compañero cuyo corazón había sentido el dolor de nuestra raza.
Y el pueblo se lanzó a la calle dispuesto a todo.
Los jefes militares de la reacción huyeron asustados y la oligarquía se escondió con ellos. (3) Fue el 17 de octubre de 1945.
Después, las cosas cambiaron.
El Coronel, ya presidente, siguió fiel a sus descamisados.
Ya no podía ser que fuese demagogo como decían. (4)
Era cierto entonces aquello de que Perón, un jefe militar, concedía importancia fundamental a los trabajadores de su pueblo.
Y a medida que los trabajadores se organizaban constituyendo la fuerza más poderosa del país, la oligarquía infiltrada también en las fuerzas armadas preparaban la reacción. (5)
Yo he presenciado la dura batalla de Perón con el privilegio de la fuerza tan dura como las luchas contra el privilegio del dinero o de la sangre.
Yo sé lo que ha sufrido, aunque he tenido el raro y maravilloso privilegio de ser algo así como el escudo donde se estrellaron siempre los ataques de sus enemigos.
Ellos, cobardes como todos los traidores, nunca lo atacaron de frente, lo atacaron por mí.
¡Yo fui el gran pretexto!
Yo cumplí mi tarea gozosa y feliz, parando los golpes que iban dirigidos a Perón.
Sin embargo los que no me querían a mí, siempre terminaron por alejarse de Perón.
De alguna manera se fueron.
¡Y muchos lo traicionaron!
¡La verdad, la auténtica y pura verdad es que la gran mayoría de los que no quisieron a Perón, tampoco lo quieren sin mí! (6)
En cambio el pueblo, los descamisados, los obreros, las mujeres, que me quieren más a mí de lo que merezco, son fanáticos de Perón hasta la muerte. (7)
En el Pueblo reside la fuerza de Perón, no en el ejército.
Solamente el Pueblo lo quiere a Perón con fanatismo y sinceridad.
Y cuando en los últimos tiempos algunos oficiales de las fuerzas armadas quisieron “terminar” con Perón tuvieron que enfrentarse con el pueblo que rodeó a su Líder, oponiendo a los traidores el pecho descubierto.
La fuerza infinita del corazón.
Aún en el ejército los hombres leales, aún los que cayeron en defensa de Perón, fueron hombres del pueblo, humildes pero nobles y fieles ante la defección traidora de la oligarquía.
Aquel día, el 28 de septiembre yo me alegré profundamente de haber renunciado a la vicepresidencia de la República el 22 y el 31 de agosto.
Si no, yo hubiese sido otra vez el gran pretexto.
En cambio, la revolución militar vino a probar que la reacción militar era contra Perón.
Contra el infame delito cometido por Perón al entregarse a la voluntad del pueblo, luchando y trabajando por la felicidad de los humildes en contra de la prepotencia y de la confabulación de todos los privilegios con todas las fuerzas de la antipatria.
¡Este es el gran delito de Perón!
El gran delito que yo bendigo desde el fondo de mi corazón descamisado.
En mí no tiene importancia ni tiene valor todo lo que yo siento de amor y de cariño por mi pueblo.
Porque yo vine del pueblo, yo sufrí con el pueblo.
En cambio el amor de Perón por los descamisados vale infinitamente más, porque dada su condición de Coronel, el camino más fácil de su vida era el de la oligarquía y de sus privilegios.
En cambio se decidió por el pueblo, contra toda probabilidad, venciendo las resistencias de muchos compañeros y abrazó nuestra causa definitivamente.
Pienso que cometiéndolo salvó él solo a las fuerzas armadas de mi Patria, del descrédito y del deshonor puesto que si Perón no fuese militar, nuestro pueblo estaría convencido de que las fuerzas armadas son reducto de la oligarquía.
Los militares tienen, en este año de Perón, la gran oportunidad de asegurarse el porvenir; ayudándolo a Perón en su tarea de -servir al Pueblo.
Partiendo de la base fundamental de que eso no es delito porque es servir a la Patria.
Es necesario que los hombres y mujeres del pueblo sean siempre sectarios y fanáticos, que no se entreguen jamás a la oligarquía.
No puede haber como dice la doctrina de Perón más que una sola clase: los que trabajan. (1)
Es necesario que los pueblos impongan en el mundo entero esta verdad peronista.
Los dirigentes sindicales y las mujeres que son pueblo puro no pueden, no deben entregarse jamás a la oligarquía.
Yo no hago cuestión de clases.
Yo no auspicio la lucha de clases, pero el dilema nuestro es muy claro.
La oligarquía que nos explotó miles de años en el mundo tratará siempre de vencernos.
Con ellos no nos entenderemos nunca porque lo único que ellos quieren es lo único que nosotros no podremos darle jamás: nuestra libertad.
Para que no haya luchas de clases, yo no creo, como los comunistas que sea necesario matar a todos los oligarcas del mundo.
No. Porque sería cosa de no acabar jamás, ya que una vez desaparecidos los de ahora tendríamos que empezar con los peronistas convertidos a la oligarquía, en virtud de la ambición, de los honores, del dinero, del poder. (2)
El camino es convertir a todos los oligarcas del mundo: hacerlos pueblo… de nuestra clase y de nuestra raza.
Haciéndolos trabajar para que integren la única clase que reconoce Perón: la de los hombres que trabajan.
El trabajo es la gran tarea de los hombres, pero es la gran virtud.
Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos; y la oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad.
Pero mientras tanto lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores.
Todo explotador es enemigo del pueblo.
¡La justicia exige que sea derrotado!
Quiero vivir eternamente con Perón y con mi Pueblo.
Esta es mi voluntad absoluta y permanente y será también por lo tanto cuando llegue mi hora, la última voluntad de mi corazón.
Donde esté Perón y donde estén mis descamisados allí estará siempre mi corazón para quererlos con todas las fuerzas de mi vida y con todo el fanatismo de mi alma.
Si Dios lo llevase del mundo a Perón antes que a mí yo me iría con él, porque no sería capaz de sobrevivir sin él, pero mi corazón se quedaría con mis descamisados, con mis mujeres, con mis obreros, con mis ancianos, con mis niños para ayudarlos a vivir con el cariño de mi amor: para ayudarlos a luchar con el fuego de mi fanatismo; y para ayudarlos a sufrir con un poco de mis propios dolores.
Porque he sufrido mucho; pero mi dolor valía la felicidad de mi pueblo.
Y yo no quise negarme –yo no quiero negarme-, yo acepto sufrir hasta el último día de mi vida si eso sirve para restañar alguna herida o enjugar alguna lágrima.
Pero si Dios me llevase del mundo antes que a Perón yo quiero quedarme con él y con mi pueblo, y mi corazón y mi cariño y mi alma y mi fanatismo seguirán en ellos.
Seguirán viviendo en ellos haciendo todo el bien que falta, dándoles todo el amor que no les pude dar en lo años de mi vida, y encendiendo en sus almas todos los días el fuego de mi fanatismo que me quema y me consume como una sed amarga e infinita.
Yo estaré con ellos para que sigan adelante por el camino abierto a la justicia a la libertad hasta que llegue el día maravilloso de los pueblos.
Yo estaré con ellos peleando en contra de todo lo que no sea pueblo puro, en contra de todo lo que no sea la ignominiosa raza de los pueblos.
Yo estaré con ellos, con Perón y con mi pueblo, para pelear contra la oligarquía vendepatria y farsante, contra la raza maldita de los explotadores y de los mercaderes de los pueblos.
Dios es testigo de mi sinceridad; y El sabe que me consume el amor de mi raza que es el pueblo.
Todo lo que se opone al pueblo me indigna hasta los límites extremos de mi rebeldía y de mis odios.
Pero Dios sabe también que nunca he odiado a nadie por sí mismo, ni he combatido a nadie con maldad sino para defender a mi pueblo; a mis obreros, a mis mujeres, a mis pobres grasitas a quienes nadie defendió jamás con más sinceridad que Perón y con más ardor que Evita.
Pero es más grande el amor de Perón por el pueblo que mi amor; porque él, desde su privilegio militar, supo encontrarse con el pueblo, supo subir hasta su pueblo, rompiendo todas las cadenas de su casta.
Yo, en cambio, nací del pueblo y sufrí con el pueblo.
Tengo carne y alma y sangre del pueblo.
Yo no podía hacer otra cosa que entregarme a mi pueblo.
Si muriese antes que Perón, quisiera que esta voluntad mía, la última y definitiva de mi vida sea leída en acto público en la Plaza de Mayo, el la Plaza del 17 de Octubre, ante mis queridos descamisados.
Quiero que sepan en ese momento, que los quise y que lo quiero a Perón con toda mi alma y que Perón es mi sol y mi cielo.
Dios no me permitirá que mienta si yo repito en este momento una vez más, como León Bloy que -no concibo al cielo sin Perón.
Pido a todos los obreros, a todos los humildes, a todos los descamisados, a todas las mujeres, a todos los pibes y a todos los ancianos de mi Patria que lo cuiden y lo acompañen a Perón como si fuese yo misma.
Quiero que todos mis bienes queden a disposición de Perón como representante soberano y único del pueblo.
Deseo que todos mis bienes, que considero en gran parte patrimonio del pueblo y del movimiento peronista que es del pueblo; y que todo lo que dé La Razón de mi Vida y Mi Mensaje sean considerados como propiedad absoluta de Perón y del pueblo argentino.
Mientras viva Perón el podrá hacer lo que quiera de todos mis bienes: venderlos, regalarlos e incluso quemarlos si quisiera, porque todo en mi vida le pertenece, todo es de él, empezando por mi propia vida que yo la entregué por amor y para siempre, de una manera absoluta.
Pero después de Perón, el único heredero de mis bienes debe ser el pueblo y pido a los trabajadores y a las mujeres de mi pueblo que exijan, por cualquier medio, el cumplimiento inexorable de esta voluntad suprema de mi corazón que tanto los quiso.
Todos los bienes que he mencionado, y aún los que hubiese omitido deberán servir al pueblo, de una o de otra manera.
El dinero de La Razón de mi Vida y de Mi Mensaje, lo mismo que la venta o el producido de mis propiedades deberá ser destinado a mis descamisados.
Quisiera que se constituya con todos esos bienes un fondo permanente de ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten a los pobres y quisiera que ellos lo aceptasen como una prueba más de mi cariño.
Deseo que en estos casos, por ejemplo, se entregase a cada familia un subsidio equivalente a los sueldos y salarios de un año, por lo menos.
También deseo que, con ese fondo permanente de Evita, se instituyan becas para que estudien hijos de los trabajadores y sean así los defensores de la doctrina de Perón por cuya causa gustosa daría mi vida. Mis joyas no me pertenecen.
La mayor parte fueron regalos de mi pueblo.
Pero aún las que recibí de mis amigos o de países extranjeros, o del General, quiero que vuelvan al pueblo.
Que así como el oro respalda la moneda de algunos países, mis joyas sean el respaldo de un crédito permanente que abrirán los Bancos del país en beneficio del pueblo, a fin de que se construyan viviendas para los trabajadores de mi Patria.
Desearía también que los pobres, los ancianos, los niños, mis descamisados sigan escribiéndome como lo hacen en estos tiempos de mi vida y que el monumento que quiso levantar para mí el Congreso de mi Pueblo recoja las esperanzas de todos y las convierta en realidad por medio de mi Fundación; que quiero siempre pura como la concebí para mi descamisados.
Así yo sentiré siempre cerca de mi pueblo y seguiré siendo el puente de amor tendido entre los descamisados y Perón.
Por fin quiero que todos sepan que si he cometido errores por amor y espero que Dios que ha visto siempre mi corazón, me juzgue, no por mis errores, ni mis defectos, ni mis culpas que fueron muchas, sino por el amor que consume mi vida.
Mis últimas palabras son las mismas del principio: quiero vivir eternamente en Perón y con mi Pueblo.
Dios me perdonará que yo prefiera quedarme con ellos porque El también está con los humildes y yo siempre he visto en cada descamisado un poco de Dios que me pedía un poco de amor que nunca le negué.
FIN DE MI VOLUNTAD SUPREMA