martes, 1 de julio de 2014
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Carta a la Fiscalía 216: OBJECION MORAL Y ETICA
Por Javier Giraldo M. S.J
Bogotá, D. C., marzo 16 de 2009
Sra. PIEDAD ANGÉLICA ACERO
Funcionaria Policía Judicial – Carné 3592
C/O FISCAL SECCIONAL 216
Carrera 29 No. 18-45 Bloque A Oficina CTI Administración Pública
BOGOTÁ, D. C.
Ref: 802316 Fiscal 216. MT
De toda consideración.
Respondo a su oficio fechado el 10 de marzo de 2009, el cual encontré en mi oficina esta semana, en el que me solicita asistir a una diligencia judicial al día siguiente, 11 de marzo, diligencia que no puedo atender por impedimento moral.
Le ruego apreciar las razones que a continuación expongo, las cuales fundamentan dicho impedimento.
Desde comienzos de los años 80, las circunstancias personales y las misiones apostólicas que se me encomendaron, me fueron involucrando progresivamente en organizaciones, grupos y movimientos consagrados a la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En ese terreno, los instrumentos jurídicos y la familiarización con los mecanismos judiciales de nuestra sociedad, constituyeron un recurso importante. Sin prejuicios sino más bien con esperanza en que una administración de justicia cada vez más inspirada en valores humanos, éticos, sociales, jurídicos y democráticos, pudiera ayudar a aliviar el sufrimiento de tantas víctimas con las cuales fui entrando en contacto, colaboré intensamente en procedimientos judiciales tendientes a establecer la verdad y a corregir conductas que lesionaban gravemente la dignidad humana de muchísima gente. Sin embargo, a través de estos 29 años multitud de experiencias negativas y aterradoras fueron minando y destruyendo mi fe en la administración de justicia. No solo la impunidad reinante que constituye una afrenta a los muchos miles de víctimas que he conocido, sino el conocimiento directo de los expedientes, de sus mecanismos y de sus trampas que invalidan y contradicen los principios básicos legitimantes de la justicia, fueron sembrando en mí interrogantes, remordimientos, cautelas y repugnancias morales, que poco a poco me llevaron a descubrir la honda perversión del sistema judicial y a experimentar una radical repulsa de conciencia frente a cualquier otro eventual involucramiento procesal.
Sólo el testimonio de experiencias concretas vividas puede transmitir la hondura de este impedimento ético. Imposible sería enumerar todas las experiencias que me han llevado a esta ruptura ética, pero sólo describiendo algunas de las que mayores impactos y traumas dejaron en mí, sería comprensible mi posición.
En julio de 1993, una comunidad campesina del centro del departamento de Bolívar me pidió intervenir para tratar de impedir una desaparición forzada. Habían presenciado una mañana cómo patrullas del Ejército se llevaron a un joven que trataba de embarcar dos toros en un bote y en la tarde lo vieron bajar ensangrentado y semidesnudo, casi sin poder moverse, arrastrado por soldados que se lo llevaron en una embarcación y no se volvió a tener noticia de él. La impresión que me transmitió la comunidad fue que quizás habrían intentado crucificarlo o lo habrían crucificado, pues sus manos y sus pies sangraban abundantemente. La denuncia que remití a la ONU inmediatamente, sirvió para que el Gobierno revelara su paradero, pero afirmando que su detención se había producido de acuerdo con las normas legales del Estado colombiano y que las heridas que tenía en su cuerpo se debían a circunstancias anteriores y ajenas a su detención; que él había confesado ser guerrillero y que había sido condenado a prisión por autoridades legítimas y en un proceso con todas las garantías. La “verdad” que el Estado me estaba entregando a través de instituciones en las que yo había confiado y con las cuales había colaborado con honestidad, me parecía tan distante de la verdad de aquellos campesinos a quienes había conocido directamente en una visita semanas antes, que decidí hacerme a una copia del expediente e ir a buscar al preso en la cárcel de Cartagena. Cuando yo le leía sus “declaraciones” él no salía de su asombro y me aseguraba que se habían aprovechado porque era analfabeta, pero que él jamás había dicho lo que allí estaba escrito. Las torturas fueron reales y le introdujeron en las plantas de sus pies palos puntiagudos que lo dejaron con grandes dificultades para caminar. Un médico había firmado una constancia falsa y una abogada de oficio y una procuradora firmaron constancias de haberlo asistido en el juicio sin haber estado jamás con él. Aquél fue un encuentro con mecanismos perversos que atravesaban múltiples instituciones que se habían concertado para destruir a un pobre campesino analfabeta que no tenía cómo defenderse. Experimenté cómo se construyen falsas “verdades” que quedan consignadas incluso en las instancias de las Naciones Unidas. Estaba en presencia de una mentira que trataba de ocultar un crimen horrendo y que era avalada de consuno por numerosas instituciones del Estado: militares, policía judicial, Medicina Legal, abogados defensores, procuradores, investigadores, jueces, funcionarios de la Consejería Presidencial de Derechos Humanos, Cancillería. Me pregunté si los oficiales de las Naciones Unidas le creerían al Estado y si yo habría quedado estigmatizado como “mentiroso”. Pude experimentar allí los costos de seguir los dictados de la conciencia; ello implicaba enfrentarse con demasiadas instituciones y pagar costos altos que lesionan la propia reputación.
Uno de los procesos en los que me involucré fuertemente, casi asumiendo el papel de funcionario judicial, fue el del Carmen de Chucurí. En la Comisión que yo coordinaba entonces, de Justicia y Paz, me correspondió recibir a numerosos campesinos desplazados de ese municipio santandereano. Todos relataban dramáticamente la triple alternativa a que eran sometidos: “o se vincula al proyecto paramilitar, o abandona la región, o lo matamos”. Comandantes de la base militar se paseaban por el pueblo en compañía de los líderes paramilitares, cobrando juntos los impuestos para financiar el paramilitarismo. De los buses bajaban a los insumisos para desaparecerlos y asesinarlos y en los mismos carros de la Alcaldía se llevaban a quienes iban a matar para arrojarlos en el remolino de una quebrada que se tragaba los muertos. Contabilizamos centenares de víctimas fatales y millares de desplazados. Todo fue denunciado con grandes esfuerzos de precisión y sistematización ante todas las instancias de la justicia: Dirección de Instrucción Criminal, Procuraduría, Consejerías de la Presidencia, y tras la nueva Constitución del 91: Fiscalía, Defensoría, Vicepresidencia. La intensa interlocución con todas estas instituciones; la gravedad extrema de la situación; la acogida que aparentemente se brindaba a nuestras denuncias, todo nos hacía confiar en que la justicia iba a actuar y en que el Estado iba a proteger a la población, a reparar los daños enormes que había causado y a tomar medidas para que ese modelo paramilitar quedara proscrito. Se nos pidió colaborar en la búsqueda de testigos que se atrevieran a declarar y logramos convencer a muchos. Los funcionarios se desplazaban hasta Bucaramanga para no hacer correr a las víctimas demasiados riesgos, y se llenaron muchos cuadernos de pruebas testimoniales que hacían presagiar una acción contundente de la justicia.
Con el tiempo, sin embargo, se fueron profundizando en mí serias dudas sobre el mecanismo del testimonio. La gente declaraba y declaraba y pasaban los años sin que se percibiera resultado alguno. Pronto comprendimos más bien que los denunciantes pagaban altos precios y los denunciados permanecían incólumes. Recuerdo a Don Juan de Dios Gómez quien pagó rápidamente sus denuncias con la muerte, y a Don Octavio Sierra, a quien acompañé a rendir su testimonio en Bogotá y a los pocos días tuve que deplorar, estremecido, su asesinato. Recuerdo al Padre Bernardo Marín, el Párroco del pueblo, quien denunció con valentía lo que estaba ocurriendo y el 4 de octubre de 1990 escapó milagrosamente a un atentado, en compañía del Personero, del más cercano colaborador de la Parroquia y del Juez. Al escapar de la muerte fue entonces judicializado mediante montajes infames y aconsejado por su Obispo partió para el exilio donde murió.
Con todo, un proceso penal avanzaba dentro de la “Justicia Regional”, en Cúcuta, que parecía prometer algunos resultados, pero al posesionarse el primer Fiscal General, dentro de la nueva Constitución del 91, avocó a su mismo despacho el proceso; puso en libertad a los dos o tres paramilitares capturados hasta entonces; llamó a rendir versiones libres a todos los militares imputados, con interrogatorios acondicionados para una preclusión que fue inmediata, y luego llamó a un largo interrogatorio al suscrito, quien había puesto el mayor número de denuncias. Desde la primera pregunta comprendí que todo estaba dirigido a invalidar mis denuncias por no haber sido testigo presencial en ninguno de los crímenes, y pude comprobar que al Fiscal no le importaba en absoluto descubrir la autoría de los crímenes ni la identidad de las víctimas sino sólo identificar a quienes habían puesto las denuncias. Yo me negué a dar los nombres de los denunciantes porque tenía vivo en mi mente el recuerdo de quienes ya habían pagado sus denuncias con la muerte y por ello tuve que recibir un trato altanero y ultrajante por parte del Fiscal General.
Cuando una funcionaria judicial se atrevió a intentar la captura de algunos paramilitares, los militares allí presentes protagonizaron una asonada y le arrebataron a los detenidos, no siendo sancionados ellos sino la funcionaria que intentó capturarlos con todas las formalidades legales. Todo mostraba que confiar en la justicia no reportaba ninguna solución sino, por el contrario, altísimos costos para los denunciantes. Militares, procuradores y periodistas se confabularon entonces para estigmatizar ante la opinión pública a quienes estábamos denunciando y contaron para ello con los grandes medios de prestigio, tales como El Tiempo, La Prensa, la cadena radial RCN y otros, los cuales destruyeron gratuitamente nuestra reputación sin reconocernos siquiera el derecho de réplica. Cuando la Fiscalía, la Procuraduría, los medios y otras instituciones fueron cerrando filas en solidaridad con militares y paramilitares, el Comandante del Ejército me judicializó por “calumnia e injuria contra las fuerzas armadas”. Me convertí, entonces, en “reo de la justicia” por atreverme a buscar justicia. Al país entero se le vendió la “verdad” de que yo inventaba fantasías sobre proyectos paramilitares avalados por el Ejército y confeccionaba listados imaginarios de muertos, desaparecidos y desplazados. Hubo que esperar trece años, para que al inaugurarse la zona de distensión de Santa Fe de Ralito, en julio de 2004, los más altos comandantes del paramilitarismo reconocieran públicamente, en sus discursos, que el proyecto paramilitar de El Carmen de Chucurí había sido avalado por el Estado y que éste tenía que reconocer la paternidad responsable del mismo.
El proceso de El Carmen de Chucurí fue denso en lecciones desmoralizantes. A mí me quedó para siempre un profundo cuestionamiento sobre la validez del testimonio en nuestro régimen judicial. Todo nos fue mostrando que los testimonios no producían efecto alguno de justicia, pero el fondo del problema quedó al descubierto un día en que un grupo de cerca de 10 campesinos de la zona cercana al Carmen se vino hasta Bogotá, acompañados por el mismo Inspector de Policía, a denunciar la detención, torturas y asesinato cruel de un poblador, por el consorcio militar – paramilitar. Traían, incluso, la cuerda ensangrentada con que lo habían amarrado y arrastrado hasta un río. El asistente directo del Fiscal General dedicó dos días a recibir los testimonios y al final nos reunió a todos y nos dijo: sus testimonios son muy impresionantes pero, por favor, no se hagan ilusiones; mañana los militares traerán un número igual de testigos para afirmar que todo lo que ustedes dicen es falso, y los testimonios de ustedes quedarán invalidados. Allí encontré la clave que he venido comprobando en lo sucesivo: el testimonio es algo manipulable y por ello la gran mayoría de los procesos buscan hoy día apoyarse en sólo testimonios. En el momento de la evaluación, que en nuestro régimen otorga el más impresionante margen de arbitrariedad al fallador, permite plegarse a las preferencias o intereses del fiscal, del juez o del magistrado.
Pero el testimonio es un “medio probatorio”. Las decisiones se toman de frente a fines, que son las opciones políticas de lo jueces. Nunca olvidaré la llamada de atención del Fiscal General, un día en que, al margen de diligencias procesales, tocamos el tema de El Carmen de Chucurí en su despacho: “hay que tener claro de qué lado se está”, me dijo. No me quedó duda de que él estaba del lado de los militares y de su proyecto paramilitar, y los mecanismos de la justicia, fundamentalmente los testimonios, porque ningún otro medio probatorio fue recurrido, eran simples medios manipulables al servicio de esa opción tomada de antemano: “el lado del cual él está”.
Mientras me ocupaba en la búsqueda de justicia para las víctimas de El Carmen de Chucurí y en los esfuerzos por detener tan horrendo baño de sangre, el abogado Eduardo Umaña Mendoza me compartió algunos documentos que revelaban muy claramente el funcionamiento de algunos organismos del Estado. Entre las fotocopias que el Dr. Umaña Mendoza me suministró, se encontraban las declaraciones rendidas en la Procuraduría por el Suboficial de Inteligencia Militar Bernardo Alfonso Garzón Garzón, en las cuales ponía al desnudo la preparación de muchos crímenes que fueron noticia nacional y señalaba a sus autores, todos agentes del Estado. Dicho suboficial había trabajado durante 20 años en el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano y él mismo había participado en la planeación de numerosos crímenes. Sus declaraciones esclarecieron casos de desaparición forzada, como la del universitario José Cuesta; de las militantes políticas Amparo Tordecilla y Nydia Erika Bautista; de la militante del M-19 Irma Franco, sacada del Palacio de Justicia el 7 de noviembre de 1985; del activista cristiano Antonio Hernández Niño, entre otros. Lo que mayor credibilidad daba a su testimonio fue su aporte decisivo para encontrar los restos mortales de Nydia Erika Bautista, en el poblado de Guayabetal (Meta), en cuya recuperación se empeñó, con éxito, el Dr. Umaña Mendoza. Una de las afirmaciones más impresionantes del Suboficial Garzón hacen perder toda fe en la labor de los organismos de inteligencia del Estado: “Como trabajé en esa unidad sé que se puede fabricar toda clase de pruebas, ardides o lo que se quiera en contra de una persona, a fin de hacer aparecer lo que ellos quieran”. Las declaraciones rendidas por el Suboficial Garzón en la Procuraduría los días 22 y 23 de enero de 1991, acompañadas de 8 páginas escritas a mano por él mismo, revelan la inutilidad del aparato de justicia colombiano, toda vez que esa cantidad de crímenes permaneció y permanece en absoluta impunidad. Cuando el Dr. Umaña me suministró esas fotocopias donde se esclarecía el caso de una desaparecida del Palacio de Justicia, yo ya había tenido otra experiencia al respecto, pues el 2 de agosto de 1989 yo le había entregado a la Viceprocuradora General de la Nación un documento de 18 páginas del cual me había hecho depositario otro agente de Inteligencia del Estado, Ricardo Gámez Mazuera, en el cual hacía revelaciones escalofriantes sobre los hechos del Palacio de Justicia, particularmente sobre las personas desaparecidas en dicho operativo, entre otros muchos crímenes, pero cuando me enviaron la notificación de “archivo” del caso con copia de las diligencias realizadas, ello me confirmó en la triste realidad de que los órganos de control del Estado colombiano investigan a los denunciantes y no a los denunciados, para llegar, rutinariamente, a consagrar la impunidad de los crímenes. Posteriormente el Dr. Umaña Mendoza me comentó que algunas declaraciones del Suboficial Garzón Garzón habían sido robadas de los expedientes de la Procuraduría.
Otro de los casos que me demostró la perversidad con que la “justicia” colombiana maneja la prueba testimonial, fue el caso de la masacre de Trujillo. Este caso revive experiencias demasiado dolorosas y escalofriantes cuyo solo recuerdo no puede dejar de estremecerme profundamente. Conocí muy de cerca al Padre Tiberio Fernández, el Párroco de Trujillo que fue descuartizado, y por ello cuando se produjeron las desapariciones y cuando víctimas y testigos comenzaron a abandonar el pueblo y aún el país, pudimos tener información abundante de primera mano. Como ya era rutinario en aquel tiempo, las instituciones judiciales y disciplinarias del Estado acudían a nuestra Comisión para que les suministráramos testigos, a los cuales nos prometían “proteger”. Muchos años nos costó comprender la lógica interna de este medio probatorio y la manipulación a que se nos sometía en perjuicio de las víctimas y de la misma justicia. Solo la observación y el análisis retrospectivo de largo y profundo alcance sobre la ausencia total de resultados, nos permitió hacer luz sobre esta dinámica perversa de la impunidad.
Muchos familiares de víctimas de Trujillo fueron llamados a rendir declaraciones por los jueces instructores, quienes jamás practicaron una sola prueba técnica ni hicieron observaciones “in situ” ni investigaron las versiones que eran “vox populi” en toda la región. Sabían perfectamente que ningún testigo iba a decir nada sustancial porque la amenaza que recorría la zona se aplicaba sin compasión: “el que abra la boca, al otro día estará flotando en las aguas del Cauca”, y en ello se apoyaban para abrir y cerrar expedientes exiguos que sólo contenían la necropsia y el testimonio inútil de algún familiar. Así justificaban su salario; se protegían contra eventuales represalias de los victimarios y tenían una excusa perfecta para archivar los procesos y no meterse en problemas con nadie: “no fue posible identificar a ningún culpable”, a pesar de que todo el pueblo y la región conocía sus nombres y huían despavoridos cuando aparecían por los caminos veredales las camionetas del F-2 de Tuluá o del Batallón Palacé de Buga, porque una nueva desaparición era inminente. Con tal manejo procesal, los funcionarios judiciales y disciplinarios se congraciaban de paso con los victimarios, que estaban atrincherados en los organismos de seguridad del Estado. A todas luces se practicaba una “justicia” fundada en el sólo testimonio inútil de quienes procesalmente “nada vieron ni oyeron”. Sin embargo, un día apareció un testigo que sí había visto y oído y cuyos remordimientos le crearon necesidades apremiantes de declarar.
Lo que este paramilitar arrepentido, Daniel Arcila Cardona, reveló con lujo de detalles, era aterrador. Nunca he podido olvidar aquella mañana en que él llegó a mi oficina muy agitado. Se había enterado de que sus testimonios iban a ser invalidados porque un dictamen de Medicina Legal lo declaraba “loco”. Salí con él inmediatamente para la Procuraduría y solicité que se acudiera a prestigiosos colegios de psiquiatras para que emitieran dictámenes alternativos. Luego de muchas dudas sobre si ello era permitido, finalmente se ofició a la Sociedad Colombiana de Psiquiatría solicitando una evaluación a fondo, pero tardaron tanto en conceder la cita, que cuando lo hicieron ya Daniel había sido también descuartizado por los mismos autores de la masacre, con un derroche inconcebible de sevicia.
Los análisis retrospectivos de este proceso de Trujillo nos permiten concluir que la recepción de testimonios inútiles constituía el eje de esa justicia/impunidad ya rutinaria, pero que la aparición no calculada de un testigo útil hizo volcar toda la labor probatoria a descalificar al testigo. En lugar de confrontar sus revelaciones con los escasos datos de los testigos aterrorizados e inútiles y con observaciones “in situ” y multitud de pruebas técnicas que pudieron practicarse, los jueces y procuradores enviaron más bien al testigo a “exámenes psiquiátricos” cuyos dictámenes serían después absolutamente invalidados por comités de expertos dentro de la Comisión Trujillo propiciada por la OEA, pero cuando esto se dio, ya el testigo había sido descuartizado y todas las sentencias absolutorias de primera y segunda instancia estaban ejecutoriadas. La Juez 10 de Orden Público de la época, quien acumuló la mayoría de los ridículos expedientes abiertos, recibió una noche la prueba reina, según se lo confesó informalmente a un grupo de juristas de varias instituciones del Estado: le habían llevado “dos bultos de cabezas sacadas del río Cauca”, lo que corroboraba el testimonio de Daniel Arcila, pero la complicidad de todas las instituciones con la impunidad hizo que ningún “jurista” de los presentes judicializara su confesión ni urgiera a la justicia investigación alguna sobre el paradero de esas cabezas. La juez nunca fue investigada y nadie jamás ha sabido qué hizo con esas cabezas.
Otro episodio que me confirmó la perversidad inconcebible con que actuaba la “justicia” en el caso Trujillo, tuvo que ver con otro testimonio. Un colaborador cercano del Padre Tiberio no quería abandonar el país sin aportar algo a la investigación, pues así se lo exigía su conciencia. En ese momento no conocíamos aún la aterradora maldad con que se conducía el proceso judicial y acordamos algunas medidas de seguridad con la Procuraduría y la Dirección de Instrucción Criminal, de modo que el testimonio fuera recogido. Fue muy extraña la actitud del juez, quien suspendió dos días consecutivos la declaración, pocos minutos después de iniciarla, pero luego de identificar plenamente al testigo y de sondearlo informalmente sobre lo que podría testimoniar. El segundo día, la madre del testigo fue secuestrada por los autores de la masacre y prometieron matarla junto con el resto de la familia si el testigo no renunciaba a continuar su declaración cuya primera página tenían fotocopiada en sus manos. Ninguna duda quedaba: el juez le había transmitido a los victimarios la copia de lo ya dicho y ellos se encargaron de neutralizar al testigo mediante el terror. Inmediatamente puse esta situación en manos de las más altas instancias judiciales y disciplinarias. Un fallo honesto sobre este chantaje habría permitido incluso revisar, por parte de la Corte Suprema, las absoluciones a los victimarios que habían sido inmediatas. Sin embargo, cinco años después se me notificó que el caso había sido archivado “por prescripción”. En los cinco años la única actividad procesal consistió en llamarme a ratificar la queja. Ninguna otra diligencia había sido practicada esperando la prescripción, para que la impunidad fuera total.
Las lecciones que las profundas miradas retrospectivas nos imponen dolorosamente con el tiempo, son muy claras: justicia del “solo testimonio” combinada con el uso perverso del testimonio; uso de los recursos de la Prescripción y de la Cosa Juzgada para encerrar en cajas de acero las ignominias de la injusticia.
Pero a veces la esperanza es tozuda y se aferra a pequeñas posibilidades de aliviar sufrimientos que se vuelven insoportables. Cuando asistía a una de las audiencias sobre el caso Trujillo en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Washington, me sorprendió la actitud del delegado del Gobierno colombiano: reconocía que no tenía argumentos para defenderse; deploraba lo horrendo de los sucesos y ofrecía la creación de una comisión no judicial que estableciera la verdad de los hechos e hiciera recomendaciones. Con dudas inevitables me comprometí de lleno a sacar adelante la propuesta y ante mis ojos incrédulos la Comisión se creó y tuvo un desempeño fuera de lo común. Luego de cuatro meses de intenso trabajo, las conclusiones eran contundentes, a pesar de estar allí representadas siete instituciones del Gobierno y cinco del Estado, incluyendo a las fuerzas militares y de policía. Se reconoció la culpa del Estado colombiano, no solo porque agentes suyos participaron en los horrendos crímenes sino porque sus jueces fallaron contra la realidad procesal y sus demás autoridades faltaron a sus deberes. El Presidente Samper se comprometió públicamente a cumplir todas las recomendaciones que se hicieron y que fueron “hechas suyas” por la CIDH. Catorce años después, sin embargo, ninguna recomendación se ha cumplido y la impunidad continúa tan desafiante como en el momento del horrendo genocidio.
Pero la perversidad con que se maneja la prueba testimonial en las instituciones judiciales en Colombia no mira solamente a ocultar la responsabilidad en los crímenes de los agentes del Estado o del Para/Estado y a garantizarles plena inmunidad frente a la justicia, sino también a inventar falsos culpables; a arruinar la libertad de innumerables inocentes; a desactivar grupos, organizaciones o movimientos críticos, o simplemente a neutralizar o aterrorizar a denunciantes o testigos, convirtiéndolos de acusadores en acusados.
Como ejemplo de esto, nunca puedo olvidar la tragedia de un pobre campesino a quien acogimos con su esposa y sus siete niños, en octubre de 1992, en el albergue para desplazados que tuvimos en Barrancabermeja. Su vivienda y otras dos, ubicadas en las cercanías del aeropuerto de Barrancabermeja, había sido incinerada por el Ejército. Los soldados les dijeron que como no les habían avisado que la guerrilla estaba cerca, permitiendo que se enfrentaran con ella, debían ser cómplices y por eso les quemaban sus casas. A esos campesinos se les llevaron además sus documentos de identidad y comenzaron a preguntar por ellos en todos los retenes, anunciando que donde los encontraran los matarían. De nada valieron nuestras denuncias y demandas de protección ante la Procuraduría, pues nada se hizo.
Tres años después, este campesino se ubicó en un barrio miserable en los suburbios de Barranca, donde pagaba un arriendo simbólico y logró conseguirse una motocicleta vieja y accidentada que pagaba por cuotas de hambre. Creía que después de tres años ya la persecución habría terminado. Sin embargo, un día de febrero de 1995, al levantarse vio rodeado su rancho de soldados quienes se lo llevaron retenido. En el camino hacia el Batallón Nueva Granada, pudo presenciar los diálogos del Teniente con los soldados, preguntándoles cómo iban a fabricar las pruebas contra él. Un soldado le sugirió al Teniente que utilizara a dos presuntos guerrilleros que tenían retenidos en el Batallón, pues necesitaban “colaborar con la justicia” para que les rebajaran penas y era el momento de negociar con ellos para que acusaran a este campesino. Las nueve “pruebas” que fabricaron eran tan burdas y contenían tantas contradicciones e incoherencias que nadie se habría imaginado que eso podría sustentarse.
La dura situación de la familia de este ex albergado nos conmovió y buscamos un abogado que lo defendiera. El abogado, al examinar las pruebas, consideró que su trabajo era demasiado fácil, pues los montajes eran tan burdos que no tenían ningún asidero. Demostró ante el juzgado que esa moto, que los militares afirmaban que se la había dado la guerrilla para sus actividades, había sido vendida por cuotas miserables, como lo demostraron los anteriores propietarios que declararon con papeles en mano; sobre la escopeta hechiza de cacería que tiene en su alcoba casi todo campesino y que los militares aseguraban que la guerrilla se la había robado a una señora Carmen luego de asesinarla, se demostró, por declaración de sus mismos hijos, que ella no había sido asesinada sino que se había ahogado en el río; se demostró que los supuestos guerrilleros negociadores de penas no habían podido ser escoltas de ningún comandante, como ellos decían, porque en esas fechas solo podían tener entre 12 y 15 años y además ellos se contradecían al identificarse unas veces como militantes del ELN y otras veces como de las FARC; el mismo Gerente de Ecopetrol certificó que supuestos atentados al oleoducto que se le atribuían a este campesino, no habían ocurrido; el papel que los soldados le introdujeron a este campesino en su camisa, con la dirección y el nombre de la dueña de una pizzería, para tratar de probar que pretendía secuestrarla, se demostró por exámenes grafológicos que no era suyo, como también se demostró que personas cuyo “secuestro” le endilgaban, nunca fueron secuestradas. Todas las “pruebas” se derrumbaron con una facilidad increíble, pero lo que no se derrumbó fue la sentencia condenatoria, sustentada en “las reglas de la sana crítica” que fiscales y jueces reivindican habitualmente para apoyar su libertad soberana en la evaluación de las pruebas; “reglas” que jamás se explicitan ni se confrontan con las pruebas y que se han convertido en una frase de cliché que suple la carencia de pruebas. ¿Cómo seguir creyendo en la justicia?
El montaje judicial, desafortunadamente, no constituye una conducta excepcional, inusitada o extraordinaria en Colombia. Es mucho más “normal” de lo que uno pueda imaginarse y así se demuestra en el libro “Libertad: rehén de la “seguridad democrática”, trabajado sobre expedientes concretos y donde se calcula que solo en los dos primeros años del Gobierno del Presidente Uribe Vélez, se produjeron 6332 detenciones arbitrarias.
En una ocasión en que yo estaba en Cali, me enteré, gracias a la Defensoría del Pueblo, de que en ese día (11 de octubre de 1995) se había producido el séptimo allanamiento de la vivienda de un líder sindical muy reconocido y honesto. Al día siguiente visité el barrio donde él vivía y conversé con muchos pobladores, lo que me reveló que se habían cometido infinidad de arbitrariedades y hasta torturas y pillajes por parte de la Policía, pero nadie tenía medios para defenderse. Quise intervenir directamente en el caso del líder sindical, pues el procedimiento me pareció tan aberrante, que me dejó una curiosidad profunda sobre la manera como la “justicia” legitima semejantes aberraciones, que según lo revelaban los pobladores, son mucho más rutinarias de lo que uno se puede imaginar.
Al tener la oportunidad de leer el expediente, lo primero que me llamó la atención fue que en el curso de una misma mañana el agente de la SIJIN-MECAL, Henry Cabrera, hubiera rendido una declaración ante un fiscal; hubiera solicitado el allanamiento; el fiscal hubiera redactado la resolución de allanamiento y el allanamiento se hubiera practicado. El agente Cabrera afirmaba que en una llamada telefónica de una persona que no se identificó, se denunció que en esa vivienda había armas de la guerrilla y “propaganda subversiva”. Según el relato de los hechos, los policías llegaron sin orden judicial de allanamiento y como la dueña de casa se negó a abrirles por no tener orden de allanamiento, violentaron las puertas, escalaron la terraza, filmaron cuanto había en la casa, insultaron a sus moradores por varias horas y decomisaron: dos fólderes con denuncias de masacres; un video con la denuncia de una desaparición forzada y fotografías de la familia. Hora y media después llegó el Fiscal 115 con un Coronel de la Policía, llevando la “orden de allanamiento”. El Coronel llamó al líder sindical, quien para ese momento ya había llegado a su casa ocupada por la policía, y le preguntó si era cierto que él militaba en la Unión Patriótica. Como el sindicalista le dijo que sí, el Coronel dijo que esa era la prueba de que era “un subversivo”. Cuando redactaron el acta de allanamiento, el dueño de casa pidió que quedara una constancia de los atropellos sufridos, pero el Fiscal lo llamó aparte y le “aconsejó” que no exigiera dejar esa constancia, pues el Coronel “lo podría empapelar”. No había duda de que estábamos ante una “justicia” kafkiana y macondiana.
Todo el mundo me decía que poner una denuncia ante la Procuraduría de Cali era lo más inútil, pues era totalmente ineficiente. Acudí entonces a la Procuraduría Delegada para la Policía Judicial en Bogotá, pero el Doctor Fernando González Carrizosa, quien tenía fama de eficiente, lo primero que hizo fue remitir la denuncia a Cali, donde, al constatar que existía una resolución de allanamiento y un acta de allanamiento, consideraron que el caso se ajustaba a la ley y lo archivaron, dejando de lado todas las irregularidades con que se confeccionaron esos documentos y además otras 8 conductas criminales denunciadas allí mismo. La resolución de archivo fue apelada, pero entonces el Dr. González Carrizosa resolvió esperarse a que se cumplieran los 6 meses previstos en el Código Disciplinario para archivar el caso “por prescripción”.
Mi solicitud encarecida a los poderes disciplinarios apuntaba a que se examinara lo aberrante que era que una llamada anónima, sin alguien que se responsabilizara de la acusación, fuera la base de atentados tan graves a la libertad de una persona y de una familia, y que al constituir el mismo allanamiento la prueba más contundente de que la denuncia era falsa, lo que además corroboraba que los otros siete allanamientos se fundaron en falsas acusaciones, nadie respondiera por esos atentados a la libertad ni se viera obligado a responder penalmente por ello ni a reparar los daños. El responsable de tanta maldad venía siendo un fantasma anónimo que supuestamente se expresaba al otro lado de un teléfono, en una “llamada” que muy probablemente nunca existió, y que como fantasma inexistente no podía ser tocado por la justicia pero sí tenía toda la credibilidad de policías, fiscales, jueces y procuradores y el poder efectivo de dañar la vida, la libertad, los bienes y la reputación de las personas honestas. En todo este procedimiento me pareció absolutamente absurdo, aberrante y radicalmente anti-ético nuestro sistema de “justicia” y de “control disciplinario” y todavía más aberrante e inmoral al negarse a examinar semejantes aberraciones y cubrirlas tan hipócritamente con el velo de la “prescripción”. Lamentablemente procedimientos como ése los he visto repetirse infinidad de veces y la realidad nos impone su carácter de “normalidad”.
Muchas veces me pregunté si todos los funcionarios judiciales eran tan perversos, o si estos casos, con ser tan abundantes y repetirse en tantas zonas de nuestra geografía y en tantos años de nuestra historia, tendrían, con todo, un cierto carácter de excepcionalidad. En realidad conocí funcionarias y funcionarios honestos en todo el proceso de El Carmen de Chucurí, de Trujillo, del Magdalena Medio, pero sus esfuerzos fueron siempre inútiles y no pocos de ellos estuvieron al borde de ser sancionados o expulsados o forzados a renunciar y nuestra colaboración con ellos revirtió siempre en altos costos para las víctimas y en una legitimación de la impunidad.
Uno de los casos en que las circunstancias me hicieron creer que la justicia podría actuar, fue el caso del Meta. A diez años del genocidio de la Unión Patriótica, el Comité Cívico del Meta había hecho un trabajo admirable de recopilación de información y llegamos a tener un listado de 1033 víctimas, distribuido por municipios y por fechas. Sin embargo, en ningún caso había justicia; absolutamente todos los casos estaban en la impunidad total y ello no se debía a falta de información o de testimonios, pues varios de los paramilitares que trabajaban al servicio de Víctor Carranza habían hecho confesiones aterradoras sobre su estructura criminal, pero todo esto, recogido en el Proceso 019 que a su vez acumulaba otros 18 procesos por crímenes horrendos y colectivos, había concluido en sentencia absolutoria, para lo cual la Juez Cuarta de Orden Público de Villavicencio, Marcela Fernández, tuvo que llegar a extremos inconcebibles como el de absolver a los sicarios de los crímenes que ellos mismos confesaron porque le pareció “increíble” que los hubieran cometido. Cuando casi todo el Comité Cívico de Derechos Humanos tuvo que abandonar Villavicencio por amenazas de muerte, estuvimos presentándole los informes a altos funcionarios del Gobierno, de la Fiscalía y de la Procuraduría y vimos la posibilidad de crear una Comisión-Meta, esta vez para tratar de responder a la pregunta: ¿por qué la justicia no opera en el Meta?
Necesitábamos la participación intensa de Fiscalía y Procuraduría para poder acceder a los expedientes e identificar los cuellos de botella que estaban impidiendo que la justicia tuviera algún desempeño frente a más de mil crímenes. Fiscalía y Procuraduría se comprometieron solemnemente a cumplir su papel. Se instaló con gran despliegue publicitario la Comisión Meta y el Embajador de Alemania se constituyó en Veedor.
Pocos días después de la ceremonia, cuando era necesario comenzar las visitas a los municipios para entrevistar a todas las autoridades y en las cuales los delegados de Fiscalía y Procuraduría tenían un papel de primer orden que cumplir, todo el mundo llegaba al aeropuerto excepto los delegados de Fiscalía y Procuraduría. Al mismo tiempo, el Gobierno de Samper comenzó a poner la existencia de tal Comisión que no funcionaba, como pantalla para defenderse frente a la comunidad internacional que le reclamaba por la impunidad en el Meta, en las sesiones de las Naciones Unidas. Esto produjo la renuncia de todos los integrantes no estatales de la Comisión, para no seguir siendo utilizados de una manera tan deshonesta por el Gobierno. La impunidad continuó absoluta y los restantes miembros del Comité Cívico del Meta fueron asesinados implacablemente, unos en Bogotá y otros en Villavicencio, sin que sobre esos crímenes hubiera tampoco justicia.
En los días en que nuestra esperanza sobre el desempeño de la Comisión Meta estaba en su más alto nivel de optimismo, visité repetidas veces al Vicefiscal General de la Nación en compañía del abogado Josué Giraldo Cardona, Presidente del Comité Cívico del Meta, asesinado el 13 de octubre de 1996. Todo parecía anunciar que la hora de la justicia había llegado. Pero un día, uno de esos pocos funcionarios que brillan por su rectitud, había descubierto uno de los tapones que impedían cualquier desempeño de la justicia en el Meta: reunió testimonios contundentes de que los más altos jefes de la Fiscalía en el Meta (de la Seccional, de la Regional y del CTI) se reunían frecuentemente con Víctor Carranza, el jefe del paramilitarismo en la zona y quien dirigía las estructuras criminales que habían exterminado centenares de vidas en la región, para tomar whiskey y celebrar grandes banquetes. El resultado fue que dicho funcionario fue destituido fulminantemente una vez presentó las pruebas a la alta cúpula de la Fiscalía. Decidimos, entonces, con el abogado Josué Giraldo, visitar nuevamente al Vicefiscal General y expresarle nuestra extrañeza por destituir al primer funcionario que se atrevía a destapar la corrupción de la justicia en el Meta. El Fiscal nos respondió que no nos metiéramos en los problemas internos de la Fiscalía. Hasta allí llegaron nuestras esperanzas. El asesinato de Josué, pocos días después, sepultaría más profundamente nuestras expectativas de justicia.
Hoy día, cuando tantos abogados y personas honestas de la Costa Caribe aseguran que los fiscales y jueces de la mayoría de los departamentos de la Costa han banqueteado periódicamente, en los últimos años, con el líder paramilitar “Jorge-40” (o con sus posteriores comisionados) quien les pide cuentas y traza las directrices fundamentales de la administración de justicia en la Costa, ya no hay quien crea en la Fiscalía para solicitar investigaciones serias sobre semejantes aberraciones, y aunque se decretara formalmente una investigación, ya nadie creería en ella.
Se dice que “la esperanza es lo último que se pierde” pero su capacidad de resistencia tampoco es infinita. Sin embargo, muchas veces más me he empeñado en poner a prueba la justicia y en ensayar una y otra vez los mecanismos previstos en nuestro ordenamiento legal por si acaso alguna vez funcionan, o por lo menos los intentos me sirven de constancias históricas sobre su no funcionamiento. En los últimos años, por fuerza de las circunstancias y de las misiones apostólicas que se me han encomendado, he seguido más de cerca los centenares de crímenes de lesa humanidad que se han perpetrado en la zona de Urabá y en el norte del Chocó.
En los comienzos de marzo de 1997, estaba yo en Turbo coordinando la instalación de un equipo de religiosas, religiosos y laicos de la Comisión de Justicia y Paz que iba a acompañar a los miles de desplazados de la región, y justo en esos días llegaron al Coliseo de Turbo otros varios millares de desplazados que venían de más de 30 comunidades de las riberas del Cacarica y de otros afluentes del Atrato. Escuchar a aquella gente durante varios días nos reveló los horrores de la “Operación Génesis” comandada por el General Rito Alejo Del Río, entonces comandante de la XVII Brigada, pero en la cual participaron también centenares de paramilitares. Es difícil imaginarse que tanta crueldad sea posible y que una violación tan masiva de tantos derechos humanos pueda concebirse en un Estado que dice fundarse en la Constitución del 91.
No solo nos impresionaron los bombardeos de poblaciones civiles; la unidad de acción audaz y confesa de militares y paramilitares; el desprecio y negación de la vida humana y de todo derecho humano individual y colectivo; el arrasamiento de caseríos, muchos de los cuales fueron incinerados; la inhumanidad tan aterradora del desplazamiento masivo, mucho más cruel cuando se trata de millares de personas que tienen que sumar al terror la carencia total de medios para satisfacer sus necesidades básicas. Hubo actos de crueldad tan horrendos que la humanidad solo los ha registrado bajo las más inhumanas tiranías, como la decapitación y descuartizamiento de Marino López Mena el 27 de febrero del 97 en el caserío de Bijao-Cacarica, llegando los militares y paramilitares hasta a jugar fútbol con su cabeza. El General Del Río, quien dirigía toda esta operación militar – paramilitar denominada “Génesis”, contaba con el aval entusiasta y el apoyo personal y amistoso del entonces Gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, luego Presidente de la República, lo que me explica las garantías que el Estado le ha brindado de impunidad total.
El primer intento de defensa jurídica de toda esta población desplazada fueron 57 Acciones de Tutela, interpuestas por jefes de hogar. La justificación de ese recurso no podía ser más evidente. Sin embargo los diversos juzgados y tribunales que debieron fallar en primera o segunda instancia, echaron mano de todos los caminos imaginables de evasión para exonerar al Presidente y a los altos mandos militares de sus responsabilidades: unos se ampararon en falta de competencia territorial; otros alegaron que la tutela no estaba prevista para proteger derechos colectivos, como ignorando que todos la habían recurrido para proteger sus derechos individuales como cabezas de hogar; otros negaban los hechos sin esfuerzo alguno por verificarlos, y finalmente, el Tribunal Superior de Antioquia, que acumuló fallos de segunda instancia, decidió ignorar todas las declaraciones que otros jueces habían recibido sobre el desarrollo de los hechos y apoyarse en la lectura que hacían los magistrados desde sus escritorios de funcionarios alejados enormemente de la realidad real y desde sus opciones ideológicas y políticas afectas al poder de turno, alegando que el desplazamiento se produce, en Colombia, por “luchas fratricidas entre grupos al margen de la ley”. Yo quedé estupefacto al comprobar que todo un tribunal fundaba su fallo, no en hechos absolutamente comprobables, sino en sus opiniones personales sobre el conflicto, que no resistían ninguna confrontación con la realidad. Me volví a preguntar qué papel juega en la “justicia” colombiana la verdad vivida y sufrida por las víctimas. Tenía que aceptar el veredicto de los fallos que respondía de manera contundente: esa verdad es la gran ausente.
Lo que se vivió en el Bajo Atrato y en el Urabá antioqueño a partir de 1997 fue aterrador. El General Del Río consolidó una unidad de acción entre la Brigada XVII y amplios bloques paramilitares de la región, cuyo efecto se fue midiendo en centenares de crímenes de lesa humanidad, tales como ejecuciones extrajudiciales, torturas, desapariciones forzadas, desplazamientos forzados, bombardeos contra población civil, abusos sexuales, pillajes, destrucción de bienes de sobrevivencia elemental de las poblaciones, detenciones arbitrarias, montajes judiciales, instalación de bases paramilitares en coordinación con las militares y policiales a la vista de todo el mundo. Pero ni siquiera las denuncias del segundo al mando en la Brigada, el Coronel Carlos Alfonso Velásquez, ni las de la Alcaldesa de Apartadó, La Doctora Gloria Cuartas, produjeron medidas correctivas; sólo fueron alimentando un expediente que se fue ampliando con denuncias de soldados y ex soldados, comerciantes y empresarios de la zona y paramilitares arrepentidos. Como Secretario Ejecutivo de Justicia y Paz inicié una serie de denuncias y constancias ante todas las autoridades sobre lo que estaba ocurriendo y mis sucesores en la Comisión continuaron registrando minuciosamente los hechos y dejando constancias ante todas las autoridades, pero todo continuaba degradándose y ninguna acción judicial o disciplinaria era emprendida.
En junio de 2001 decidí presentar a la Fiscalía un listado de 207 crímenes de lesa humanidad perpetrados en comunidades de la zona. Ante una respuesta bastante evasiva de la Fiscalía, que solo envió un listado de radicados de “preliminares”, muchas de ellas archivadas, en agosto de 2001 decidí solicitar al fiscal que conocía del proceso contra el General Del Río (Rad. 426) una investigación formal por más de 200 crímenes que eran de su responsabilidad y que debían ser investigados y sancionados de acuerdo a los parámetros del Derecho Internacional, pues revelaban conductas sistemáticas que se ajustaban a los tipos penales definidos por la comunidad internacional como Crímenes de Lesa Humanidad. Con el fin de urgir la aplicación de justicia frente a tanta barbarie, solicité se me reconociera como Parte Civil en el proceso, en calidad de Actor Popular, como lo contempla el Código de Procedimiento Penal.
Esta fue una de las experiencias que mayor conocimiento directo me han dado sobre la podredumbre de nuestra “justicia”. A pesar de toda la repugnancia que sentía en participar como Sujeto Procesal en un procedimiento cuyos antecedentes y contextos evidenciaban falta de voluntad de justicia; acumulación de actos de encubrimiento e inmunidad a favor de los criminales por parte de todas las instancias del poder; abundancia de actitudes afectadas por la mala fe y la complicidad, sin embargo, teniendo en cuenta el terror que paralizaba a todas las víctimas, decidí hacerlo en su representación, afectado como estaba moralmente por tantos crímenes que destruyeron a diestra y siniestra infinidad de vidas y valores humanos. Como era de esperarse, el Fiscal General Luis Camilo Osorio y su Delegado ante la Corte Suprema, el Dr. Guillermo Mendoza Diago, me negaron reiteradamente ese derecho; desconocieron todos los parámetros del derecho internacional que debían aplicarse y además ocultaron toda la información solicitada vía Derechos de Petición, que la legislación interna no permite ocultar. Por ello decidí acudir a la Acción de Tutela, también negada por la Corte Suprema pero fallada positivamente por la Corte Constitucional en su Sentencia T-249/2003, dándole al Fiscal 48 horas de plazo para posesionarme como Parte Civil en calidad de Actor Popular en nombre de la Humanidad.
A pesar de que el proceso contra el General Del Río estaba ya cercano a sus términos para fallo, pude conocer numerosas pruebas; solicitar el traslado de otras pruebas de otros procesos y la práctica de muchas otras que nunca se realizaron. Era evidente que el Fiscal Osorio, desde su posesión, la cual fue seguida de su primera decisión de anular todo lo actuado por los fiscales anteriores en dicho proceso y de reconducir el mismo asignándolo a su mismo despacho, había orientado todo a la preclusión: impidió que se investigara a dicho general retirado por delitos diferentes al “concierto para delinquir” (por conformación de grupos paramilitares) dejando de lado el enorme cúmulo de crímenes de lesa humanidad que sus tropas habían perpetrado en unidad de acción con los paramilitares en numerosas comunidades; señaló como diligencias fundamentales que debían practicarse las versiones libres de un grupo de subalternos del mismo General Del Río, versiones que a todas luces correspondían a un libreto uniformemente preparado y concertado, lleno de falsedades; se negó a trasladar y a practicar numerosas pruebas que se le solicitaron y a verificar multitud de denuncias muy graves que allí obraban, como bases paramilitares de grandes proporciones instaladas al lado de bases militares; placas de carros y números telefónicos; testimonios de ex soldados y ex policías, como el del ex jefe de la Sijin de la zona; testimonios de empresarios y comerciantes, uno de los cuales comprometía gravísimamente al ex Gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez, luego Presidente de la República.
Dicho expediente, a la vez que destapó mediante testimonios muy valerosos y contundentes multitud de crímenes oficiales, evidenció, esta vez con una gran audacia, la voluntad de cubrir con la impunidad a numerosos y altos agentes del Estado. Ni una sola prueba técnica, ni una sola inspección “in situ” fueron practicadas, ni un solo asesinato investigado como tampoco los otros numerosos crímenes de lesa humanidad. El Fiscal parecía entender el concierto para delinquir como la constitución formal de una empresa, de manera completamente ajena a su quehacer criminal que es el que le da entidad y especificidad a ese tipo penal. También se impidió que los numerosos altos oficiales de ejército y policía, así como funcionarios de administraciones departamentales y municipales, fiscales, jueces y magistrados que se concertaron para desproteger a las víctimas y encubrir a los victimarios, fueran vinculados al proceso, a pesar de haber sido denunciados muchos de ellos por testigos que fundaron sus denuncias con fotocopias de oficios, como lo hizo el Capitán Cárdenas, quien ofició como encargado de la Sijin de Urabá durante las comandancias de los generales Del Río y Carreño en la Brigada XVII y quien señaló con nombres propios y actos de corrupción fechados y situados, a numerosos comandantes y a otros altos funcionarios.
Capítulo especial merece uno de los testigos más valerosos de este proceso, el ex soldado Oswaldo Giraldo Yepes, quien estuvo vinculado al Ejército como soldado profesional en las brigadas 11, 17, 13 y 4, descubriendo en todas ellas una unidad de acción con grupos paramilitares, lo que lo llevó a solicitar cambios de unidad y finalmente su retiro del Ejército. En sus declaraciones denunció crímenes horrendos y una práctica conocida entre los militares como “legalización” de muertos, consistente en asesinar a civiles y luego vestirlos de camuflado, ponerles armas en sus manos y hacerlas disparar, para presentarlos como muertos en combate. Una vez retirado del Ejército fue cercado por paramilitares y policías en su pueblo, Yarumal, para que trabajara con ellos, pero como no pudieron cooptarlo, lo judicializaron repetidas veces; sin embargo, él denunció en numerosas declaraciones ante Fiscalía y Procuraduría lo que había presenciado, siendo vinculado por la Fiscalía al proceso contra el General Del Río por “concierto para delinquir”, pues de sus declaraciones inferían que él había participado en todos esos crímenes, lo que él negó persistentemente. Terminó siendo el único procesado, mientras todos los denunciados fueron exonerados por el Fiscal General Osorio. El abogado del General Del Río lo presionó por diversas formas para que se retractara, mientras él y su familia eran sometidos a continuas amenazas de muerte. Lograda su retractación formal, un año después lo dejaron en libertad y fue cercado por paramilitares que vivían en la Hacienda La Carolina, propiedad del Presidente Uribe Vélez, ubicada en el corregimiento de Los Llanos de Cuivá, del municipio de Santa Rosa de Osos; estos le exigían trabajar con ellos y le ofrecían un salario. Al no poderlo cooptar, lo asesinaron el 2 de abril de 2005, sin que la Fiscalía haya querido esclarecer el crimen a la luz de todos los antecedentes.
El proceso contra el General Del Río, en el cual actué como Parte Civil en calidad de Actor Popular en nombre de la Humanidad, me mostró contundentemente la podredumbre de nuestra “justicia”. Pocas semanas antes de cerrarse la investigación, denuncié con mi abogado 150 irregularidades del proceso, quedando estupefacto por la arbitrariedad y carencia de bases jurídicas con que toda petición que no favoreciera la preclusión era rechazada. Era evidente que el proceso era conducido a la preclusión arrasando con el Derecho y con todos los derechos de las víctimas. 68 organizaciones se pronunciaron públicamente el 2 de abril de 2004 para rechazar ese fallo enérgicamente como algo que ofendía todos los principios jurídicos, éticos y humanitarios que la humanidad ha conquistado durante siglos. Cuál no sería mi asombro, que me confirmaría una vez más el colapso ético de la Fiscalía, cuando el Fiscal General Iguarán designó como Vicefiscal General de la Nación al Dr. Mendoza Diago, quien había conducido el Proceso 5767 a favor del General Del Río, proceso que bien pudiera señalarse como uno de los monumentos más escandalosos a la impunidad y a la corrupción que el país ha conocido en su historia. Igual escándalo sufrí cuando fue designado como Director de Fiscalías de Justicia y Paz, el Dr. Luis González León, quien había bloqueado, desde la Dirección Nacional de Fiscalías, la investigación sobre 300 crímenes de lesa humanidad contra la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, acumulando prevaricato sobre prevaricato, delitos que también la “justicia” se negó a investigar.
En esa coyuntura en que se afianzaban mis reservas éticas frente a los procedimientos de la Fiscalía, cayó en mis manos el documento de la prestigiosa entidad internacional defensora de los derechos humanos HUMAN RIGHTS WATCH, la cual, en su estudio titulado “UN GIRO ERRÓNEO”, ilustraba lo que se estaba viviendo en la Fiscalía bajo la dirección del Fiscal General Luis Camilo Osorio. Dicho documento recoge testimonios de 16 ex fiscales y fiscales y de otros funcionarios de la justicia: “Más de una docena de ex funcionarios y funcionarios judiciales en servicio activo dijeron a HRW que las actuaciones y las declaraciones del Fiscal General Osorio habían dejado en claro que no serían bien recibidos los esfuerzos por pedir cuentas a altos oficiales militares acusados de abusos a los derechos humanos”. “Según las palabras de un fiscal, el mensaje que ha transmitido su oficina es “bajar el perfil de los casos relacionados con actividades paramilitares”, o, en palabras de otro, “no se metan con los militares””. El documento añade que en los primeros 15 meses del Fiscal Osorio fueron despedidos 9 fiscales que se ocupaban de casos de derechos humanos y otros 15 fueron forzados a renunciar.
Otro elemento que reforzó mis reservas éticas frente a la Fiscalía fue el caso del técnico del CTI, Richard Maok Riaño, cuyo documento de denuncia pude tener en mis manos. El 17 de septiembre de 2002, Richard Maok Riaño, quien había trabajado durante 2 años y 4 meses en la Fiscalía como asistente administrativo grado III en el CTI (1999 a 2002), presentó un informe que demostraba la existencia de 54 interconexiones entre números telefónicos de empleados de la Fiscalía y líderes paramilitares de diversas regiones del país. También descubrió conexiones entre paramilitares y miembros del Ejército, de la Policía, del DAS y del Parlamento. El Fiscal lo destituyó, hizo allanar su casa y lo sometió a investigaciones, cuando se enteró de sus descubrimientos. Cuando dicho investigador se vio asediado por amenazas de toda índole, tuvo que salir del país. Pero las actuaciones concretas de la Fiscalía concuerdan con estos hallazgos. La exoneración de líderes paramilitares y de grandes promotores del paramilitarismo, como Carranza, el ex Ministro Carlos A. Marulanda, los generales Del Río, Millán, Uscátegui; la no apertura de investigaciones en numerosísimos casos que involucran a militares y paramilitares. Por el contrario, la facilidad y arbitrariedad con que se abren procesos contra líderes populares con testimonios montados.
Todo esto muestra que la Fiscalía mantiene una fachada falsa ante el país: afirma ceñirse a los principios constitucionales que la diseñan como entidad independiente que actúa según los principios universales de administración de justicia y falla en derecho, pero en la cruda realidad no es así. Su “verdad” no es construida sobre la base de parámetros elementales de imparcialidad e independencia sino en dependencia de intereses de poderes muy fuertes, políticos y sociales. Esto plantea un profundo y enorme problema ético para quienes se ven involucrados, activa o pasivamente, en los procesos.
En todas mis relaciones con la “justicia” colombiana he visto que la actividad probatoria se funda casi exclusivamente en el testimonio. Pero la manera como se construye y se administra el testimonio es lo más repugnante e inadmisible desde el punto de vista ético. Nunca se me olvida un episodio vivido en Barrancabermeja hace muchos años: cuando yo salía del Batallón Nueva Granada de denunciar atropellos contra el Albergue para los desplazados, encontré una larga fila de jóvenes muy pobres. Mi curiosidad me llevó a preguntarles a algunos qué estaban esperando allí y me respondieron que querían “negociar informaciones”. A la radical repugnancia moral que eso me causó, se sumó un sentimiento de tristeza y de indignación al constatar cómo se explota la miseria de nuestra gente para convertirla en “informantes” y “denunciantes” de sus propios vecinos. ¿Quién puede confiar en esas “verdades” así construidas y negociadas como mercancías? Esto es un envilecimiento inconcebible de la verdad; su desnaturalización total. Es, además, una política de destrucción, en niveles muy profundos, de la conciencia moral de las personas y de la sociedad. Se ha visto por la televisión a generales del Ejército y de la Policía entregándole fajos enormes de billetes a supuestos “informantes” encapuchados. El 8 de octubre de 2002 algunos medios informaron que en dos meses la Policía había entregado 186.000 millones en “recompensas” (El Nuevo Siglo, 08.10.02, pg. 11 A). Días después corrigieron diciendo que eran 186 millones, que no es poco. Se vio al Presidente Uribe Vélez, al día siguiente de su posesión, inaugurando la “red de informantes” del Cesar, supuestamente compuesta por 1220 informantes; allí anunció como “cuota inicial” del millón de informantes que prometió en su campaña, comenzar con 100.000, los cuales tendrían un salario de 309.000,oo mensuales. La Ministra de Defensa descartó por el momento darles armas, pues recordó que las CONVIVIR mientras existieron consumían 31.800 millones anuales en armas, fuera de los gastos de comunicación, capacitación y personales. Esa inauguración dio pié para que la Policía revelara y le hiciera publicidad a los “Frentes de Seguridad” que había venido promoviendo desde los años 90: en Bogotá habría 6.667 frentes con 70.129 personas y en Medellín 694 (1134 en el Valle de Aburrá). ¿Puede alguien con un mínimo de conciencia ética, colaborar con una institución judicial que construye así su “verdad”?
Pero uno de los casos que me ha revelado de una forma más persistente y sistemática y durante un período más prolongado el colapso ético de la administración de justicia en Colombia, es la actitud de la “justicia” frente a la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. He seguido de cerca durante 10 años esa falta de justicia; esa impunidad desafiante; esa complicidad con el crimen; ese encubrimiento y protección a infinidad de victimarios; esa descomposición moral del aparato judicial. Los centenares de hechos que revelan sin pudor alguno el colapso ético de la “justicia”, combinan la impunidad desafiante con que se protege la criminalidad de los agentes del Estado y de sus auxiliares paramilitares, con el montaje judicial mediante el cual se pretende mantener bajo el terror a quienes persisten en identificarse como defensores del proyecto de Comunidad de Paz.
En la memoria siempre viva de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó pesan aún con fuerza los hechos aterradores que el Ejército perpetró el 12 de julio de 1977 en la vereda Mulatos, allí mismo donde tuvo lugar la masacre del 21 de febrero de 2005. Ocho pobladores fueron sacados de sus viviendas a las 5:00 a.m., amarrados a los árboles, torturados durante 8 días y luego asesinados. La población se desplazó para denunciar a los 16 soldados de la base militar de La Maporita (Chigorodó, Antioquia), precursora de la Brigada 17, quienes bajo la comandancia del Teniente Gualdrón y de los cabos Cruz y Peñalosa, perpetraron la masacre. Una comisión judicial subió a la zona y tomó declaraciones a los pobladores sobrevivientes prometiendo pronta justicia, la cual no ha llegado luego de 30 años.
La arremetida violenta del Ejército y los paramilitares en respuesta a la conformación de la Comunidad de Paz desde 1996-97, en la cual se han sacrificado más de 180 vidas (20 de ellas destruidas por la guerrilla y las demás por agentes directos o indirectos del Estado) ha estado acompañada de numerosas promesas de justicia. Sin embargo, los diez años transcurridos bajo un intenso sucederse de agresiones que a todas luces constituyen Crímenes de Lesa Humanidad, han ido deteriorando progresivamente la credibilidad de la justicia colombiana hasta llegar a la convicción de que ésta ha colapsado en su dimensión ética y sus niveles de corrupción ya no le permiten actuar con legitimidad. En efecto, a pesar de que más de 700 agresiones criminales han sido denunciadas ante todas las instancias del Estado y de la comunidad internacional, no hay una sola de ellas en la cual el poder judicial pueda mostrar resultado alguno. Frente a este hecho de bulto todo el mundo se pregunta dónde está la clave de la impunidad. No está ciertamente en la carencia de denuncias, ya que las más de 700 agresiones se han denunciado con detalles y pistas que a cualquier investigador honesto le permitiría identificar a los victimarios. Tampoco está en la falta de testimonios, pues más de 120 integrantes de la comunidad y de la población de la zona han rendido declaraciones y varios de ellos han pagado con su vida por haber declarado o han sido forzados a desplazarse.
La observación de muchos casos permite detectar mecanismos que explican la impunidad sistémica: los funcionarios judiciales deben demostrar que realizan alguna actividad procesal, de la cual depende su desempeño laboral remunerado, pero esa actividad busca evadir al máximo los riesgos, los cuales se descargan en todo su peso sobre las mismas víctimas, al exigir siempre a éstas o a sus familias rendir testimonios sin importar el riesgo que corran y aportar informaciones a las que sólo un funcionario judicial podría acceder. Pero si bien los testimonios abultan los expedientes, en la hora de su evaluación son desechados, en ocasiones con niveles absurdos de arbitrariedad. La carencia de pruebas técnicas, de inspecciones “in situ”, de investigación sobre contextos y conexidades, de búsqueda de testimonios en el campo de los victimarios al abrigo de obediencias e intereses de ascensos, etc., todo esto hace que el principio del “sólo testimonio” haga naufragar cualquier resultado, gracias a la vulnerabilidad intrínseca del testimonio, que permite desecharlo o manipularlo con la mayor facilidad, para poder exhibir trabajo procesal sin molestar a las instituciones ni a las personas incursas en los crímenes. En otras palabras, la estrategia del “sólo testimonio” permite que toda la actividad procesal se someta, en último término, a las consignas políticas recibidas que definen de antemano las absoluciones y las condenas; a las inclinaciones ideológicas de los agentes judiciales o a las presiones del alto Gobierno que configuran la corrupción profunda del aparato judicial.
La Comunidad de Paz de San José de Apartadó, a diferencia de otras numerosas comunidades victimizadas del país, ha hecho esfuerzos extraordinarios de búsqueda de justicia y de colaboración con la justicia. Uno de los principios de su Declaración constitutiva reza: “Los miembros de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó se comprometen a la no injusticia e impunidad de los hechos”. (Art. 3, Parágrafo 1, e.). Pero por ello mismo no se contentan con gestiones ineficaces. En julio de 2000, luego de la horrenda masacre de los seis líderes de la vereda La Unión, se solicitó crear una “Comisión de Impulso a las Investigaciones”, la cual fue conformada por la Fiscalía, la Procuraduría y la Defensoría, con el acompañamiento de la Oficina de la ONU en Colombia, pero tampoco produjo resultado alguno y todo muestra que nunca sesionó. En julio de 2004, bajo el liderazgo de Luis Eduardo Guerra (víctima de la masacre del 21 de febrero de 2005) la Comunidad presentó la propuesta de una Comisión de Evaluación de la Justicia, con el fin de que expertos nacionales e internacionales examinaran a fondo las causas que impiden que la justicia produzca algún resultado frente a los crímenes perpetrados contra la Comunidad de Paz. Dicha propuesta se presentó de manera reiterativa en las reuniones interinstitucionales de seguimiento a las Medidas Provisionales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pero la Fiscalía se opuso siempre a su conformación.
El 12 de noviembre de 2003 le presenté al Fiscal General de la Nación una denuncia formal sobre más de 300 crímenes de lesa humanidad de que ha sido víctima la Comunidad de San José, solicitándole una investigación pronta e imparcial y ajustada a los parámetros del derecho internacional. El Fiscal Luis Camilo Osorio, no solo prevaricó repetidas veces dejando vencer todos los términos procesales, una y otra vez, sin abrir siquiera una investigación preliminar, sino que, en abierta violación a la Constitución, se negó a responder todos los Derechos de Petición que se le formularon para pedirle explicaciones por tal comportamiento ilegal. Se solicitó su enjuiciamiento por parte de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, pero ello también fue inútil dado que allí no se dan las mínimas condiciones de imparcialidad para procesar a un alto funcionario de la cuerda del régimen y hay, además, un grado de corrupción extrema en ese organismo. No puedo olvidar la repugnancia que me causó el hecho de que mientras yo rendía mi declaración ratificatoria, el presidente de la Comisión de Acusaciones dormía profundamente y los demás miembros, como también el abogado del Fiscal General, permanecían en la cafetería del Congreso. Era evidente que las pruebas y argumentos [que se presentaban en la sala de audiencias] no les importaban lo más mínimo; lo que realmente importaba era la negociación política que tiene lugar en la cafetería.
Es difícil encontrar una comunidad de víctimas que haya hecho tantos esfuerzos para obtener justicia, pero en esa misma búsqueda se ha ido revelando la profundidad de la crisis ética del poder judicial. Con plena legitimidad, frente a la masacre del 21 de febrero de 2005, la Comunidad prefirió que el caso fuera avocado por tribunales internacionales y se ha negado a rendir más testimonios, que sólo llevan a disimular y legitimar una impunidad sistémica y a sacrificar más vidas de testigos.
En 1997 no pudo ser más clara la falta de voluntad de la Fiscalía y de la Procuraduría para someter a la justicia crímenes tan graves que se estaban perpetrando allí. En efecto, durante todo el año estuvo instalado un retén permanente de paramilitares sobre la vía que de Apartadó conduce a San José, a menos de 5 minutos de la base militar del barrio Policarpa de Apartadó, siendo allí desaparecidos y asesinados numerosos pobladores y teniendo que sufrir los demás un robo permanente de sus medios de subsistencia. Todas las autoridades fueron informadas minuciosamente de lo que allí ocurría, comenzando por el Presidente de la República y sus ministros, los órganos de control de Estado y las autoridades locales y departamentales, pero nadie, absolutamente nadie, quiso actuar, a pesar de las súplicas que se repitieron durante todo el año y que se intensificaban con ocasión de cada crimen. Tampoco ninguna instancia penal ni disciplinaria del Estado ha enjuiciado a las autoridades judiciales, disciplinarias y administrativas de entonces por su evidente complicidad en los crímenes, existiendo pruebas de las súplicas que se negaron a atender.
Pero a la impunidad hay que sumar una campaña permanente de estigmantización de la Comunidad de Paz. En repetidas ocasiones (mayo 27 de 2004 y marzo 20 de 2005) el Presidente Uribe ha lanzado acusaciones públicas contra la Comunidad de Paz de San José que faltan gravemente a la verdad. Inútil ha sido también solicitarle a la Comisión de Acusaciones de la Cámara que lo investigue y lo acuse por delito de calumnia e infamia tal como lo preceptúa la Corte Constitucional en su Sentencia T-1191/04, pues no se dan las mínimas condiciones de imparcialidad para que ello ocurra y no hay otra vía legal posible para que él responda ante la justicia. Pero los efectos de sus calumnias y de sus infamias tienen consecuencias fatales para la Comunidad y la población de la zona.
Muchas personas residentes en Apartadó se han acercado a integrantes de la Comunidad de Paz de San José para comentarles que el ambiente de estigmatización contra la Comunidad de Paz y la población de la zona es en extremo generalizado. Periodistas y locutores, autoridades municipales, miembros de la fuerza pública y del poder judicial difunden intensa y constantemente una imagen de la Comunidad de Paz como implicada en la insurgencia y todo el mundo termina creyendo en esas “verdades” de consumo masivo cuya intencionalidad es a todas luces perversa y criminal.
El 12 de febrero de 2003 la Agencia de Noticias del Ejército colocó en su página de internet: www.ejército.mil.co, un comunicado en el cual se afirma que en la vereda Caracolí de Apartadó, “fueron capturados once terroristas de la cuadrilla ‘Otoniel Alvarez’ de las FARC en momentos en que transportaban explosivos y municiones”. Muy pronto se pudo comprobar que se trataba de un montaje y así lo testimonió una persona que pudo conversar con algunos paramilitares que participaron en dicho montaje junto con el Ejército, ante la oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU en Bogotá. Ejército y paramilitares habían planeado asesinar a dos líderes de la Comunidad de Paz cuando el vehículo que iban a tomar estuviera saliendo de Apartadó. Para “justificar” el crimen, habían colocado una caja con explosivos dentro del vehículo, de modo que la “investigación” posterior los pudiera hacer aparecer como “guerrilleros”. Como fue intensa la presencia sospechosa de militares y paramilitares en la Terminal del Transporte, con visible interés sobre el vehículo en el que iban a viajar los líderes, el mismo conductor decidió salir antes de tiempo y esto frustró el asesinato, pues los paramilitares aún no había llegado al sitio acordado para el crimen cuando el vehículo pasó por allí, pero se le pidió a una patrulla del Ejército que estaba más arriba, sobre la misma carretera, que detuviera el vehículo y descubriera la caja de explosivos para poder judicializar a todos los pasajeros. El comunicado infamante de la Brigada se publicó esa misma tarde y ha permanecido varios años en su página web, a pesar de que el Gobierno le informa periódicamente a la Corte Interamericana que ya está retirado.
El montaje del 12 de febrero de 2003 no puede desligarse del chantaje a que fue sometido un joven de la Comunidad de Paz cinco días antes. En efecto, entre los numerosos casos de falsas acusaciones y chantajes que han sufrido miembros de la Comunidad y pobladores de la zona, está el de Lubián Tuberquia, el cual fue conocido mediante testimonio vivo y directo por funcionarios de los ministerios del Interior, de Defensa, de Relaciones Exteriores, por la Vicepresidencia, la Fiscalía, la Procuraduría, la Defensoría, la Oficina de las Naciones Unidas y varias Embajadas. A Lubián lo quisieron obligar el 7 de febrero de 2003 a declarar en la Fiscalía de Apartadó que los líderes de la Comunidad de Paz eran guerrilleros, y si no lo hacía, lo acusarían a él mismo de ser miliciano, con el apoyo de testigos falsos. A pesar de haber acudido a todas las instancias, la “justicia” colombiana no hizo absolutamente nada para investigar el montaje, ni para proteger a la víctima ni para someter a examen comportamientos tan criminales de toda una brigada militar. El hecho se ha repetido numerosas veces en los retenes, donde primero se acusa a los campesinos de ser “guerrilleros” y minutos después, cuando han logrado impactarlos psicológicamente con el temor que produce la perspectiva de montajes exitosos, les hacen todo tipo de ofertas derivadas de las políticas oficiales de “reinserción”, a condición de que acepten acusar a los líderes de la Comunidad de ser guerrilleros. Algunos jóvenes han cedido a los halagos económicos y de poder que les ofrece la Brigada 17 y hoy día conforman un grupo de supuestos “desertores de la guerrilla” que apoyan los planes de estigmatización que el Ejército ha diseñado contra la Comunidad de Paz; se movilizan ilegalmente armados y uniformados por el territorio; participan en amenazas, torturas, detenciones ilegales y montajes y rinden falsos testimonios remunerados en fiscalías y juzgados. En las últimas semanas (enero y febrero de 2009) se ha reeditado dicha estrategia criminal contra uno de los líderes de la Comunidad que fue miembro durante un período del Consejo Interno: el Coronel Germán Rojas Díaz, Comandante del Batallón Voltígeros, a través de una serie de hostigamientos, le ha dejado claro a Reinaldo Aleiza que si no se presta para ayudar a destruir la Comunidad de Paz, será judicializado como “financista del Frente 58 de las FARC” y como “narcotraficante”. La perversidad de este chantaje, fundado en acusaciones absolutamente falsas, salta la vista, y el haberlo puesto en conocimiento de todas las autoridades sólo ha producido la intensificación de las amenazas contra su vida.
El montaje del 12 de febrero de 2003 leído a la luz del chantaje a que fue sometido Lubián Tuberquia pocos días antes, ponía al descubierto que el plan de exterminio de los líderes y de la Comunidad comenzaba a ejecutarse. Por eso el 25 de febrero de 2003 interpuse una Acción de Tutela en favor del derecho a la vida y otros derechos fundamentales de 12 miembros de la Comunidad cuyos nombres habían sido mencionados en los interrogatorios o en los planes de exterminio de la Brigada. Fue otra experiencia nefasta sobre nuestra falsa “justicia”. La Corte Suprema remitió el caso a un juzgado de reparto de Apartadó, correpondiéndole al juez segundo Penal, Nicolás Alberto Molina Atehortúa, quien no solo violó todos los términos, pues tardó más de 80 días en resolver el caso cuando la Constitución prescribe que “en ningún caso” puede tardar más de 10 días (Art. 86), sino que se negó a tutelar los derechos más fundamentales, al ignorar -o pretender ignorar- que una Acción de Tutela no puede confundirse con un proceso penal o disciplinario. Más grave aún es que los magistrados del Tribunal Superior de Antioquia: Sonia Gil Molina, Jaime Nanclares Vélez y Yacira Elena Palacio, hayan confirmado dicha sentencia que dejaba en la desprotección total a personas tan contundentemente amenazadas, apoyándose en una misma “ignorancia” real o ficticia de la más elemental especificidad de la Acción Constitucional de Tutela. Peor aún, el Fiscal Guillermo León Valencia Cossio se negó a sancionar al juez Molina Atehortúa, conceptuando que había respetado los términos legales al fallar dicha Tutela e incluso el Consejo Superior de la Judicatura se negó a sancionar al juez y a los magistrados, luego de que la Corte Constitucional, en su Sentencia T-327/04 les hizo ver que ignoraban la esencia misma de la Acción de Tutela. En varios documentos pregunté si creían que mantener a ese juez, a esos magistrados y a ese fiscal en sus puestos, contribuía a proteger los derechos fundamentales de los colombianos o más bien a mantenerlos en alto riesgo, pero nunca obtuve respuesta.
Sólo la Corte Constitucional en su Sentencia T-327/04 salió en defensa de los derechos fundamentales de los miembros de la Comunidad, pero sus decisiones muy concretas fueron violadas y desconocidas siempre, a pesar de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos le ha reclamado al Gobierno reiterativamente que las acate.
El seguimiento, a través de una década, del desempeño de la “justicia” frente a la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, me ha mostrado muy nítidamente los trasfondos de una administración de justicia que se ha desnaturalizado por completo, al perder y desconocer de manera atrevida las cualidades en las cuales se fundamenta la legitimidad de cualquier aparato de justicia: la imparcialidad, la independencia y la rectitud. El desconocimiento de estos principios produce, por un lado, una impunidad desafiante que favorece a todos los responsables de los crímenes de lesa humanidad y que se niega a someter a examen las prácticas institucionales y para-institucionales que se revelan como sistemáticas y como raíz de una criminalidad sistémica; y por otro lado, una práctica permanente de montajes judiciales que miran a criminalizar a la Comunidad de Paz, a sus líderes y a la población de la zona, para estigmatizarla ante el país y para justificar el proceso de exterminio progresivo a que la han sometido.
En efecto, numerosos pobladores de San José han sido detenidos por el ejército ilegal y arbitrariamente y jamás el poder judicial ha corregido ni reparado esos actos a todas luces ilegales. En las constancias que se han puesto en manos del Presidente y de los organismos de control del Estado, se han reseñado más de 75 detenciones arbitrarias, sin contar los casos de desaparición forzada.
Muchas veces la práctica de la detención ilegal y arbitraria ha ido acompañada del crimen de Tortura. Entre el 12 y el 27 de febrero de 2004 el Coronel Néstor Iván Duque, Comandante del Batallón Bejarano Muñoz de la XVII Brigada, sometió a torturas al menos a 5 integrantes de la Comunidad de San José, quienes fueron puestos en libertad posteriormente por recursos de Habeas corpus pero la “justicia” ni siquiera ha investigado al Coronel Duque por un crimen que el derecho internacional considera “de Lesa Humanidad”. En los meses posteriores varios campesinos más fueron torturados por sus tropas en las veredas. Han sido puestos en conocimiento de todas las autoridades 45 casos de tortura, sin contar los numerosos casos de amenazas y desplazamientos, pero jamás nuestra falsa “justicia” ha hecho nada frente a ello, a pesar de que el Estado colombiano suscribió y ratificó la Convención Internacional contra la Tortura.
Muchos campesinos de la zona han sido víctimas de acusaciones falsas; sometidos a montajes judiciales; reseñados, fotografiados y ultrajados en los retenes militares y paramilitares que se alternan en los caminos, y sus viviendas y mercados saqueados y sometidos al robo y al pillaje por los agentes del Estado.
La toma de fotografías en los retenes militares se ha vuelto una práctica común y cuando los pobladores preguntan cuál es el objetivo, los militares dan muchas respuestas contradictorias, pero quienes han sido llevados ilegalmente a las instalaciones de la Brigada XVII, han comprobado que esas fotografías constituyen la materia prima de los montajes. Allí les muestran álbumes con centenares de fotos y los presionan para que acusen a uno u otro poblador de “ser guerrillero”. El solo señalamiento de la foto, bajo presiones y torturas, ya lo toman como una “prueba judicial” contra la víctima.
Muchas veredas son sometidas al pillaje en las incursiones militares. Una de las más victimizadas ha sido la vereda Mulatos, donde repetidas veces han quemado cultivos, destruido viviendas, robado animales, dinero, herramientas y enseres. Al Presidente Uribe se le ha pedido insistentemente obligar al ejército a que devuelva 10 animales de carga robados por los militares el 24 de agosto de 2004 en la vereda Mulatos, dado que ello representa una verdadera ruina para la pobrísima economía de esos campesinos que ahora no tienen cómo sacar a vender sus escasos productos. Nuestra falsa “justicia” calla y no hace nada ante tantos horrores.
Varios integrantes de la Comunidad, al ser detenidos ilegalmente en la Brigada XVII, han comprobado la presencia ilegal en esas dependencias de paramilitares reclutados de esa forma en el territorio de San José. Wilmar Durango, antes de ser asesinado por el mismo Ejército el 23 de diciembre de 2005, afirmó públicamente muchas veces que le pagaban 600.000 pesos mensuales por declarar y decir lo que los militares le dijeran que había que decir en las fiscalías (todas ellas al servicio de la Brigada). Samuel Tuberquia ha sido utilizado por el Coronel Duque para lanzar falsas acusaciones en presencia de sus mismas víctimas. A Gloria Tuberquia la obligaron a firmar y declarar numerosas falsedades bajo el chantaje de quitarle a su niña de 9 meses, luego de mantenerla detenida ilegalmente en la Brigada por varios meses y de hacer el montaje de su “desmovilización”, lo que ella aceptó sólo para impedir que le quitaran a su niña. Todo esto ha sido conocido por nuestra falsa “justicia” y por la Procuraduría sin que hayan hecho nada para investigar y sancionar tales horrores ni para impedir que tales horrores continúen practicándose rutinariamente.
En ningún caso de estos, la “justicia” colombiana ha mostrado resultado alguno. Jamás ha protegido ni reparado a ninguna de estas víctimas, ni ha corregido comportamientos sistemáticos tan criminales, ni ha sometido a examen las prácticas institucionales que se han revelado como sistemáticas y rutinarias por más de una década, a pesar de que la comunidad internacional ha reclamado constantemente ese examen y esas sanciones.
La masacre perpetrada por el ejército en las veredas Mulatos y La Resbalosa el 21 de febrero de 2005, fue otra ocasión en que se reveló con plena nitidez la falsa justicia del Estado y sus perversos mecanismos. Una vez consumado el crimen, y quizás bajo el impacto de la fuerte reacción internacional, tanto el Ministerio de Defensa como la Vicepresidencia de la República y las instancias judiciales, se apresuraron a negar la participación del Ejército en el crimen y a confeccionar una falsa versión de los hechos.
El Ministro de Defensa y los altos mandos militares afirmaron que sus tropas estaban a dos días de camino del lugar de los hechos, cuando se pudo demostrar su presencia en numerosas veredas aledañas a los escenarios del crimen. Intentaron probar su no presencia mediante los documentos “Insitop” que registran la ubicación diaria de las tropas, pero tal recurso sólo sirvió para revelar a las claras que tales registros mienten, puesto que centenares de pobladores sufrieron la presencia de las tropas en lugares diferentes a los registrados en los “Insitop”. Los desarrollos del Proceso 2138 de la UNFDH sobre dicha masacre, han ido dejando claro, a través de las confesiones de los militares implicados, que los informes sobre ubicación de las tropas eran falsificados desde su misma fuente, pues los militares encargados daban datos falsos sobre su ubicación. Ese mismo proceso ha ido dejando en claro que las jerarquías militares han aprendido a redactar las órdenes de operaciones con extremo cuidado, de modo que todo se ajuste a las normas legales, reservando las directrices ilegales y criminales para ser transmitidas de manera oral y secreta; de esta manera se concertó la unidad de acción, en dicha masacre, entre las tropas de la Brigada XVII y los destacamentos paramilitares del frente “Héroes de Tolová”, que actuaban bajo la dirección del comandante paramilitar alias “Don Berna”. Cuando los textos escritos se ajustan a las normas legales encubriendo las directrices que se transmiten oral y clandestinamente, los militares y demás funcionarios del Estado exigen que los procesos investigativos se circunscriban a las pruebas escritas. Al quedar todas estas tácticas descubiertas a plena luz, también arrojan luz sobre otros muchos casos en que se sospechaba que los documentos aportados por la Brigada eran falsos, acomodados o alterados “ex post facto”, como fueron, por ejemplo, los numerosos documentos aportados al proceso del General Del Río, que no concordaban en absoluto con los testimonios referidos a los hechos reales y concretos.
El Director de Fiscalías de Antioquia, Francisco Javier Galvis, se apresuró a declarar por las cadenas radiales que la comunidad victimizada era afecta a la guerrilla y que su territorio era un sitio de “veraneo” de las Farc. No contento con ello, acusó al líder histórico de la Comunidad, Luis Eduardo Guerra, sacrificado en esa masacre, de dedicarse a fabricar artefactos explosivos, uno de los cuales habría explotado en su propia casa el pasado mes de agosto y luego se habría acusado al ejército de la explosión. Tal cúmulo de falsedades ni siquiera concordaba con las investigaciones adelantadas por la misma Fiscalía, pues estaba ya suficientemente probado que el artefacto que explotó en la casa de Luis Eduardo Guerra en el mes de agosto de 2004 había sido dejado por el Ejército en un cultivo de la Comunidad de Paz y guardado allí luego de que los militares del retén le aseguraron al Defensor del Pueblo que eso “no era peligroso” y no quisieron ir a recibirlo; los militares aseguraban que tal artefacto se utilizaba sólo para producir humo con el fin de ubicar a los pilotos sobre el sitio en que estaban las tropas. Es difícil creer que un Director Seccional de Fiscalías ignore la dirección de las investigaciones de su misma institución, pero ante todo es inadmisible que difunda tales falsedades ante los medios masivos de “información” en momentos en que una Comunidad ha sufrido una masacre tan horrenda. ¿Cómo no pensar que buscaba proteger a los culpables y que lo hacía justamente estigmatizando a las víctimas mediante falsedades para cuya confección y difusión él era el menos indicado? La falsa “imparcialidad” e “independencia” de la justicia, así como su perversión interna, no podían quedar más al desnudo.
Pero simultáneamente el Ministerio de Defensa y la Vicepresidencia se apresuraron a confeccionar una versión falsa sobre la masacre, con el fin de aplacar la protesta internacional que fue muy intensa. Se valieron de un falso “reinsertado”, que en realidad era un pobre poblador de la vereda Las Nieves, de San José de Apartadó, quien había sido torturado en marzo de 2004 ; luego sometido a un montaje judicial, a chantajes y a un proceso de quiebre de su conciencia moral, y se encontraba desde entonces bajo el poder de sus victimarios. Yo había conocido a esta víctima, Elkin Darío Tuberquia, luego de su detención arbitraria el 12 de marzo de 2004, cuando me relató personalmente las torturas a que fue sometido por el Coronel Néstor Iván Duque y otro militar a quien llamaban “Mi Primero Esteban”. Según aquel testimonio, relatado en un ambiente de absoluta espontaneidad creado por él mismo, el Coronel le retorcía el cuello de la camisa hasta casi ahorcarlo; lo levantaba del piso desde el cuello retorcido y desde el cabello dándole golpes en la cabeza contra un muro y patadas en el estómago. Luego de molerlo a golpes llegó con un celular en mano y le dijo que si no “confesaba” lo entregaría a paramilitares que estaban ya esperando en la puerta para asesinarlo. Le advirtió que tenía 10 personas listas para acusarlo (otros jóvenes que habían cedido a las presiones para hacer acusaciones falsas bajo amenazas o sobornos y que ahora actuaban como “testigos” judiciales). Cuando llegó el Defensor del Pueblo, el Coronel le dijo que Elkin estaba “colaborando voluntariamente con el ejército”. Luego de relatarle historias falsas sobre los líderes de la Comunidad y sobre el cultivo y comercialización del cacao, que según el Coronel es “para la guerrilla”, el Coronel le exigió a Elkin que se declarara guerrillero y que declarara que en San José se mantiene presente la guerrilla; si no lo hacía, los paramilitares lo matarían en la puerta, o en caso de que fuera a la cárcel, en la cárcel lo matarán. Elkin explicaba que él había colaborado con la guerrilla doce años antes y que ya había pagado tres años de cárcel por ello, pero que hacía tiempo no estaba con la guerrilla, lo que fue corroborado por otro de los paramilitares que asisten al Coronel Duque. Luego llegó “Mi Primero Esteban” con una cámara de video y le dijo que se parara frente a ella y se declarara guerrillero. Cuando Elkin repitió su historia real, el oficial “Esteban” y el Coronel Duque comentaron que no iba a haber más remedio que entregárselo a los paramilitares para que lo mataran. En varias conversaciones que tuve con Elkin posteriormente, él me transmitió los enormes sufrimientos que había tenido en años anteriores a causa de persecuciones completamente arbitrarias por parte del Ejército, que lo habían dejado en la ruina económica, lo habían obligado a desplazarse en condiciones de terror y de miseria y le hacían preguntarse con angustia sobre el futuro de sus niños, de su esposa y de su hogar; de hecho la vereda Las Nieves donde él vivía, ya estaba completamente despoblada a causa de ese terror. Elkin quedaría en libertad pocos días después, gracias a un recurso de Habeas corpus presentado por la Defensoría del Pueblo, pero fue detenido por segunda vez el 22 de diciembre de 2004.
Cuando me enteré de que existía contra él una segunda orden de captura, busqué una copia del expediente para entender por qué se ensañaban tanto contra una persona que ya había pagado prisión por sus colaboraciones con la guerrilla en el pasado y que no podía ser calificada actualmente como miliciano a no ser por esos afanes de abultar números de “reinsertados” con que el Gobierno presiona a sus unidades militares. El expediente, analizado en detalle, revelaba un sucio montaje judicial: tanto a Elkin como al otro que fue capturado y torturado con él, Apolinar Guerra, les habían hecho firmar un acta de aceptación de cargos sin que ellos entendieran lo que estaban haciendo con ellos. Se les informó que tenían una abogada de la Defensoría, la cual no los asistió y sin embargo firmó el acta. Con una rapidez excepcional, fueron condenados y se expidieron nuevas órdenes de captura para cumplir una “sentencia anticipada” que supuestamente ellos habían aceptado “libremente”. Ambos me aseguraron que no habían visto a la abogada en ninguna diligencia y que no entendieron lo que estaban firmando. Con la misma rapidez fuera de lo común, el Tribunal Superior de Antioquia ratificó la sentencia condenatoria, sin hacer caso de las denuncias de tortura, las que desecharon con la mayor de las arbitrariedades, basándose exclusivamente en su propia sensación que les decía que eran falsas, sin ordenar siquiera una mínima investigación sobre su objetividad, a pesar de constituir un crimen de lesa humanidad y estar ratificado por el Defensor del Pueblo. Luego de la segunda captura, que violó flagrantemente lo preceptuado por la Corte Constitucional (Sentencia T- 327/04) que prohibía llevarlos a la Brigada, el paradero de Elkin fue un misterio. Ni a través de la Defensoría, ni del Ministerio del Interior, ni de la Procuraduría, fue posible que le permitieran el acceso a un abogado. Varias semanas después se dijo que “se había reinsertado” y que estaba “colaborando con el ejército”. Desde la base de las convicciones morales que me daban las charlas sostenidas con él en un ambiente de absoluta espontaneidad que permitió referirse a posiciones morales muy profundas ante la realidad que lo destruía, yo llegué a la conclusión de que había sido sometido a procedimientos psíquicos que lograron un quiebre de su conciencia moral.
Pocas semanas después tuvo lugar la masacre de las veredas Mulatos y La Resbalosa, y cuál no sería mi sorpresa dolorosa al escuchar por los medios masivos de comunicación que Elkin Tuberquia, a quien se presentaba como un “reinsertado de las FARC”, desmentía nuestras denuncias sobre la responsabilidad del Ejército en la masacre y acusaba de la misma a las FARC. Escuché por radio su “versión” y la leí en los comunicados que el Ministerio de Defensa y la Vicepresidencia divulgaron profusamente en aquellos días. En dicha versión se atrevía a presentar a Luis Eduardo Guerra, el líder histórico de la Comunidad de Paz que fue sacrificado allí, así como a otras de las víctimas, como militantes de la guerrilla que habrían decidido “reinsertarse” y para ello se habrían comunicado telefónicamente con él para que les ayudara en ese proceso; la guerrilla se habría enterado de esa decisión y por eso los habría asesinado. Cualquiera que conociera mínimamente a Luis Eduardo y a las demás víctimas podía entender a cabalidad, inmediatamente, que quien estaba afirmando tales cosas era un loco o estaba sometido a un chantaje extremo en que se jugaba su vida, pero como la gran masa de población de Colombia y del mundo no conocía a las víctimas ni tenía otro elemento de juicio para recibir tales versiones al menos con sospecha, la opinión pública fue asaltada esta vez con una perversidad descomunal, difícil de imaginar. Ya no me quedaba la menor duda de que Elkin había sufrido un profundo “lavado de cerebro”; que era un títere en manos de sus torturadores y que su conciencia moral había sido absolutamente quebrada y alienada.
El 25 de mayo de 2005 la Comisión Segunda Constitucional de la Cámara de Representantes citó a un segundo debate sobre la masacre perpetrada en San José de Apartadó el 21 de febrero del mismo año. En esa ocasión la obscenidad de la mentira desbordó todos sus límites cuando el General retirado Jaime Alberto Canal, miembro de esa comisión parlamentaria, al asumir la defensa del Ejército recurrió a cuatro falsos testigos, uno de los cuales era Elkin Tuberquia. El cúmulo de falsedades que el mismo ex General fue capaz de pronunciar, sumadas a las pronunciadas sin recato alguno por los cuatro falsos testigos que se presentaron como “reinsertados de las FARC”, ya desconocían todo pudor en las afrentas a la verdad. En los escasos minutos que me concedieron, expuse a grandes rasgos el montaje judicial del que había sido víctima Elkin Tuberquia e informé sobre mis reiteradas peticiones al Presidente de la República de que Elkin fuera entregado a una entidad humanitaria internacional de alta credibilidad para que tuviera acceso a abogados y psicólogos, saliendo del cerco de alienación en que lo mantenían aún sus victimarios. Una proposición en tal sentido fue aprobada inmediatamente por la Comisión Segunda de la Cámara, con la directriz de gestionar la entrega antes de finalizar dicha sesión, proposición que no fue cumplida. Elkin continuó en una dependencia total de sus victimarios y fue a engrosar las filas de los paramilitares que ilegalmente se movilizan con las tropas de la Brigada XVII. El caso de Apolinar Guerra, el otro poblador que fue torturado junto con Elkin Tuberquia por el Coronel Duque y sometido al mismo montaje judicial, es aún más preocupante, puesto que ya en varias ocasiones los militares lo han utilizado como torturador de niños de la Comunidad de Paz. Un proceso psíquico excesivamente perverso tiene que haberse ejecutado para convertir a un torturado en torturador. Le he solicitado reiteradamente al Presidente de la República que permita una investigación de expertos sobre este caso, sin obtener respuesta alguna.
Pero la perversidad de nuestra falsa “justicia” llega a tales extremos, que en la misma sesión de la Comisión Segunda de la Cámara de Representantes, el 25 de mayo de 2005, el General Carlos Alberto Ospina, Comandante General de las Fuerzas Militares, declaró que el Coronel Duque, autor de tantas torturas y chantajes, ya había sido absuelto por la Procuraduría General de la Nación de los cargos de tortura, gracias a la retractación de sus mismos acusadores que fueron sus víctimas. Ningún comentario alcanzaría a calificar tan aterradores niveles de perversión.
El 28 de febrero de 2007, gracias a un Derecho de Petición interpuesto meses antes, se obtuvo respuesta de la Procuraduría Provincial de Apartadó para conocer el expediente disciplinario 045-06869/04, dentro del cual se decretó el archivo de las diligencias que investigaban la conducta del CORONEL NÉSTOR IVÁN DUQUE LÓPEZ, quien había torturado a varios pobladores de la zona de San José de Apartadó, entre otras muchas conductas punibles. En efecto, allí se comprueba que el Procurador Provincial ORLANDO ALBERTO TIRADO GONZÁLEZ ordenó el archivo definitivo de las investigaciones el 15 de febrero de 2005. Impresiona, al leer el expediente, que la conducción del proceso la hace prácticamente el mismo Coronel Duque, quien por medio de oficios le va diciendo al Procurador qué documentos debe tener en cuenta; a quiénes debe entrevistar o solicitar declaraciones y qué piezas debe anexar; la actividad del Procurador se limita a hacer el resumen de las piezas procesales entregadas, conducidas y controladas por el Coronel, en las cuales fundamenta su conclusión de “desvirtuar las conductas que se le endilgan” para archivar el caso y “limpiar” su hoja de vida. Las piezas centrales del expediente son las retractaciones de dos torturados: ELKIN DARÍO TUBERQUIA TUBERQUIA y APOLINAR GUERRA GEORGE, quienes rinden declaraciones en la misma Brigada XVII (los días 13 y 20 de enero de 2005); ambos manifiestan que las denuncias de torturas a que fueron sometidos eran “falsas”. Para quienes recibimos sus denuncias y las de sus familias en marzo de 2004 y pudimos precisar con las mismas víctimas los detalles de las brutales torturas, que luego fueron relatadas minuciosamente al Defensor Regional del Pueblo por ellos mismos, considerando el Defensor que ameritaba interponer el recurso legal de Habeas Corpus, como en efecto lo hizo, estas retractaciones están revelando métodos en extremo perversos de funcionamiento de la justicia y de la acción disciplinaria. Estas víctimas, como se denunció en detalle en otras ocasiones, fueron posteriormente cooptadas por el Ejército para trabajar como paramilitares y los han asociado a la comisión de múltiples crímenes. Hay, con toda evidencia, una transformación de sus conciencias y una destrucción de sus principios morales, lo que los ha llevado, no solo a mentir en forma tan flagrante como lo hacen en este expediente, sino a urdir otros muchos montajes en favor del Ejército y en contra de la Comunidad de Paz, y a participar en operativos criminales, incluso en algunos en que se ha practicado la tortura. Queda también en evidencia un modelo de investigación disciplinaria que desconoce sus principios más elementales de independencia e imparcialidad y donde el Procurador se limita a seguir las instrucciones del victimario para “limpiar” su hoja de vida. El derrumbe ético de este tipo de instituciones que deberían proteger a los ciudadanos de agresiones tan criminales del Estado, no puede ser más evidente. Sin embargo, lo que se construye con tanta perversidad se puede derrumbar muy pronto. Apolinar Guerra, luego de haber sido utilizado por el Coronel Duque y por otros miembros del Ejército y de los organismos de seguridad del Estado para perpetrar crímenes y para coadyuvar en montajes judiciales mediante falsas declaraciones remuneradas, se decepcionó al no cumplírsele algunas promesas y al verse implicado en un proceso penal como fruto de sus mismas colaboraciones con el Ejército, y decidió poner al descubierto muchos de esos chantajes: en la audiencia pública realizada en Medellín, el 9 de diciembre de 2008, dentro del Proceso 2008-00011 del Juzgado 1° penal del Circuito Especializado de Medellín (pag. 12 del acta), confirmó las torturas a que había sido sometido por el Coronel Néstor Iván Duque el 12 de marzo de 2004 en compañía de Elkin Darío Tuberquia. Ya en esos meses, a través de confesiones de oficiales del Ejército, se sabía que dicho Coronel había sido el comandante operativo de la “Operación Fénix” que envolvió la masacre del 21 de febrero de 2005 en las veredas Mulatos y La Resbalosa de San José de Apartadó. Por esos mismos días se conocieron las versiones de los paramilitares Luis Adriano Cano y Everth Veloza alias “HH” ante la Unidad de Justicia y Paz, según las cuales, el Coronel Duque habría visitado a “HH” para pedirle permiso de asesinar a Cano, quien fue el que comenzó a destapar la verdad de la masacre.
En los últimos años ha sido más patente la corrupción de la justicia. Entre finales de 2005 y comienzos de 2006 fueron detenidos sin orden judicial 7 campesinos de veredas del corregimiento de San José de Apartadó, los cuales estaban ya todos retirados de colaboraciones pasajeras que prestaron a la guerrilla, que en un tiempo tuvieron que asumir como condición para no tener que abandonar sus parcelas. El seguimiento de estos procesos permite revelar el cúmulo de violaciones del Código de Procedimiento Penal así como de principios sustanciales del Derecho Internacional. La primera de ellas es la usurpación del poder judicial por el poder ejecutivo, pues todos los pasos del procedimiento fueron determinados por la Brigada XVII, con la aquiescencia de fiscales, jueces, magistrados, procuradores y defensores. Hubo allí reclusiones ilegales en la Brigada; indagatorias ilegales sin abogado; extorsión a los detenidos para que aceptaran los cargos; presentación de testigos falsos remunerados y presentación de pruebas ilegales.
En el mes de febrero de 2007 recibí en directo, en la cárcel de Carepa, el testimonio múltiple de reclusos que fueron presionados por abogados de militares, para que declararan que un líder de la Comunidad de Paz, ejecutado extrajudicialmente, “era guerrillero”, para lo cual les ofrecieron remuneraciones de dos millones de pesos por cada declaración. Cuando en el mismo mes de febrero recibí las denuncias de 7 personas del corregimiento que estaban en una lista para asesinar, según el testimonio de un paramilitar integrado a la Brigada XVII, acudí a diversas autoridades y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para intentar proteger sus vidas, pero a las pocas semanas supe que la mayoría de ellos estaban detenidos. Al examinar el expediente, pude comprobar que había allí otro evidente montaje, propiciado por miembros de la fuerza pública con la colaboración de una fiscal. Descubrí, además, que en ese mismo proceso se acusaba a otras tres personas pertenecientes a familias integradas a la Comunidad de Paz, de un atentado terrorista ocurrido en Apartadó en 2004; nuevamente comprobé que se trataba de un proceso construido con falsos testigos pagados y, lo peor, que al presentar un abogado la evidencia del falso testimonio, el Fiscal Delegado ante el Tribunal Superior de Antioquia continuó valorando como “válida” la falsa prueba.
Un análisis más a fondo de este expediente y de los relacionados con las detenciones arbitrarias de 2005, 2006 y 2007 permite evidenciar que se ha puesto en marcha un simulacro de “justicia” penal en Urabá, que desconoce de entrada el principio constitucional de independencia de poderes (CN Art. 121), ya que los militares controlan los procesos desde su planificación, búsqueda y pago de falsos testigos, capturas al margen de lo legal, conducción ilegal a instalaciones militares donde los detenidos son sometidos a “indagatorias” ilegales sin abogado, luego denominadas “entrevistas”, a presiones y chantajes no registrados en el expediente pero que miran a consolidar una “aceptación de cargos” extorsiva, presentación de “pruebas” ilegales no sometidas a las cadenas de custodia previstas en el Código de Procedimiento Penal, etc.. Como complemento, todo revela una concertación pre-establecida entre militares y funcionarios judiciales, disciplinarios y defensoría pública, pues todo lo confeccionado en la Brigada es avalado sin discusión por ellos, haciendo caso omiso de la obligación que tienen de valorar la idoneidad de los testigos y las pruebas y evitar que los testimonios estén afectados por prejuicios, presiones, intereses y antecedentes invalidantes, así como la ausencia de presiones y apremios a las mismas víctimas. La misma tipificación preestablecida de “rebelión”, en textos cortados y pegados de documentos magnéticos que escapan a la valoración ética del funcionario, no se compadece con las conductas juzgadas, en las cuales los campesinos aparecen más como víctimas que como actores del conflicto, toda vez que fueron presionados a prestar colaboraciones demasiado secundarias a la insurgencia para no tener que abandonar sus parcelas de subsistencia. La “cacería de milicianos” que contextúa todo este simulacro de justicia, tampoco se compadece con la total tolerancia con los paramilitares, a quienes hay orden de no tocar por todo lo que hicieron en el pasado, mientras a los supuestos “milicianos” se les persigue por cualquier detalle de colaboración de su pasado. Es evidente que en esto se desconoce el principio rector constitucional de la “igualdad de todos ante la ley” (Art. 13).
Muchas veces me he preguntado si un aparato institucional que define su campo específico de acción con los términos de “verdad” y “justicia”, conceptos de evidente contenido ético, puede desempeñarse mediante métodos que se aparten de los principios éticos universales que la humanidad ha reconocido como verdad y como justicia. Me he preguntado si el Derecho puede confeccionar conceptos o técnicas que legítimamente asuman el nombre de “verdad” o de “justicia” cuando en sus mismos mecanismos operativos contradicen los contenidos éticos fundamentales con que la humanidad ha identificado esos valores /conceptos durante siglos.
El aparato judicial y disciplinario del Estado, inducido por el positivismo jurídico imperante que ha ido cortando todo vínculo con el mundo de los valores, de la ética, de los ideales políticos, de los humanismos, de las religiones, para erigirse en una técnica autónoma supuestamente “aséptica”, ha ido construyendo el concepto soberano de “verdad procesal” como base de su “justicia”.
Pero cuando es dable develar los mecanismos de construcción de esa “verdad” procesal y se ve multiplicarse de manera tan descomunal los casos en que dicha “verdad” se construye con falsos testimonios, producto de la mercantilización del testimonio; con chantajes, sobornos, manipulaciones y todo tipo de violencias puestas al servicio de intereses inconfesables, ya no hay posibilidad de relacionar, ni siquiera tenuemente, la “verdad” procesal con el valor VERDAD ínsito en la conciencia ética de la humanidad. Por el contrario, se ha ido creando un abismo cada vez más infranqueable entre la “verdad” procesal y la verdad real.
Lo mismo cabe decir de una “justicia” que funda sus decisiones en la tal “verdad” procesal y que en sus mecanismos ya no resiste el menor examen de imparcialidad, independencia y rectitud.
Allí es donde se plantea el conflicto de conciencia: cuando se es consciente de que los mecanismos institucionales que asumen las etiquetas de “verdad” y de “justicia”, a través de numerosas experiencias dolorosas que de ninguna manera podrían tener el carácter de excepcionales, se definirían más honestamente por los conceptos de “falsedad” y de “injusticia”, entonces la colaboración con el aparato institucional que las sustenta entra en colisión con la conciencia ética.
Cuando durante varias década se afianzan formalismos judiciales y disciplinarios que no sirven a su objetivo natural y legal de sancionar a los culpables, de proteger a las víctimas y de corregir conductas que destruyen las vidas, la dignidad y los derechos de las personas y colectividades, sino que por el contrario se ponen al servicio de la repetición continua y sistemática de las mismas conductas criminales, se está, sin lugar a dudas, ante una práctica del engaño y la falsedad, agravada por sus consecuencias, como son el exterminio y la degradación de numerosas vidas humanas. Colaborar, entonces, con esos formalismos engañosos y falsos, riñe con la moral cristiana y aún más, riñe con la ética universal.
En la tradición espiritual del Cristianismo se ha considerado siempre la Verdad como uno de los valores centrales de la identidad cristiana. El Catecismo Católico, en su versión más reciente de 1992, establece lo siguiente al respecto:
“”La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” ( … ) “La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor”.
“La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí solo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad”.
“La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad”.
“La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.” [No. 2482 a 2486]
“ Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio. Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado; comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces”.
Colaborar, pues, con la falsedad y la mentira, riñe con la conciencia moral, como el mismo Catecismo lo explicita:
“La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina”.
“La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza … La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. [No. 1778]
“La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad (“sindéresis”), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio” [No. 1780]
“El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia, ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (Concilio Vaticano II, documento Dignitatis humanae). [No. 1782]
El mismo Catecismo da por sentado que los aparatos judiciales y, en general, la autoridad de los Estados puede desviarse de sus fines naturales y pervertirse abdicando por ello mismo de su legitimidad:
“La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. “En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa” (Encíclica Pacem in Terris del Papa Juan XXIII, No. 51) [No. 1903]
Los mitos que se van imponiendo y arraigando en la institucionalidad rutinaria de las sociedades y en lo que Erich Fromm denominó “la patología de la normalidad”, van creando supuestos falsos que tranquilizan con mucha facilidad la conciencia ética ciudadana y permiten muchas veces que los mecanismos institucionales sirvan precisamente para todo lo contrario de aquello para lo cual fueron establecidos. Lamentablemente el común de la gente vive de los mitos sociales y poco se preocupa por someter a examen la coherencia entre los medios y los fines; entre los mecanismos institucionales y los valores éticos y sociales a los que se proclama servir, incluso cuando experiencias recurrentes revelan contradicciones palpables y profundas entre los mecanismos y los valores.
Esto suele ocurrir muy frecuentemente con los valores éticos de VERDAD y JUSTICIA, tan necesarios y fundamentales para la vida sana y humana de toda sociedad. Pero muchas veces se supone que esos valores se viabilizan automáticamente a través de mecanismos legales institucionales que se han vuelto “normales” y rutinarios y que la conciencia de cada individuo puede tranquilamente desentenderse de si los fines de verdad y justicia en realidad se logran o se aproximan mediante dichos mecanismos, contentándose con acatar los mecanismos legales establecidos para ello, sin volverse a preguntar a qué verdad y a qué justicia se está contribuyendo, y confundiendo el acatamiento de los mecanismos legales con su contribución a la realización de esos valores.
Afortunadamente la Constitución colombiana de 1991 salvaguardó el principio fundamental de la libertad de conciencia, prohibiendo explícitamente que alguien sea obligado a actuar contra su conciencia (Artículo 18), principio que además está consagrado en todas las declaraciones y pactos de derechos humanos.
La conciencia ética de la humanidad se siente comprometida con la búsqueda de la VERDAD y de la JUSTICIA y acepta con agrado someterse a mecanismos institucionalizados que faciliten las aproximaciones sociales a la Verdad y a la Justicia así impliquen muchas veces molestias, esfuerzos o incomodidades personales. Lo que no puede aceptar una conciencia ética es involucrarse en mecanismos institucionales que, tras ficciones o simulacros de verdad y de justicia, lo lleven a uno a contribuir, en la práctica y positivamente con la falsedad y la injusticia. Esto reviste una gravedad superlativa cuando en el simulacro está comprometida la vida y la dignidad de numerosos seres humanos.
Por todas estas consideraciones, ruego respetuosamente se me exima de toda declaración, versión, indagatoria o entrevista, dada mi imposibilidad moral de hacerlo. La Constitución Nacional establece que “nadie será obligado a actuar contra su conciencia” (Art. 18).
Atentamente,
Javier Giraldo Moreno, S. J.
ANEXO:
El 19 de enero de 2009 elevé una petición apremiante a los presidentes de las Altas Cortes del Estado y a las direcciones de los órganos de control, para que se declare un “estado de cosas inconstitucional” en la administración de justicia de Urabá. Los fundamentos de hecho son trece casos que envuelven un número mayor de expedientes minuciosamente analizados, donde se muestra en concreto cómo se desconocen, de manera sistemática, principios ejes de la Constitución Política de Colombia; casi todos los Principios Rectores del Código de Procedimiento Penal; numerosas normas de derecho internacional incluidas en los tratados suscritos y ratificados por Colombia, así como principios del Código Penal.
Se destaca allí como corrupción básica del sistema judicial, que permea todas las actuaciones denunciadas, la usurpación del poder judicial por el poder ejecutivo a través de la Brigada XVII. En efecto, es dicha Brigada la que decide a quién se persigue judicialmente en Urabá y a quién no se persigue. Es la misma Brigada la que captura sin esperar órdenes judiciales y conduce a los capturados a sus instalaciones, desconociendo normas elementales y exigencias de la Corte Constitucional y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Allí se han inventado un modelo de indagatoria ilegal, sin abogado, que han denominado “entrevista”, realizada en un contexto de terror, de amenazas y de “negociaciones” de las cuales no queda constancia alguna escrita y cuyos efectos son negados rotundamente en caso de alguna denuncia. Allí se confeccionan las “pruebas” mediante la utilización de falsos reinsertados que han sido cooptados por dineros o prebendas, simultáneamente vinculados a acciones delictivas de la Brigada, dentro de las cuales el falso testimonio es una acción delictiva más que pasa casi desapercibida. Se ha inventado allí el “principio de acumulación”, según el cual, varias mentiras constituyen una verdad, para lo cual echan mano de testimonios plurales previamente concertados con delincuentes, cuya pluralidad reemplaza su carencia de datos verificables. Previamente se ha concertado con fiscales y jueces que renuncian a evaluar la idoneidad de los testigos y las pruebas, aceptando acríticamente el paquete probatorio que aporta la Brigada y absteniéndose incluso, la mayoría de las veces, de examinar la legalidad de las capturas. Cuando eventualmente se aporta una prueba material o técnica, como archivos magnéticos, fiscales y jueces han aceptado de antemano hacer caso omiso del requisito de cadena de custodia, con el fin de que en dichas “pruebas” se pueda introducir cualquier contenido funcional a la condena, al arbitrio de los militares. Ha hecho carrera la tipificación generalizada de “rebelión” para conductas que no se compadecen con su definición en el Código Penal, cobijando colaboraciones forzadas con la insurgencia que miran a evitar el desplazamiento y que toman cuerpo en actividades agrícolas o de arreglo de caminos, que hacen de sus actores más víctimas que agentes de violencia. Se desconoce así el principio de legalidad. Una concertación adicional es perceptible entre militares, agentes judiciales y defensores, para presionar a las víctimas a aceptar los cargos que se les endilgan y acogerse a sentencia anticipada, abusando del chantaje consistente en presentarles grandes desventajas y penas excesivas si no aceptan los cargos, en contraste con penas irrisorias y una libertad casi inminente si los aceptan, estrategia que mira a abultar estadísticas de “desmovilizaciones” o “reinserciones” multiplicando casos ficticios, productos de la coacción.
Hay pues una violación sistemática del principio de independencia de poderes (artículos 13,121 y 228 de la Constitución); del principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (artículo 13 de la Constitución), del principio de legalidad (artículo 29 de la Constitución); del derecho a ser procesado por tribunales independientes, competentes e imparciales (art. 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos); un abuso de la prueba testimonial; de la fórmula de sentencia anticipada; un uso ilegítimo e ilegal de los “informes de inteligencia” y de las “órdenes de batalla”, violando a este respecto el principio constitucional de “Habeas Data” (art{iculo 15 de la Constitución). Se abusa de la pobreza de las víctimas de los montajes, quienes no tienen acceso a una defensa técnica y se les viola este derecho ofreciéndoles como única defensa técnica la Defensoría Pública, ya previamente concertada con los agentes militares y judiciales para presionar su opción por la sentencia anticipada y aceptación ilegítima de los cargos que les imputan. Se desconocen las normas que miran a la consistencia del sustento probatorio, pues no se evalúa la idoneidad de los testigos; no se respetan las normas que garantizan la credibilidad de las pruebas técnicas; no se hace caso de los principios que, según el Código de Procedimiento Penal, pueden sustentar una condena; no se hace ninguna valoración ética y ponderada de la culpabilidad haciendo caso omiso de los atenuantes y eximentes de culpabilidad previstos en la ley. Por encima de todo se ha llevado conscientemente el TESTIMONIO, prueba única en la mayoría de los procesos, a una degradación y envilecimiento extremos, convirtiéndolo en una mercancía de compraventa, llegando a ser posible calcular hoy en día las tarifas con que se remunera el testimonio de acuerdo a los efectos que se buscan. La “verdad procesal” ha llegado a medirse, pues, por sus costes en dinero.
La total falta de actividad procesal para investigar y sancionar a los agentes judiciales y del Ejecutivo que han procedido de manera tan perversa y durante tantos años, revela una connivencia de todo el poder judicial con tales formas de ejercer la “justicia”, que se han convertido en el más eficaz aval para que tales prácticas continúen indefinidamente, para que la justicia se siga ilegitimando y para que las víctimas sigan aumentando en grandes proporciones.
Dado que dicho Derecho de Petición a las Altas Cortes ilustra más precisamente la Objeción de Conciencia frente a una justicia que viola sus propias normas y que ha llegado a un grado extremo de degradación y envilecimiento, anexo la totalidad del documento en 188 folios.
Comunidad de Paz de San José de Apartadó
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