jueves, 2 de agosto de 2007
Enrique Acevedo González Fidel Castro el Che Guevara la guerrilla en Sierra Maestra un joven de 14 años Cuba hoy General
General de Brigada Enrique Acevedo González
Quedé anonadado con aquello que me dijo Fidel
Enrique Acevedo González es una persona fácil de conversación. Sin embargo, con él la entrevista no resultó fácil. ¿Motivo? Es autor de un excelente libro: Descamisados, donde narra los principales acontecimientos de su vida. Con solo catorce años de edad se incorporó al Ejército Rebelde en la Sierra Maestra. Perteneció a la Columna 8 Ciro Redondo comandada por Ernesto Che Guevara. Participó en varias acciones. Es herido en el combate de La Federal. Traté de husmear en aspectos de su existencia poco conocidos. Es el segundo de cuatro hermanos. Nació el doce de agosto de 1942 en Caibarién, al norte de la antigua provincia de Las Villas, hoy Villa Clara. Su padre vino de España huyéndole al cumplimiento del servicio militar que debía pasar en Marruecos, donde las bajas españolas eran muy altas. Era un hombre apolítico, aunque sentía discretas simpatías por el general Francisco Franco. Al principio de la dictadura de Fulgencio Batista, decía en broma a sus hijos: Ustedes los cubanos necesitan una mano dura: Franco en España y Batista en Cuba. Lo que provocaba serias discusiones en la casa. Inclusive su madre, en señal de protesta, se levantaba de la mesa y se retiraba. Ella sentía una gran admiración por Antonio Guiteras. Siempre lo vio como al gran líder de la Revolución de 1933. Ese sentimiento patriótico se lo inculcó a sus hijos
LUIS BÁEZ
—¿Cómo surgió su libro Descamisados?
—Una tarde le comenté al compañero Raúl Castro que estaba pensando escribir sobre la guerra. Inmediatamente me mandó a buscar una grabadora, un grupo de cassettes, pilas y me dijo: "Trabaja".
En un acto de las FAR junto al Comandante en Jefe.
Con esa misión me fui nuevamente para Angola. Cuando la guerra de patrulla en la frontera disminuyó comencé a trabajar. Hablé con mis compañeros.
Les planteé que de dos a cinco de la tarde, a menos que vinieran los sudafricanos, la aviación, o una visita del mando superior, no me molestaran.
Todos me ayudaron. Era Jefe de la 40 brigada de tanques de Donguena.
—¿Qué método empleó?
—Busqué distintas variantes: grabé. Pasé a máquina lo grabado. Me percaté de que no era coherente. Estuve casi una semana tratando de escribir. No salía, no salía, de ninguna forma. Al fin empezó a salir. Lo redacté a lápiz.
—¿Qué técnica se propuso darle al libro?
—Una técnica no digamos irrespetuosa, sino juguetona. El libro no es irreverente ni nada por el estilo. Se sale un poco de lo clásico, de los cánones.
Se plantea la cruda y real verdad de una guerrilla donde hay gente buena, regular, mala. Hay quienes van a buscar aventuras, otros a medrar.
Traté de que no fuera teque ni que tuviera consignas, sino que fuera algo fresco. ¿Hay algo más fresco que contar la realidad? El libro tiene un mensaje central: hay que tener fe, hay que tener confianza en los jefes y en la victoria. Fueron 8 meses de intenso trabajo.
—¿Antes de su publicación le hicieron observaciones?
—Sí. Cuando consideré que estaba terminado busqué a tres muchachos reservistas con nivel universitario. A cada uno le di un ejemplar. Me hicieron observaciones muy saludables. Me ayudaron enormemente. Recogí esos señalamientos y reorganicé el libro.
También le entregué copias a varios compañeros. Algunos me transmitieron comentarios muy atinados.
—Entonces, ¿no hubo dificultades?
—Sí. Algunos compañeros de trabajo no entendían el libro. Lo veían como algo fuera del icono oficial. Como si fuera una irreverencia. Uno de ellos me hizo 192 señalamientos. Sus intenciones eran buenas. No me sentí derrotado.
Cuando rompes los esquemas rápidamente te ponen el sambenito. Eres mirado como hereje. Hay que tener una gran visión y un pensamiento muy amplio para poder interpretarlos.
Si te riges siempre por el mismo esquema estereotipado, de repetir las cosas, llega el momento en que los buenos son repulsivamente buenos y los malos espantosamente malos. Eso no es creíble.
En los buenos hay gente problemática. Entre los buenos hay problemas, dificultades, roces, contradicciones tal vez no antagónicas.
—¿Cómo pudo vencer esos inconvenientes?
—De una manera inesperada. Le había enviado el libro a Vilma Espín. Resulta que Raúl lo vio en la mesa de noche. Se puso a leerlo. Lo leyó de un tirón. Le pareció bueno. No me cambió nada. Solo me aclaró algunas fechas.
Igualmente se lo leyó Ulises Rosales. También estuvo de acuerdo en su publicación. La batalla había sido ganada.
—¿Qué hizo usted después del 1 de enero de 1959?
—Como miembro de la columna 8 Ciro Redondo que comandaba el Che, llegué a La Cabaña. Sobre ese tema estoy escribiendo. Aquel aluvión de guerrilleros, campesinos, obreros, soldados victoriosos que en su mayoría nunca había estado en la capital. Recibidos con enorme cariño. Eso tiene una faceta muy interesante.
Hay muchas cosas bonitas de las que no se ha hablado. Por ejemplo: cómo fueron los primeros días dentro del campamento de La Cabaña conviviendo con el ejército de Batista que se mantenía armado.
Cómo se llevó a cabo la depuración de esas fuerzas armadas.
Cómo se fueron licenciando paulatinamente los soldados de la tiranía.
Cómo se mantuvo hasta el final una buena cantidad de oficiales que nos fueron transmitiendo el mínino de conocimientos que necesitábamos.
—¿Con qué grados llegó a La Habana?
—Llegué de Primer Teniente. Fui asignado a la jefatura de la compañía de infantería del tercer batallón. Como Jefe de Compañía, realmente no tenía la menor idea de como había que comportarse. Las fuerzas estaban integradas por una parte, del ejército Rebelde y otra de soldados de la dictadura.
Por suerte para mí había un sargento mayor que en las mañanas, diez minutos antes de enfrentarme a la tropa, me daba toda una metodología: "Mi Teniente usted se para ahí como una vela. Yo llego. Le rindo el parte y usted me dice que comience la instrucción. Da media vuelta y se retira. Yo me sentía como un perfecto títere".
En el mes de mayo llegó el licenciamiento muy honroso del sargento. Entonces me las tuve que ver solo, con lo poquito que había aprendido en esos cuatro o cinco meses. Ahí realmente fue cuando comencé a tener control de la compañía.
Digo esto porque es una faceta muy interesante. Me gustaba la carrera militar, pero no tenía la más mínima idea de cómo era la vida dentro de un campamento: regido por un horario, con formaciones muy específicas, arriar la bandera, toques, cómo llevar a cabo la vida cuartelaria. En eso nada más que estuve cinco meses.
En el mes de junio mi compañía fue sacada de La Cabaña. Organizamos un periplo de caminatas que se iniciaban en La Habana, Ceiba del Agua, la loma del Brujo, el Rubio, la Sierra de los Órganos. Después regresábamos a nuestra guarnición provisional que era en Ceiba del Agua.
—¿Pensó en algún momento dejar el ejército?
—Nunca. Sí me pasó por la mente entrar en el primer curso de la Escuela de Cadetes, pero al conocer el rigor como funcionaba no me atreví a dar el paso. Preferí estar dos o tres años primero en la tropa y aprender sobre la marcha.
—¿Llegó a cursar escuelas militares?
—Varias. Empecé en 1961 por la de Matanzas. Una escuela muy exigente. Su Director era el Comandante José Quevedo. Ahí permanecí seis meses.
En la antigua Unión Soviética pasé un curso rápido para jefe de batallones, en el que te preparaban, entre otras asignaturas, en la conducción y el tiro de tanque. Es el más interesante de todos los cursos en que he estado. Ahí aprendí todo lo que tiene que saber un jefe de compañía, de batallón.
También estuve en la Escuela Superior de Guerra y en la Voroshilov.
He sido Jefe de División de Infantería, Jefe de Brigada de Tanques. Durante veinticuatro años he estado al frente de tropas.
—¿Notó alguna diferencia entre el Che gobernante y el guerrillero?
—Ninguna. Cuando él entró en La Cabaña, lo primero que hizo fue un reanálisis de los grados que ostentábamos. Aquello fue muy interesante. Ahí no solamente estaba la tropa del Che. Había capitanes que entraban a su oficina y salían de tenientes. Capitanes que salían de soldados.
Así fue valorando uno por uno a todo el mundo. Puso orden. Esto era producto de la rebatiña loca que se armó en la auto- designación de grados en los primeros días del triunfo.
Normó la vida sin copiar exactamente el patrón del ejército derrotado. No asimiló totalmente todo el mecanismo del régimen que existía dentro del campamento, pero si respetó algunas cosas: la hora de entrada, salida, el tipo de pase, en la forma que debía vestirse el personal. Poco a poco fue civilizando a la tropa.
Uno de los primeros problemas con que tropezó fue a la hora de salir los combatientes por primera vez a visitar a sus familiares.
—¿Cuál fue el problema?
—La mayoría quería llegar a sus pueblos de origen portando sus armas. Se dio una reunión en el teatro de La Cabaña. Che se negó de plano.
Fustigó severamente algunos que habían levantado su voz de forma levantisca e indisciplinada pidiendo que se les dejara ir con las armas.
Tenía toda la razón. Te imaginas lo que habría sido cuatro o cinco mil hombres armados regados por todo el país, con deseos de divertirse, después de llevar algunos años o meses en la guerrilla. Hubiera sido muy peligroso.
—¿Cómo fueron sus relaciones con el Che?
—Realmente debo confesar que no fui inteligente en las relaciones con él.
No digo resentido, pero sí algo dolido por haber pasado primero por la desgracia de los descamisados, después no entendía su sentido del humor.
Cada vez que me veía usaba una broma cáustica lo cual, como es lógico, levantaba ronchas.
—¿Recuerda alguna?
—En una ocasión estábamos en un trabajo voluntario construyendo bloques. Siempre me mantenía alejado de él, huyéndole a sus pullas irónicas. Se acercó. Se quedó mirándome. Me dice: "Vos todavía sigues siendo primer teniente".
Le respondí: "Mire, Che, usted sabe que a los pendejos no se les asciende". Me contestó: "Es raro, es raro. Los guatacas siempre prosperan". La gente echó una carcajada.
Me quedé así mirándolo y pensé: "Este hombre me odia, me vacila, me ha cogido para el trajín, qué coño tiene contra mí. ¿Qué le habré hecho?
Todo lo que él me decía lo tomaba muy en serio. Fuera lo que fuera. El humor de él era muy difícil de entender. Ácido. Cada vez que me veía me fustigaba. Nunca lo hacía con un tono malo sino jocoso.
Yo me encarroñaba porque lo tomaba como una burla hacia mi persona. Me sentía disminuido. En esa época tenía diecisiete años.
—¿Usted trabajó con él?
—Sí. En 1960 me fui a trabajar con él al departamento de Industrialización del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA). Estaba en el Departamento de Compras. Ahí me pasaron cosas terribles.
—¿Como cuáles?
—A los quince días de estar trabajando fui citado por el Che a la una de la madrugada al Banco Nacional. Ya él era Presidente de esta institución.
—¿Para qué lo citó?
—Para destituirme.
—¿Cuál fue la causa?
—Había comprado varios camiones, jeeps... pero hubo necesidad de conseguir dinamita.
Me encontré que tenía dos opciones: comprarla en la compañía Niágara en Estados Unidos o en una canadiense.
Consulté con algunos de los que me asesoraban. Llegamos a la conclusión de que si se la adquiríamos a los norteamericanos nos ahorrábamos una semana de viaje. Decidí traer la dinamita de Estados Unidos.
Al entrar en su despacho no me mandó ni a sentar. En una forma bastante educada me dijo: "Usted es un cretino o no sabe lo que está haciendo. ¿Quién lo orientó a comprar la dinamita en Estados Unidos?" Le argumenté que las minas de Oriente estaban c
asi al parar y que era necesario traer la dinamita con rapidez. Me escuchó. Solo me respondió: "Estás destituido".
Entonces me preguntó: "¿Qué te gustaría estudiar?" De repente vi una luz en medio del túnel. Le respondí: "Geología".
Me dijo: "Está bien, Geología. Bueno, ve mañana a ver a José Rebellón para que te inscriba en la Universidad y empieces a estudiar Geología.
Le expliqué que solamente tenía aprobado hasta el segundo año de bachillerato. Me precisó: "Te vamos a preparar, despreocúpate. Eso sí. Hay una condición, tú no puedes sacar un año normalmente. Tú estás castigado. Por lo tanto tienes que sacar dos o tres años en uno".
Me dije para dentro de mí: "¡Coño!" Al despedirme, sonriente, me manifestó: "Inténtalo, inténtalo".
Como realmente esperaba que me mandara para Guanahacabibes, donde él enviaba a los que cometían errores administrativos, me fui muy contento.
—¿Finalizó los estudios?
—Antes de presentarme en la Universidad me estuve preparando durante unos cinco meses. El examen de Geología era muy fuerte. Entonces Rebellón me aconsejó que hiciera el primer año de la carrera Administrativa.
Era una carrera mucho más fácil. Solo duraba tres años. Hacía el primer año de la carrera Administrativa y después automáticamente me cruzaba para Geología.
Era el puente más fácil de realizar. Como no era buen estudiante, aprobé un año nada más.
—¿Qué sucedió?
—En aquellos tiempos estaba todavía convaleciente de un accidente que tuve en 1959. Usaba muletas, bastones. Estaba imposibilitado. Tenía que ir a cobrar a Oriente. A veces me giraban el dinero.
Ahí mis compañeros me recriminaban de que era un oportunista, un vive bien, un descarado. Me acosaban. Al final, me dejaban ir con gran cariño pero siempre lanzándome pullas.
Cuando trasladaron nuestras unidades a la limpia del Escambray me sentí culpable de estar estudiando mientras que mis compañeros estaban combatiendo a la contrarrevolución.
Decidí dejarlo todo. Fui para el Escambray y me incorporé a la lucha contra bandidos.
—¿Por la libre?
—Sí. Por la libre. El Che no me autorizó. Mi hermano Rogelio estaba de jefe de un sector en el Escambray. Permanecí casi siete u ocho meses en la lucha contra bandidos.
—¿Usted ha dependido mucho de su hermano?
—En realidad, no. Algunas veces le he pedido ayuda, como cuando me fui para la limpia del Escambray. Hemos trabajado juntos muy pocas veces. Nos llevamos muy bien.
Pienso que cada cual tiene su vida, su forma de ser, de enfocarla, analizarla.
Como norma, nunca hemos coincidido, excepto en la Sierra Maestra y el Escambray.
En las misiones internacionalistas tampoco coincidimos. Hay una gran afinidad, un gran cariño, pero no hay dependencia ninguna. Te lo confieso.
—¿En alguna ocasión el Che le preguntó si terminó los estudios?
—Nunca. Por suerte. Siempre he pensado que esa ha sido una de las razones por la que me aislaba, me escondía de él.
Siempre estuve temeroso de que me preguntara sobre ese tema. Inclusive, guardé mis notas por si algún día él me preguntaba, poderle decir que había aprobado el primer año.
—¿Idealizó al Che?
—Sí. Fíjate que estaba en la Columna 1 y cuando dijeron que el Che iba a marchar a Las Villas, automáticamente salté, pedí, grité y me incorporé de nuevo a su Columna. Tenía alma de masoquista.
Había sido mi primer jefe. El tipo admirado, duro, abnegado, exigente, humano; que siempre había deseado conocer.
Nunca pude entender su humor. Ahora con más madurez me doy cuenta que era una forma de manifestar su afecto. Realmente el que no tenía sentido del humor era yo.
—El Che y Camilo se llevaban muy bien...
—De lo mejor. Eran relaciones deliciosas. Pienso que a veces llegaban a ser incómodas para el Che.
—¿Por qué?
—El Che se había cubierto con una coraza protectora ante esta idiosincrasia nuestra que es el choteo, la jodedera, la vaciladera cubana. Por lo menos esa es mi impresión.
Cuando veíamos como Camilo lo trataba nos quedábamos espantados. Recuerdo que en una ocasión este se puso a fastidiarlo. El Che se le quedó mirando y le dijo: "Camilo, recuerda que están mis hombres presentes". Entonces se retiraron abrazados.
Me desconcertaba aquella relación tan extraña, de un afecto, un cariño muy profundo, de mucha compenetración. Real-mente se querían como hermanos.
—¿Trató a Camilo?
—Lo que más hice fue escucharlo, admirarlo. Lo perseguía continuamente, discretamente, para no ser rechazado.
Era muy sociable. Cada vez que había un acto, un guateque, me sentaba a su lado, en ocasiones metía la cuchareta.
Cosa que no podía hacer con el Che por el gran respeto que sentía hacia él.
También le tenía respeto a Camilo, pero era de un carácter distinto al Che.
—¿En que época estuvo en Angola?
—En 1977. Ya había terminado la primera guerra. Pude estar en los límites con Katanga cuando franceses, marroquíes y zairenses amenazaron la frontera.
Después fui por segunda vez en los años 1987-1988, cuando la agresión sudafricana en la provincia de Kunene.
—¿Qué recuerdos guarda de su misión internacionalista?
—Realmente cuatro años y medio fuera de la Patria no son fáciles. En Angola sabíamos que era necesario hacerlo.
No era una tarea grata. A veces aburrida. Proteger las fronteras contra incursiones y violaciones del enemigo. La parte más interesante fue la segunda misión.
—¿Qué lo llevó a esa conclusión?
—Es cuando comenzamos a proteger, ayudar y colaborar con los compañeros de la SWAPO.
Empezamos dentro del territorio de Angola a llevar acciones combativas contra el 101 batallón, el 66 grupo táctico y el batallón Buffalo. Le digo batallón pero realmente era un regimiento, tenía once compañías.
Ahí sí pudimos demostrar todo lo que habíamos aprendido. Una de las cosas más interesantes es que en Angola me libré un poco de todos los esquemas y comencé a llevar una guerra de guerrilla moderna.
En vez de andar a pie íbamos en BTR y BRDM. Hacíamos campos de minas atípicos y comenzamos una guerra de guerrilla prácticamente con técnica moderna.
—¿En qué consistía esa táctica?
—Hacíamos emboscadas a base de concentraciones masivas de bazookas. Normalmente una compañía puede llevar nueve o diez bazookas. Nosotros le poníamos el doble.
Realizamos acciones combativas muy efectivas, interesantes. Aprendimos mucho de la SWAPO.
—¿Por ejemplo?
—Su experiencia de rastrear dentro de aquella sabana semiárida; cómo subsistir; la forma que tenían ellos de llevar los combates. Nos fuimos ayudando mutuamente.
Al final, las acciones combativas tuvieron un saldo favorable para nosotros.
En 1988 estuve al sur de Angola, en un lugar llamado Donguena, una acción combativa contra una Compañía del 101 batallón del ejército sudafricano en la cual aniquilamos la mitad.
Le capturamos prisioneros, carros blindados, armas. Los pusimos fuera de circulación.
Me mandaron a buscar de Cuba para que explicara cómo se había llevado esa acción.
—¿A quién le explicó?
—A los compañeros Fidel y Raúl en una reunión celebrada en la sede del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR).
Narramos qué experiencias habíamos logrado en la táctica de la guerrilla motorizada y sus perspectivas.
En el transcurso de la conversación el Comandante en Jefe nos explicó la ventaja que tenían los carros sudafricanos.
Propuse ponerles dos silenciadores a nuestros carros de combate, gomas nuevas, afinarlos y crearles reservas de agua. El objetivo era motorizar nuestras patrullas para lograr más profundidad y velocidad en las acciones.
Era muy difícil luchar con patrullas a pie contra columnas motorizadas de la UNITA. La idea le gustó.
Durante la hora y veinte minutos que estuvimos conversando recibí un aluvión de preguntas.
Creo que en lo único que me equivoqué fue cuando me empezó a interrogar por los precios que regían en la frontera; era una frontera abierta, había mucho tráfico de contrabandistas.
Se interesó en conocer en cuánto vendían una cabeza de ganado. Le dije que en ochocientos o novecientos rans. Se me quedó mirando. Me dijo: "es imposible. Un buey, una vaca, no puede valer más de trescientos cincuenta o cuatrocientos. No puede ser". Después, cuando me puse a sacar la cuenta, era como él decía.
—¿Cómo han sido sus relaciones con Raúl Castro?
—Raúl para mí era una incógnita. En la Sierra Maestra nunca me atreví a dirigirle la palabra. Creo que fue un error de mi parte. Estuve tentado a hacerlo muchas veces.
Cuando me enteré por una vía clandestina que iba para el II Frente, sentí deseos de pedirle que me llevara pero no me atreví.
Vine a hacer contacto con él a partir del año 1963. Es cuando hablo por primera vez con Raúl.
Me sentía tímido. No sabía cómo entrarle. Además, tenía la fama de un hombre duro.
Un día empezamos a conversar. Fluyeron muy bien las relaciones. Solo me ha hecho un señalamiento: un pecado que cometí.
—¿En qué consistió ese pecado?
—Llevé a cabo una cacería clandestina. Maté un venado. La recriminación que me hizo fue de una manera tan educada, elegante, fina, que me sirvió de cura radical hacia esas tentaciones. Se lo agradezco realmente.
Tiene un sentido del humor muy desarrollado. Es un magnífico anfitrión. Se despoja de todo. Con él me siento como cuando conversaba con Camilo o me acercaba a oír hablar a Camilo. Una persona muy humana, fácil, accesible.
Con mucho conocimiento de los problemas cotidianos. Los sabe al dedillo. Lo sabe todo. Al igual que Fidel, no está metido en una cápsula de cristal. Le da mucha confianza al subordinado. Estoy seguro de que si alguna vez vuelvo a pecar, se lo digo inmediatamente.
—¿Hay algo que lo ha dejado marcado?
—Sí. Te contaré. Un día me encontraba en una cena en casa de Carlos Rafael Rodríguez con motivo de su cumpleaños. Ahí se presentó el Comandante en Jefe. En la sobremesa, Fidel se me quedó mirando. De repente me dijo: "Tú sabes que tengo una deuda pendiente contigo".
Le respondí: "No sé qué deuda pueda ser, Jefe. Usted siempre me ha tratado muy bien. Me siento satisfecho de a donde he llegado".
Se me quedó mirando. Pausadamente me reveló: "El Che te pidió para que fueras a Bolivia. No accedí. Tú y tu hermano siempre han estado muy juntos. No me pareció justo separarlos".
Me quedé anonadado. Así era el Che. Así es Fidel.