martes, 11 de octubre de 2011

Yerno de Carlos Marx Jose Martí Carlos Baliño Libia

----- Mensaje reenviado -----
De: VICTOR MANUEL GONZALEZ <victormanuelgonzalez01@gmail.com>
Enviado: Fri, 07 Oct 2011 16:50:04 -0400 (CDT)
Asunto: ser lo que se debe ser, y tener la conciencia que se debe tener

Libia y algunas digresiones sobre "la cuestión fundamental"

En todas partes puede crecer la luz, como las sombras. No será cosa de
fatalismo histórico, sino de experiencia, que acaso frente a la
realidad colonial y sus secuelas se desarrolle un olfato particular si
se trata de pensamiento y práctica emancipadores. El marxista cubano
Carlos Baliño no era, que sepamos, un genio, ni siquiera un filósofo;
pero se percató, y actuó en consecuencia, de que, sin olvidar la lucha
de clases por la liberación del proletariado, lo pertinente en la Cuba
de finales del siglo XIX era abrazar el proyecto de liberación
nacional que encabezó José Martí.

Para saber bien de qué se habla en estas digresiones, que no anclarán
en Cuba, es también necesario tener presente que Baliño, y otros
activistas obreros afines a él, "anarquistas" incluso, tenían la
seguridad de que Martí echaba su suerte con los pobres de la tierra
—fue uno de ellos—, y veía el arca de la alianza patriótica en los más
humildes, especialmente en los obreros, sin ser un dirigente
socialista ni despreciar el aporte honrado de otros sectores. Era
consciente de que alcanzar la república soberana no constituía un fin,
sino un camino para el saneamiento de la sociedad y el logro de
ideales de justicia superiores.

Alguien nacido en Santiago de Cuba, formado en Francia y fogueado en
las ideas de la Internacional Comunista, y que tuvo la voluntad de ser
fiel al más relevante fundador de esa organización —su suegro, Carlos
Marx—, podía negarle apoyo al proyecto guiado por Martí, pues lo
consideraba propio de burgueses. Paul Lafargue, el "alguien" —no un
"nadie"— de quien viene hablándose, no conocía la realidad cubana, y
se perdió así la posibilidad de haber sido aún más plenamente
revolucionario. En lo tocante a la independencia de Cuba se ubicó en
la derecha: no apoyó a la vanguardia radical representante de la
nación que luchaba para dejar de ser colonia. Por omisión, aunque su
propósito fuera otro, dio apoyo factual a la metrópoli.

Que no fuera consciente de tal apoyo lo libraría de responsabilidad si
se le juzgase por sus intenciones, no analizado por la significación
de sus actos. Su grandeza no merece olvido ni menosprecio, ni intentan
estas notas ignorarla: acuden a él en busca de un ejemplo que pudiera
ser aleccionador en la actualidad. Como cabe decir de otros, no
siempre abrazó del modo más acertado y creativo las ideas del maestro.

Economicismo y eurocentrismo desorientaron a seguidores de Marx, cuyos
posibles desaciertos —como su visión de Simón Bolívar—, los compensaba
el saldo de una obra extraordinaria. Eso no siempre podrá decirse de
los discípulos que tuvo en vida ni de los que continuaría teniendo
luego, en quienes ha faltado a veces la comprensión de algunos datos
elementales: entre ellos, que el autor de El capital no quiso escribir
un libro sagrado.

A Marx lo movió el afán de lograr una interpretación que sirviera de
guía para la acción revolucionaria
. Así ofreció enseñanzas válidas
para pensar, con igual fin, ante realidades diferentes de la que él
analizó. Tal es el camino para que la palabra dialéctica tenga el
sentido nuevo que tuvo en él como un método para el conocimiento, más
allá de su etimología: viene de lo verbal, de diálogo, que no debe
confundirse con guirigay.

En las sublevaciones libias —saltan estas digresiones al mundo de hoy—
probablemente haya habido, o haya, puntos de insatisfacción popular, y
luchadores con vocación de justicia. Probablemente. Quizás Muamar el
Gadafi merecía que, para superar lo bueno hecho bajo su dirección, su
pueblo reclamase grados más altos en las transformaciones que él
encabezó, está de más decir que con su impronta personal. Quizás.

Pero sería más que ingenuo olvidar el poder de los medios dominantes
para mentir, ocultar o satanizar a conveniencia del imperio, que así
obtiene una alta ganancia "colateral" en medio de la crisis que él
mismo ha provocado.  Le convienen los enquistamientos egoístas y la
resignación distantes del espíritu que animó las protestas contra la
agresión a Vietnam y, hace menos de diez años, contra uno de los
capítulos de las arremetidas contra Irak.

El peligro de tragarse anzuelos y ruedas de molino de todos los
tamaños aumenta con el cinismo de los medios imperiales: relegan a
juego infantil las manipulaciones urdidas por sus antepasados.
Recordemos las escenas —"barcos" navegando en bateas— que se
concibieron en 1898 para dar "veracidad" a la "información" sobre  la
guerra de los Estados Unidos contra la Corona española, empecinada en
seguir sometiendo a Cuba, y contra el pueblo cubano, al cual la
potencia emergente, auxiliada por la sumisión de la metrópoli
derrotada, despojó de la independencia que merecía.

Una prueba de la capacidad cubana para independizarse fue la propia
intervención estadounidense para frustrarla, aunque hoy, escritas o de
viva voz, haya interpretaciones que nieguen la posibilidad de que Cuba
triunfara. (Alguna, curiosamente, ha coincidido con lamentar que
España no permaneciera bajo el señorío de la Francia napoleónica.)

Hoy los imperialistas despliegan ardides más colosalmente burdos que
entonces, pero más efectivos para aprovechar coyunturas
internacionales y crear confusión y quietismo. Han capitalizado, por
ejemplo, el hecho de que — ¿por casualidad?— el conflicto en Libia
siguió a los levantamientos en Túnez y Egipto. Analistas de clara
orientación han señalado que los gobernantes de esos países eran,
además de corruptos, cómplices plenos de los Estados Unidos, potencia
que finalmente les instruyó, como un servicio más, abandonar sus
palacios de gobierno. ¿No se creaba con ello una patente para reclamar
el derrocamiento, a cualquier precio, de otros gobernantes?

Gadafi, además de haber contribuido al desarrollo de su país,
colaboraba en el proyecto de una solidaridad económica panafricana
opuesta a los designios del Fondo Monetario Internacional (Imperial).
Como se ha dicho, no es fortuito el contraste entre la connivencia de
los Estados Unidos y sus aliados con los ex mandatarios de Túnez y de
Egipto, y la brutal agresión contra Libia.

Es insoslayable recordar que en aquellas naciones la gran potencia y
sus aliados maniobraron para asegurar la continuidad de regímenes
dóciles a sus reglas. ¿Será que, defectos aparte —reales o
atribuidos—, Gadafi no les daba ventajas similares? Por lo pronto,
cuando estas líneas se escriben parece decidido a mantener la
resistencia.

Ante esos hechos, lo que ahora urge fundamentalmente no es ya
inventariar los aciertos y los desaciertos del líder libio, determinar
qué significó de progreso para su país, y qué de estancamiento
caudillesco. Ni incurren estas líneas en la irresponsable pretensión,
o petulancia, de trazar al vuelo una valoración de semejante
envergadura, que estaría bien hacer con fundamento para opinar con
propiedad, y extraer enseñanzas.

Los medios dominantes no han logrado ocultar verdades insoslayables:
por ejemplo, las operaciones con que los intereses de Wall Street, la
CIA y el Pentágono/OTAN contribuyeron a promover, financiar y armar el
levantamiento contra el gobierno libio, y han mentido sobre lo que
allí ocurría y ocurre. Para quien no sucumba a las trampas
imperialistas, resultará clara la urgencia de salvar la libre
determinación del país invadido.

Las fuerzas foráneas que lo agreden han puesto en acción sus grandes
recursos bélicos, pero no han conseguido barrer ni ocultar del todo
una resistencia
que, llegue a donde llegue, no será mero fruto de
espíritus abobados por el carisma personal de un líder que los maneja
a pesar de las bombas que caen. Sí, caen bombas, lanzadas por fuerzas
de la OTAN.

Hace meses —no solo por revelaciones que pudieran ponerse en tela de
juicio, o que más o menos los medios dominantes pudieran diluir, sino
por hechos visibles— hay en Libia algo que resulta palmario. Urge
poner fin al intervencionismo de la OTAN, y a sus planes actuales y
futuros en el planeta. El imperio merece el repudio unánime y resuelto
de las verdaderas izquierdas en el mundo, que no deben confundirse con
la izqmierda, ni dejarse confundir por ella.

Pero ¿alguien sensato y medianamente informado, no digamos ya
intelectuales de izquierda, sabios y filósofos incluidos, podría
desconocerlo, o ponerlo en duda? Hoy día "los Lafargues" de todas
partes —si son bien intencionados y de vocación ciertamente
revolucionaria, como el yerno de Marx—, deberán estar vigilantes y
activos frente a esa cuestión fundamental. En la historia y en la
actualidad abundan hechos que sirven de aviso para no estar flotando
en las nubes.

En su refutación a un materialista contemplativo, o teoricista, el
propio Marx sostuvo que los filósofos habían sobresalido en algo muy
importante: el afán de interpretar el mundo; pero transformarlo era
más necesario aún. Esa era y continúa siendo la tarea mayor. ¿No será
necesario hasta revisar la facilidad con que hoy a veces se blande, o
se ablanda, hasta el título de filósofo, honroso como otros?

Si hacerlo no fuera más, ni menos, que una consecuencia de las
democratizaciones necesarias, se debería dar la bienvenida al afán por
convertirlo en simple categoría laboral con que nombrar un gremio.
Hasta eso sería discutible, sin mayores implicaciones, en la
tranquilidad de un salón académico, o en una animada discusión de
colegas, vino o cerveza por medio, o ron, o agua fresca.

En cine, por ejemplo, se puede ser a la vez buen crítico y buen
realizador. ¿Cómo imaginar un buen realizador de espaldas al estudio
del arte en que se desempeña? Pero un crítico no es necesariamente un
realizador, ni viceversa. Cada quien tendrá su modo de ser útil,
creativo. Algo similar sucede en otros casos: como entre el pintor y
el estudioso de las artes plásticas. Si el discernimiento no se reduce
a etiquetas, un estudioso de la filosofía no es necesariamente un
filósofo.

¿En cuántos terrenos sería necesario afinar rótulos? ¿Cómo distinguir,
digamos, al especialista en estudios sobre filosofía, de un lado, y,
del otro, al filósofo entendido como quien crea un sistema filosófico
o hace relevantes aportaciones sistémicas en esa materia? Para el
primero debería acuñarse tal vez un término como filosofólogo, pero
pudiera ser un poco molesto para el uso cotidiano, y acaso resulte un
poquitín feo.

Ahora bien, urólogo, otorrinolaringólogo o proctólogo no son
necesariamente vocablos hermosos, ni remiten a materias como la
belleza, el óleo, las realizaciones artísticas y las disquisiciones
sobre las leyes generales de la existencia y el funcionamiento del
universo. Pero son nombres de especialidades no menos respetables y
necesarias que otras, incluida la filosofía. Lo seguro estriba en que
de ningún título manan la inteligencia y la claridad como dones
divinos, y la sabiduría, por grande e insondable que resulte, ni agota
la realidad ni es vacuna infalible contra errores.

¿No deberíamos diferenciar entre filósofos y filosofólogos, o
cualquiera que sea el título ideado para estos últimos? Pero el asunto
va más allá. Lo fundamental, ¡vaya redundancia!, sigue siendo, en cada
caso, lo fundamental: ahora en Libia no estriba en precisar qué grado
ígneo de revolución popular pudo haber entre las fuerzas levantiscas
—y si lo hubo, o lo hay, será necesario salvarlo con la mayor limpieza
posible—, ni enumerar los defectos que el líder tenga, o le hayan
endilgado para justificar el uso de la fuerza contra ese país.

Hace rato ya que el conflicto fundamental está planteado entre la
soberanía libia y la acción ilegal e inmoral, genocida, de los
invasores de la OTAN
. Llámense, respectivamente, Bush u Obama, Blair,
Aznar/Zapatero o Sarkozy, sus führers y sus führercitos se valen de lo
que los medios a su servicio fabrican contra Libia —y refuerzan lo
hecho en Serbia, Afganistán, Irak y otros "oscuros rincones"— con el
fin de establecer "nuevos principios", sin valor moral alguno, sobre
los modos y el derecho del imperio para intervenir donde le venga en
gana.

Todo vale, sostiene el mandón, para imponer sus designios, sus
intereses, sus saqueos. Al igual que antes hacía con la seguridad de
sus ciudadanos, ahora aduce la protección de civiles, entre quienes
sus acciones causan incontables víctimas, mortales incluso. Va y lo
urgente no esté en determinar si lo primero es el ser o la conciencia,
sino en percatarse de lo vulnerable que es el uno y lo desamparadita
que está la otra. De seguro —y debe asumirse con claridad, sin
resquicios por donde penetren las ideas y los intereses imperiales— lo
urgtente está en ser lo que se debe ser, y tener la conciencia que se
debe tener. ¡Ese es el gran dilema!

La humildad suele ser buena compañera de la sabiduría. El activista
obrero Carlos Baliño lo supo en su momento, y actuó consecuentemente.
Cabe conjeturar que, sin ignorar posibles insuficiencias de ese
movimiento —ni ponerse toga y birrete para desacreditarlo—, le
alegraría ver que el fantasma de la Indignación recorre el mundo.
Llega ya a Wall Street.

Luis Toledo Sande

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victormanuelgonzalez01@gmail.com