domingo, 6 de mayo de 2007

San Luis, la olvidadiza, se olvidó de Antonio Esteban Agüero, su gigantesco poeta. Argentino, una bendición.

Digo a Juana Koslay

Capitanes vinieron del poniente
por horizontes de nevada piedra
más allá del Arauco hasta las rucas
donde los Huarpes aguzaban flechas,
o machacaban maíz en las conanas,
o pintaban sus ánforas de greda;
capitanes de yelmo y armadura
sobre caballos con la crin espesa,
que asentaban sus cascos españoles
en este suelo por la vez primera;
masculinos y duros, con la espada
sobre los muslos, y en la faz severa
cicatrices de herida o de malaria
y la fatiga de un millar de leguas.
Recorrieron llanuras donde el jume
les prestaba su luz en las hogueras,
y arenales de luna, y salitrales
donde la Vida se tornaba yerma,
y vadearon un Río en cuyas aguas
era la sed una amargura nueva.

Y una tarde los duros Capitanes,
consumidos de páramo y espera,
hacia el Este del sol y la calandria
vieron de pronto levantarse sierras.
"Aquí será" dijo una voz de mando-
porque el aire es azul, el agua buena,
y la montaña nos ofrece amparo
si el indio quiere provocarnos guerra".
Y al sentir esa voz descabalgaron,
y tres veces ondearon las banderas.
El Capitán entonces con la espada
trazó en el aire una ciudad aérea,
dibujando la plaza y el ejido,
acá el cabildo, más allá la iglesia,
el fortín al llegar a las colinas,
allá los ranchos de la soldadesca.

Y al mirar una fuga de venados,
con ese nombre bautizó a las Sierras
y a la ausente Ciudad que dibujaba
con el acero de su espada nueva.

Y después silenciosos Michilingues
con su Jefe, Koslay, a la cabeza,
les trajeron la paz en el saludo
y las cosas y frutos de la tierra;
Y entretanto Koslay permanecía
rodeado por arqueros y doncellas,
la hija suya, una hija que tenía
suave los ojos y la cara fresca
y nocturnos cabellos que apretaba
una vincha de plumas como seda,
miraba sonriente y en los ojos
nido le hacía a la mirada tierna
de un soldado español en cuyo pecho
amor ardía en olorosa hoguera;
Gómez Isleño se llamaba, aquí
digo su nombre para que la tierra
no lo olvide jamás porque el soldado
se desposó con la muchacha aquella
y fundó la progenie cuya sangre
da a nuestra gente claridad morena.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
Virgen dulce de Cuyo, Flor de América,
reverente me inclino y te saludo
porque tú fuiste la semilla nuestra
y nos diste color americano
centurias antes que la patria fuera.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
nada guarda tu nombre, ni siquiera
plaza civil, o silenciosa calle,
o troquel de medalla o de moneda,
o fuente comunal o flor de bronce
en San Luis del Venado y de las Sierras.
Pero yo, tu hijo, tu memoria canto,
y hago del verso corazón de piedra
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
para que nunca en los puntanos muera.


Digo los primeros días

DESPUES hacia el Norte, por el Este,
otro soldado de apellido César,
que venía con naves de Gaboto,
ancladas donde el Paraná refleja
las barrancas con ceibos sonrosados
y susurros del agua en las junqueras,
precedido por veinte de los suyos
halló montañas y subió por ellas,
y al llegar a los últimos roquedos,
sobre el Cerro que dicen de La Oveja,
sintió que a los ojos le venía,
sobre una luz amaneciente y bella,
horizontes del Valle del Conlara
en verde, azul y vegetal marea.

Poco después el Capitán Francisco
de Villagra, mandado por Cabrera,
entró por el Norte a la Provincia,
anotando las tribus y las hierbas,
mensurando los ríos y las nubes,
y la luz y la sombra de las leguas,
hasta que un día en el lugar que todos
nombran y dicen de Las Cortaderas,
vio reunidos a los Comechingones
la rara tribu que habitaba cuevas
y adoraba a Llastay, y convertía
en cera dócil la más dura piedra,
sonó el atambor y los clarines,
y entró en batalla con la raza aquella.
Ah, que podían descalzos cazadores
contra caballero que incitaba espuela;
Oh, qué podían la honda y el guijarro
contra arcabuces de explosiva fuerza;
Ah, qué podía la frágil epidermis
contra la cota acorazada y férrea.

Si aún ahora campánulas que nacen,
cuando sube la luz de primavera,
en aquel sitio de la muerte injusta
abren corolas de humedad sangrienta.

Y éstos fueron los días iniciales,
horas de horror, pero también de fiesta,
porque el polen viril los fecundaba
violentando clausura de fronteras;
horas de fe, días de sol naciente
horas de crear, días de casa nueva,
claras horas de hacer el Inventario
que redactaba, con la pluma trémula,
sobre el ronco tambor, o la montura,
mano que un día invalidó la guerra;
horas trayendo la primera semilla
de nogal o de vid, la primera yegua,
el primer asno, la primera cabra,
el primer toro y la primera oveja,
y el arado primero y la guadaña
para los tallos de la mies primera...

Digo guerras

Y después a lo largo de centurias
se dibujó la inacabable guerra:
marejada de chuzas que subía
en galopante y ancestral marea
a romper el Malón en los fortines
de palo a pique o levantada piedra.
Que vivir era entonces milagroso,
porque la vida era una débil hebra
suspendida del viento que cortaba
golpe de lanza, inadvertida flecha,
boleadoras zumbantes, o violento
tirón de lazo o puñalada cruenta.
Cualquier día y en cualquier instante
los vigías de El Lince o El Varela,
con el humo de cardos anunciaban:
"Ya se viene el Malón; estad alerta".
Y en San Luis resonaba una campana
cuyo rebato clausuraba puertas,
tras el miedo de pálidas mujeres
que en hornacinas alumbraban velas,
y los hombres montaban a caballo
armados de espadas o escopetas...
Unas veces vencían, y otras veces
el Malón se volcaba por la aldea
como trueno que viento parecía,
altas las chuzas y las duras crenchas
perfilando en la sombra del poniente
un desfile de bárbaras cimeras.
Fue a veces San Luis, otras Mercedes,
otras El Morro, Saladillo, o Renca,
pero siempre los últimos fortines
que el Río Quinto en su cristal espeja.

Yo quisiera decir para vosotros
algunos hechos de esa larga guerra,
que no van en memoria de papeles,
sino que vienen animando lenguas,
y cantar la batalla que una tarde
en Laguna Amarilla sostuvieran
Baigorrita, el Cacique ranquelino,
y el Caudillo puntano, Lanza Seca.
Resonaba el combate, entre las balas
y los caballos de espumosa fuerza
se buscaron los jefes enemigos
con el duro rencor de las espuelas.
Por detrás de la pólvora se oían.
-¡Maula!- gritaron, y soltaron esas
masculinas palabras cuyo golpe
arde en la faz como picor de abeja.
De repente las balas se apagaron,
mudas quedaron tercerola y flecha,
y ambos grupos un círculo cerraron
en torno a Baigorrita y Lanza Seca.
Y los dos, con la lanza solamente,
despuntaron la flor de la pelea,
frente a indios y blancos que callaban
como quien mira una sagrada fiesta.
Remolinos de potros, y artimañas
de centauros veloces, cuya ciencia
les llegaba por sombras de la sangre
desde que el Pueblo te acompaña
a lo largo de valles, por recodos de ríos,
entre las grandes rocas, debajo de cardones
que arañan con espinas el cristal del estío.

DIGO LA MAZAMORRA

La mazamorra sabes, es el pan de los pobres,
La leche de las madres, con los senos vacíos
Yo le beso las manos al inca Viracocha
porque inventó el maíz y enseñó su cultivo.

Sobre una artesa vienes para unir la familia
Saludada por viejos, festejada por niños
Allá donde las cabras remontan el silencio
Y el hambre es una nube con las alas de trigo

Todo es hermoso en ella, la mazorca madura que desgrana
En el Norte ese viento Campesino
El mortero y la moza con treinta sobre el hombro
que entre los granos mezcla rubores y suspiros

Si la quieres perfecta busca un cuenco de barro
Y espésala con leves ademanes prolijos
Del mecedor cortado de ramas de la higuera
Que en el patio da sombra, benteveos e higos

Y agrégale una pizca de ceniza de jume
La planta que resume los desiertos salinos
Y deja que la llama le transmita su fuerza
Hasta que asuma un tinte levemente ambarino.

Cuando la comes siente que el pueblo te acompaña
A lo largo de valles ó recodos de río
Entre las grandes rocas, debajo de cardones
Que arañan con espinas, el cristal del estío.

El Pueblo te acompaña cada vez que la comes,
llega a tu lado, ¿sabes?, se te pone al oído
y te sususrra voces que suben a tu sangre
para romper la niebla del mortal egoísmo.

Porque eres uno y todos, comiendo el alimento
de todos, en la fiesta del almuerzo tranquilo;
la Mazamorra dulce que es el pan de los pobres,
y leche de las madres con los senos vacíos.

Cuando la comes sientes que la tierra es tu madre,
más que la anciana triste, que espera en el camino
tu regreso del campo, la madre de tu madre,
su cara es una piedra trabajada por siglos.

Las ciudades ignoran su gusto americano,
y muchos ya no saben su sabor argentino,
pero ella será siempre lo que fue por el Inca:
nodriza de los pueblos en el páramo andino.

La noche en que fusilen canciones y poetas
por haber traicionado, por haber corrompido
la música y el polen, los pájaros y el fuego,
quizás a mí me salven estos versos que digo...


Digo la tonada

El idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgando la muerte y destruyendo
la memoria y el quipo del Amauta;
fue contienda también la del Idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue con persistencia de remota llama; rotas fueron las voces ancestrales, perseguidas, mordidas, martilladas por un loco rencor sobre la boca del hombre inerme y la mujer violada.
Y el idioma triunfó, los ruiseñores de Castilla vencieron, la calandria cuya voz era tierra, barro nuestro, son y zumo de tierra americana de repente calló cuando los hierros agrios del odio en su color de fragua le marcaron el pecho que gemía y segaron la luz de su garganta...
Pero la lucha prosiguió en la sombra, una guerra de acentos y palabras, de fugitivas voces y vocablos con las venas sangrantes que buscaban refugiarse en la frente o esconderse en la nocturna claridad del alma perdiendo expresión y contenido, la sonora raíz, la leve gracia, el poder bautismal y la semilla para ser sólo la sutil fragancia que nos sella la voz con el anillo popular y común de la Tonada: Yo entrecierro los ojos y la escucho venir y llegar hasta mi almohada como un largo rumor de caracola, como memoria de mujer descalza, como llega la música en la brisa si la brisa es arroyo de guitarra; y la siento volar en la tertulia de labio en labio, mariposa mansa, suave cuerda que vibra, quena sorda, o fugaz sugerencia de campana; y la escucho en la voz que me despierta con el mate y su luz en la mañana cuando el sol es un padre que nos dona el reciente verdor de la esperanza; y la escucho en un niño que transita por el sendero que trazó la cabra y me grita: ¡Buen día! y me conforta con la sonrisa de su alegre cara; de repente la siento que rodea mi corazón como una mano blanda si la voz de la madre o de la esposa se florece con íntimas palabras; alguna noche la escuché en Rosario en la voz de una joven que pasaba y eso sólo bastó para que viera amanecer los cerros del Conlara: y otra noche la oía en Buenos Aires,
en muchedumbre de no sé qué plaza,
sobre un grito vibrante que decía
titulares de prensa cuotidiana;
cómo es dulce sentirla cuando llega
desde una boca de mujer besada
con el "si” suspirando que promete
una cálida rosa para el ansia;
y la escucho sonar entre los niños
de un pueblecito que se dice Larca
mientras mueven las manos en el juego
escolar y rural de la payana;
y la siento rezar en el velorio,
y saltar en el arco de la taba,
y volverse puñal en el insulto,
y suspirar en la recién casada.
Dondequiera que esté yo la escucho
y tras ella regreso a la comarca
donde soy una piedra, una semilla,
una nube y un pájaro que canta...

No tenemos bandera que nos cubra
tremolando en el aire de la plaza,
ni canción que nos diga entre los pueblos
cuando suena el clarín, y la proclama
desanude las últimas cadenas
y destruya el alambre y la muralla,
pero tenemos esta luz secreta,
esta música nuestra soterrada,
este leve clamor, esta cadencia,
este cuño solar, esta venganza,
este oscuro puñal inadvertido
este perfil oral, esta campana,
este mágico son que nos describe,
esta flor en la voz: nuestra Tonada.

Digo la fauna

PACHAKAMAC me asista en el empeño
de celebrar y saludar la Fauna
que prospera en el bosque y en el bosque
tiene segura y ancestral morada:
Digo el Puma nocturno y carnicero,
con la pelambre de color de paja,
punzante el ojo y el olfato agudo
cuando siembra terror en la maraña;
digo el Zorro de cola caudalosa,
sabio y sutil perseguidor de caza,
héroe de cuentos que el anciano dice
en la rueda cordial de la velada;
y la Huina que lleva en su pelaje
vivo reflejo de violenta llama;
y el Gato Montés, primo del Tigre;
y la tímida y leve Sacha Cabra,
noble mezcla de gamo y de gacela,
a quién he visto cuando viene al agua
escaparse de mí con la premura
de la saeta que la brisa horada;
y la Liebre pacífica que muerde
tallos de hierba en la feraz cañada
y parece mirar con las orejas
y con los ojos escuchar distancias;
y el Chiñe que ciega a la jauría
con el impacto de su orín amarga;
y el Tucu Tucu, como un topo oscuro;
y el Conejillo o Cuisi de las ramas;
y el Hurón, ondulante y sigiloso,
fiero asesino de terrible zarpa;
y el Quirquincho, con su andar menudo,
el escudo frontal y la coraza
que les presta a los niños campesinos
una convexa y musical guitarra;
y el Mataco que al mínimo peligro
cierra la concha en una esfera parda;
y la Tortuga, silenciosa y lenta;
y la sociable y cómoda Vizcacha.
cavadoras de extensas galerías,
en cuya puerta hay un montón de ramas
por donde sale a celebrar la luna
cuando la luna es claridad nevada.

Digo el Lagarto escurridizo y verde,
bebiendo sol sobre una piedra laja;
y el Matuasto vestido como el musgo;
y la robusta cola de la Iguana,
la que a veces flagela piquillines
para lograr que la cosecha caiga;
y la Culebra de brillante dorso
que la gente designa Cubrecama;
y la humilde Lombriz, trabajadora,
como labriego que trasuda y ara;
y la Serpiente Cascabel, silbante,
cuya ponzoña cuando roza mata,
la que a veces reemplaza a los terneros
en las rosadas ubres de las vacas;
y el Gusano de luz, fosforescente;
y la reptante y fuerte L'ampalagua
que por veces se atreve con el Puma,
y ha solido vencer en la batalla...

Digo la Chuña cuyo grito anuncia
la vecindad de la llovizna grata;
y el Avestruz que corre por el prado
con la alegría de sus piernas largas;
y la Perdiz, con sus pasitos breves,
¡Oh, la Perdiz de silbadoras alas;
y el Tero Tero, cuando expande y gira
los circulares gritos de la alarma;
y la Llamita, esa volante lumbre,
de quien se teme que al rozar las pajas
las convierta en incendio pavoroso
por el contacto de su ardiente brasa;
y el Bichofeo que en su silbo trueca
la soledad en dicha que acompaña;
y el Caburé, con su disfraz de Buho;
y el Tordo azul, cuando corona el tala,
numeroso de música y revuelo,
cual otra alegre floración alada;
y el Pica Hueso, de potente pico;
y la Paloma Santa Cruz llamada,
cuyo nombre es un rezo y cuyo canto
es una tierna invocación cristiana;
y la Mandioca que comparte el cetro
del hermoso trinar con la Calandria;
y el Boyerito, con su nido suave;
y el Tililí que anida entre las cañas;
y el doliente Quejón cuyo lamento
trae memorias de una antigua llaga;
y el Carancho, ese fúnebre enlutado,
nuncio de muerte en la quietud dorada;
y el Rey del Bosque, cuyo canto fluye
desde el río de luz de su garganta;
y allá, sobre el campo, entre las nubes,
la poderosa libertad del Aguila.

Y aquí digo a los mágicos insectos,
ínfimos seres cuya ciencia extraña
nos ofrece la llave prodigiosa
que los enigmas de la Esfinge guarda:

Y aquí digo la Oruga transitoria,
al parecer dormida y vulnerada,
que despierta de pronto en mariposa
y es en la luz como otra luz con alas;
y el Mamboretá que viene con la brisa
a mostrarme su efigie de fantasma;
y el Camuatí que sabe de las flores
todo el dulzor en infinita gama,
y atesora la miel para el invierno
al igual que la urente Lechíguana;
y el Pajuan que sepulta su tesoro
en vizcachera o cueva abandonada;
y el Moscardón, sonoro y masculino;
y la Abejita de la miel rosada,
cuya miel es un beso adolescente
que nos deja la boca perfumada;
y el Aguacil, libélula brillante,
que viene y va sobre el espejo de agua
con un vuelo tan leve y armonioso
que más que vuelo es una aérea danza;
y la Linterna cuya luz destella
como el iris detrás de las pestañas.;
y el Tuco, ese príncipe noctámbulo,
que enriquece la mano y la mirada
con su cuerpo de jade donde brilla
la reluciente flor de la esmeralda;
y el Tábano cruel que nos despierta
súbitamente de la siesta larga
con su viva y quemante mordedura;
y la forzuda y mítica Atatanga
que uno encuentra al azar de los senderos
siempre atrás de rebaños y vacadas,
redondeando su esfera de planeta
con perfección que al alfarero iguala;
y la Hormiga que lleva su cosecha
a la ciudad secreta y soterrada;
y la Araña, la insigne tejedora,
que nos ofrece la emoción sagrada
de admirar al rocío prisionero
entre los hilos de flotante gasa;
y el Grillo que tañe ensimismado
su guitarrillo de nocturna plata;
y esa reina del bosque en el estío
por quien yo tengo musical hermana,
himnos del Sol y cantos de la Vida,
la susurrante y pánica Cigarra...

Digo los arroyos

Y ese tenue temor inadvertido
que llega a mí sobre el silencio blando
del aire montañés con la sorpresa
de son de mar en caracol guardado?
¿Y esa música azul? ¿Y esos cristales
suavemente tañidos y vibrados?
¿Y esa flauta de acentos campesinos
que murmura detrás de los collados?
Son los arroyos de mi tierra, el cielo
que ha preferido descender cantando
por arterias de cerro y de llanura,
líquido cielo musicalizado.
Como el indio yacente que ponía
la oreja en tierra para oír caballos
galopantes y ariscos a lo lejos,
y acertaba su número, y sus pasos,
y su rumbo también, yo me reclino
en la dura colina, sobre el pasto,
para oir los arroyos cuyas voces
hacen vibrar este país serrano.
Es primero El Trapiche, con el agua
verde y azul en su color verano,
donde sauces antiguos se saludan
de una a la otra margen, y los álamos
como arqueros ilusos acribillan
las tardes y las nubes con sus pájaros;
y El Volcán, que serpea dulcemente,
de arboledas y huertos orillado,
presidido por leves cortaderas
que abanican el aire con penachos,
donde núbiles mozas se desnudan
para vestirse de cristal helado;
y más allá, entre peñas herrumbrosas,
el arroyo que dicen El Durazno,
donde beben las cabras y los berros
tienen sabor a luna y a barranco;
y El Molino, que nace entre los montes,
cuyo señor es el Mogote Bayo,
y refleja los cóndores que pasan
con las alas inmóviles, y el ancho
rumoroso silencio de los molles,
sobre laderas de color leonado;
y el arroyo del Tigre, a cuya vera
supo mi infancia duplicar su encanto
en los días de sol, cuando subía
de roca en roca con los pies descalzos
a buscar la piscina transparente
que el torrente cavara en el basalto;
y el Cautana también en la quebrada
con farallones de andesita y cuarzo,
donde helechos y ardientes amapolas
tienden al agua vegetales labios;
y El Uspara, ese arroyo que desciende
por serranías de cristal morado
como un hilo de espuma murmurante
roto cien veces, pero siempre intacto;
y aquel arroyo de La Sepultura,
tan dramáticamente solitario,
donde un día sonoros arcabuces
vieron caer a portadores de arcos;
y el arroyo que en Bajo de los Véliz
corre por rocas de perfil extraño,
donde amonitas que ya son de piedra
nos evocan la fauna del terciario;
y el arroyo que nutre las palmeras
lírico arroyo de Los Papagayos,
donde suele buscar aguamarinas
el vagabundo de mudable paso;
y los arroyos que en el Tomolasta
vieron un día arrodillarse incanos
con la oscura codicia sumergida
hasta la arena de secretos áureos;
y el arroyo que nombran Riecito
con palabra feliz los comarcanos,
cuya fuente sonríe en lloraderos
que custodian los Cerros del Rosario;
y El Chorrillo que lame unas taperas
donde narra la voz de los ancianos
tuvo su cuna el payador que un día
con la guitarra venciera al Diablo;
y el arroyo del Aguila, que tiene
una cascada con mejor remanso,
cuyo espejo recuerda a las muchachas
cuando se pone corazón de fauno;
y los arroyos de los Cerros Negros;
y los arroyos de los Cerros Largos;
y el arroyo de Quines que se torna;
agricultor al descender al llano,
y se vuelve dulzor en la naranja
y en las olivas amargor dorado;
y el arroyo Los Molles, que cabalga,
potro de luna, los roquedos bravos
y circunda las quintas del Potrero
para después domesticarse en lago;
y el arroyo Luluara, cuyas voces
guarda mi oído como son de piano
sentido alguna vez en la penumbra
de no sé cual atardecer lejano;
y el Virorco también, que muchas veces
vio a los pumas beber y a los venados,
cuando todo era libre y la provincia
ignoraba fronteras y alambrados;
y el arroyo Juan Gómez, con su isla
donde alternan el tala y el quebracho,
que le inventan rincones de penumbra
para el silencio de los solitarios;
y el arroyo Los Puquios, que se ha vuelto,
por la virtud de un artificio hidráulico,
un afluente de embalse para goce
de pejerreyes de metal lunado;
y el arroyo Las Aguilas, arriba,
junto al cerro Retana, con los saltos
verticales y locos, que resuenan
por la quebrada como un trueno largo;
y el arroyo Pancanta, que refleja
aquel paisaje mineralizado
donde todo es de piedra y solo vive
la fría lumbre mineral del cuarzo;
y el arroyo La Carpa en el recodo
que parece un espejo biselado
para el rostro del Cielo y de la Nube,
que en él navega como un cisne blanco;
y el Chutunza, que forma una cañada,
donde es hermoso recorrer el prado
entre piedras con líquenes y musgos
y mariposas de esplendor vibrado;
y aquel otro que dicen Mulas Muertas
y cuyo nombre de sabor dramático
perpetúa el arreo y la creciente
en la batalla que una vez libraron;
y el arroyo Guayaguas, que me viera
una noche dormir sobre el recado
al amor de su música celeste
mientras llovían sobre mí los astros;
y el Piedra Blanca, cuya voz oía
mi Madre susurrar entre los álamos
en la noche y la luz en que nacía
éste que ahora le armoniza cantos.
Y los otros arroyos, los arroyos
que yo recuerdo, pero no he nombrado,
que parecen ensueño de pintores,
sol y belleza para enamorados;
rememoro el sabor de sus corrientes,
líquido fruto, uvas del cielo, glaucos
y celestes racimos que bebía
sitibundo y de pecho sobre el pasto,
con el sol en diciembre y la cigarra
que cantaba mi sed y la del campo.
¡Oh, los arroyos de mi tierra! Sangre
leve y azul de mi terruño amado;
musicales arterias de la roca
donde se escucha al corazón puntano.

¡Arpa de agua, San Luis, guitarra verde
cuyo cordaje son arroyos claros!

Digo el mate

PORQUE sábado es hoy y la mañana
como una fruta desde el tala cae,
y soy joven y sano, y me navegan
tradiciones y música en la sangre,
quiero ser otra vez entre vosotros
para decir y celebrar el Mate:

De Guarania nos vino con la Yerba
que resume fragancias tropicales,
y ese barro de América que un día
vió que llegaban sigilosas naves,
con cadenas, y perros, y arcabuces,
y duras voces vulnerando el aire;
Verde Yerba de América, divina
como todas las cosas naturales;
Santa Yerba de América, sembrada
por quien hizo los ríos y las aves,
y tendió la llanura hacia naciente,
y hacia poniente levantó los Andes,
y la Coca sembró para los Quichuas,
y el Algarrobo para pan del Huarpe.

Yo era niño recuerdo y la primera
memoria verde se remonta al Mate,
en mi casa de Merlo, donde







pues no sabe crecer sin compañía,
bello de flores cuando acaba octubre
rico de frutos cuando enero inicia;
y el Piquillín, agudo como un grito,
tunicado de innúmeras espinas
que defienden las gemas de su fruta
de toda humana o animal codicia;
Piquillín del infante y de la abeja
Piquillín del pájaro y la víbora,
bajo el sol y la sombra de tu nombre
vuelvo a leer mi infancia campesina;
y el Palán Palán, en cuyo acento
se oye sonar una remota esquila;
y el Espinillo con flores que parecen
oro de bucles, redonda pelusilla,
surtidor de fragancia que nos llena
el alma toda de una azul caricia;
y el Ucle de largos candelabros
que parecen arder a mediodía;
y el Tintitaco, el de la leña fuerte;
y también la utilísima Jarilla
que produce la escoba para el patio,
y carbones de lumbre sostenida,
y es color en la lana de la colcha,
y salud en la criolla medicina;
y el Caldén, solitario en su grandeza,
como los héroes de la saga antigua;
y el Molle, que nace donde el bosque
comienza a trepar por las colinas,
viejo amigo de cabras y regatos,
árbol señor,en cuya fronda habitan
la frescura más riente de la sombra
y el sonido más puro de la brisa;
y el Quebracho rugoso y poderoso,
fuerte columna de las selvas indias;
y el Coco que guarda en su corteza
veta de jaspe o de alabastro rica
para mano de artífice paciente
o para tomo y gubia de ebanista;
y el Peje, el flechero silencioso,
en quien lo verde se trocó en espina
erizado dragón, guerrero rudo,
siempre dispuesto a la valiente lidia;
y el Llantón, que llora si la lluvia
en las alas del viento se aproxima;
y el Retamo de nudos sarmentosos,
cuya madera cuando está pulida
se parece a los ónices brillantes
por sus vetas verdosas y amarillas;
y el Algarrobo, siempre el Algarrobo,
con su joven verdor que purifica,
hijo del Sol y padre de la Sombra,
prócer y solo en la quietud del día.

Y ahora digo las hierbas numerosas
que conoce mi mano sensitiva,
verdes labios del bosque en primavera
que recogen la luz y la energía
que navega,en la luz para trocarla
en corazón y fuente de la Vida.
Pachamama las nutre de su seno,
cuando la savia su retorno inicia,
y ellas cubren el valle y la pradera
en invasión que avanza cada día
como asalto de viento o de marea
sobre el terruño pardo de provincia.
Olas alegres, renacer fragante,
verde mar prisionero en la semilla
que despierta de pronto sobre el mundo
para acunarlo en pechos de nodriza.

De repente los nombres de las flores
llegan a mí por sendas de la brisa
a posarse en la rama de mi pecho
donde se suele aposentar la dicha:
el Vinagrillo de color del oro,
cuya corola es una copa fina,
donde beben rocío los rundunes
y dulzuras de polen las avispas;
y la Flor del aire, suma de belleza,
nieve fragante, estrella florecida,
reclinada en los troncos suavemente
como en un pecho varonil la niña,
con su tenue fragancia que parece
venir de allá, donde la noche gira
y los ángeles cantan a los muertos
la celeste canción que resucita;
y la Verbena de color morado;
y también la silvestre Margarita;
luna con sol, que sueña blandamente
bajo el beso y la nana de la brisa;
y esa gota de sangre sobre el aire
que se llama la Flor de Maravilla
con que a veces inventan las muchachas
arrebol para labios y mejillas;
y el Suspiro, perfecta como el cielo,
y traslúcída y leve y sensitiva
flor de ver con los ojos entornados
y alabar con el alma de rodillas;
y el Topasaire como un sol pequeño;
y un Tulipán, sin nombre todavía,
cáliz azul, campánula luciente,
que cierta vez al declinar el día
me detuvo en el bosque largo rato
como el destello de una perla viva;
y la Pasión que en pétalo y estambre,
más y mejor que la vitela escrita
nos refiere la historia del Calvario,
la sola flor que celebró la Misa;
y el Looconte, la flor estrafalaria;
a las barbas del duende parecida;
y el Hachón, esa virgen luminosa
fieramente celada por espinas;
y también la modesta Salvilora
que descubre una trémula amatista;
y la copa solar del,Kiskaluro;
y la Saeta, con su luz marina,
que parece una lágrima temblando
sobre la fresca hierba amanecida;
y la bella Lagaña de los Perros
a quien rindo galante pleitecía;
y el Ilolay, la flor de la leyenda,
que nos devuelve la visión perdida...

¡Ellas guarden mi nombre del olvido
bajo el Sol y la Luna de provincia!.

Digo la Minga

El trabajo en la Minga se vuelve como fiesta,
como reunión de gentes unidas por la danza;
no lo paga moneda de níquel ni banquero,
sino perfume y gloria de dulce Democracia.

Allí todos son hombres como en los viejos días
de la tribu primera cuando todo era santo:
la luz, el aire, el fuego, las cercanas estrellas,
el rumor de los ríos, el verdor de los pastos.

Hombres no más vistiendo los puros atributos:
el corazón, las manos, la mente pensadora,
y el sexo con las claras abejas susurrantes
donde la sangre inicia su color de amapolas.

Hombres no más, el Hombre que se siente el hermano
del Hombre, de las cosas de la tierra y el cielo,
de pie como los árboles que dan nidos y sombra,
con la morena frente desnuda de alfabetos.

Reunidos en la Minga cosechan los trigales
siegan con hoz la avena, la cebada, la alfalfa,
y entre los secos tallos, crujientes y amarillos,
del maizal enumeran las mazorcas granadas.

Si la pareja joven que nada nombra suyo,
salvo el amor en doble susurro compartido,
quiere enlazar sus cuerpos la Minga le construye
el rancho donde pueda madurar su destino.

Desde el adobe oscuro que es greda luminosa
hasta la puerta firme de fragante algarrobo,
desde el fogón al techo de pajas todavía
calientes por los nidos de perdiz o chingolo.

Si yo tengo en el Hombre la fe que tienen otros
en ídolos de barro, de marfil o de piedra,
será porque lo he visto conviviendo en la Minga,
nimbado por extraña, misteriosa belleza.

Yo era niño, recuerdo, con los jóvenes ojos
hambrientos de colores; yo era niño, recuerdo,
cuando asistí en los valles donde es dulce la roca
a la Minga y su fiesta de trabajo y esfuerzo.

Uno a uno con el alba llegaban los vecinos
en caballos los hombres, las mujeres en asnos
con los niños en ancas; por las lomas se oían
las voces y la brisa que precede a los pájaros.

Lento desfile de hombres subiendo con el día
al sitio donde estaba la urgencia de su ayuda;
consigo transportaban su pan o su merienda
o el vino que transmite la emoción de las uvas.

Nadie era el amo allí; todos eran obreros
con la luz en el pecho del hombre solidario;
nadie mordía el agrio rencor ni la amargura
del que siente en el cuello dogal de proletario.

De vez en vez el mate su círculo cerraba
y la caña brindaba su beso estimulante,
mientras la Obra iba creciendo entre las manos
como crecen las frutas de cáscara brillante.

Cuando la luz hería las venas del Poniente
y en el oscuro pasto los grillos despertaban,
bajo la noche nueva del tala o la morera
guitarras esparcieron el polen de la Zamba...

Digo los oficios

COMPATRIOTAS, dejadme que celebre,
con emoción de corazón fraterno,
los oficios del hombre que trabaja
bajo la luz de mi país pequeño,
mientras pulso guitarras interiores
y la calandaria se remonta al cielo.

Y así digo el sabor de la amargura
de quien labora bajo un pozo negro
en las minas del Morro o Carolina
perforando tinieblas de roquedos
más allá de la estrella de carburo
que conduce a la ruta del tungsteno;
y saludo al Obrero que cosecha
sobre el duro blancor del Bebedero
esa Sal que le muerde la mirada
y le quema la sangre de los dedos;
y también a las tímidas muchachas
porque majan el trigo en el mortero
para el hambre del Padre que regresa
transfigurado de sudor labriego;
y a Santiago Vidal, que en Candelaria
hace prodigios cuando soba el cuero,
y fabrica rendajes y peguales,
fustas de gala, sólidos taleros
y los lazos que vuelcan al novillo
cuando el novillo es un impulso fiero;
y a don Claro Baigorria, que en Uspara
bebió la leche varonil del cerro
y en las noches de luna se dedica
a la caza de pumas con el perro,
el seguro puñal y su coraje
quemando siempre corazón adentro;
y saludo a las diestras Peladoras
que en los últimos días de febrero
inauguran la fiesta de las frutas,
bajo las huertas de Luján o Merlo;
y a los Peones que siegan alfalfares,
y los enfardan en un cubo prieto,
o levantan en parvas donde es lindo
yacer mirando anochecer el cielo,
mientras fluye el Conlara y se bifurca
sobre la red municipal del riego;
y saludo en el sol de La Totora
la fatiga de los Picapedreros
que persiguen al pan por el granito
más allá de martillos y barrenos;
y al anciano que vive en La Barranca
y cuyo nombre es Cayetano Cuello,
porque un día en la luna de la infancia,
cuando yo fui como arbolito tierno,
fabricóme dos mínimas ojotas
para soltura de mi andar pequeño;
y las manos de Sosa, que, inclinado,
corta adobones en el barro espeso,
mesturado de paja y de boñiga
como lo manda el ancestral Hornero;
y también a la mágica Dulcera,
ruborizada de salud y fuego,
que en la paila de cobre se retrata
sobre el almíbar de su dulce nuevo;
y saludo al jinete solitario,
que decimos algunos Remesero,
cuando lleva vacunos y lanares
entre jornadas de ventoso invierno;
y al colono de Fraga cuando siembra
en la chacrita de la cual no es dueño
la simiente que rueda por el surco,
pero también sobre su propio pecho;
y saludo a la anciana que en la pampa
biennombrada también del Tamboreo
porque tañe y percute en el galope
con el sonido de profundo trueno,
modelaba los cántaros de greda
para el arrope de chañar moreno;
y al oficio del Niño que en el asno
como él humilde, juguetón y bueno
se detiene en la puerta de los pobres
con la ganchada de espinillo seco;
y saludo a los peones que conozco
en la memoria de Jesús Robledo,
que en otoño partía a la cosecha
bajo la lona de un vagón carguero,
y una tarde quedó por la llanura,
junto a maizales de Venado Tuerto,
enraizado también como semilla
de cardo santo u ondulado trébol;
y al indio que teje en Guanacache
donde vivió la Chapanay un tiempo-
canastillos de junco y la piragua
de remar y cazar en los esteros;
y saludo a la anciana de El Talita.
siempre vestida de percales negros,
porque tiene el oficio humanitario
de probar en el agua del espejo
la mirada sin ver, la dura cera
y el detenido corazón del muerto;
y saludo en la luna de Tilquicho
la vigília de oscuros Carboneros
cuando velan el horno que atesora
llama dormida en los carbones negros;
y en el verde sabor de la tisana
justifico la ciencia del Yuyero,
que promete una cura de fragancia
para los males del hermoso cuerpo;
y el oficio de Vega, que en un carro,
protegido de lonas o de cueros,
almacena cosechas del otoño,
desde la miel hasta los higos secos,
y quesillos, y rubios orejones,
y los pelones de dulzor trigueño,
y el patay en menudos panecitos,
y manojos de tónico mastuerzo,
para luego vender por los caminos
más allá de Mercedes y Paunero;
y también al descalzo Pastorcito
que en la quebrada donde mora el trueno
y las nubes se tocan con la mano
apacienta rebaños cuyo dueño
vive en el valle, protegido y gordo,
con buena cama y confortable techo;
y saludo en el Bayo que me lleva
por los veranos a galope lento
esa mágica ciencia de la doma;
que dominaba don Gregorio Oviedo;
y el oficio de Heredia, que una tarde,
en el lugar donde sembró Sarmiento
el primer alfabeto me mostraba,
como flores nacidas en sus dedos,
la caja y la luz de las guitarras
que fabricaba con exacto esmero;
y en el sur de caldenes y lagunas,
la progenie del indio Quichusdeo,
mientras lava pezuñas de los toros
bajo la fusta de un inglés enfermo;
y el oficio por todos estimado,
sagrado oficio de Faustina Argüello,
que conduce por venas femeninas
niños a ser perennidad de pueblo;
y saludo en los puños de Quiroga
la batalla sin mapas del Hachero
cuando lucha en el monte, y en el monte
deja su fuerza de varón entero
convertida en quebracho moribundo
o en algarrobo para siempre yerto
(y en el vino del sábado protesta
por la dureza de su sino negro);
y saludo la fuerza de Santana
porque domina virilmente al hierro
en la llanta del carro, el hacha rota.
las hoces viejas para el trigo nuevo,
el arado rural y la herradura
que hace del trote tamboril legüero
y, allá por Alfalan y Las Meladas,
al muchacho que oficia de Boyero
y galopa llevando la tropilla
hasta la aguada donde grita el tero;
y a don Juan Báez saludo y rememoro,
y con él su destino de Platero,
en el mate de plata y la bombilla
donde concordia solidaria bebo;
y saludo a las núbiles muchachas
de cutis mate y relumbroso pelo,
cuando viajan en tren a las Ciudades,
que dominan las Vacas y el Dinero,
a vender juventud por servidumbre
a señoronas de pulidos dedos;
y en la mesa que a todos nos reúne,
a la orilla del pan y del puchero,
yo saludo la sombra campesina
de nativos y honrados Carpinteros;
Mauricio Barreda, Juan Orozco,
Pablo Aguilera, Sebastián Moreno,
Dolores Luna, Sinibaldo Funes,
Crisanto Núñez, Juan Daniel Romero;
y saludo en la paz de La Botija,
donde parece remansarse el tiempo,
al patay que se tuesta en la ramada
bajo los ojos de Josefa Liendo;
y en la Zamba que sube por el río
musical y natal del Chorrillero
yo bendigo la voz de la Guitarra
sobre el regazo de los Guitarreros;
y en el cofre tallado cuya tapa
dice el Escudo de los cuatro cerros
con el sol y los tímidos venados
nombro el oficio de José Rosello;
y saludo en el poncho que me cubre
las manos suyas, doña Lola Agüero,
sarmentosas de reuma, pero leves
como lana de nube o de borrego,
que giraban el huso, y en el patio,
bajo los talas con su flor de cielo,
coordinaban los lizos y la trama
en los palos del telar doméstico.

Y también este oficio que me vino
por arterias de música y de sueño
y me ha dado la dicha de sentirme
boca del Hombre y corazón del Pueblo.

Digo las guitarras

Hoy les ruego silencio;
simplemente
hoy les pido silencio, porque debo
en esta noche celebrar guitarras.

Nada más que guitarras.

La primera será la de don Mauro,
allá por los verdes de la infancia-
don Mauro de múltiples oficios;
habitualmente carpintero, a veces
perseguidor de pumas,
cazador de quirquinchos y vizcachas,
o sacristán, por veces, en el coro
de las capillas serranas;
yo dormía en su poncho,
duro poncho,
suave de manos de mujer puntana-
escuchando brotar de las bordonas
pañuelos, pañuelos y pañuelos
con pétalos de zamba.

Cierta vez en un pueblo de la sierra
que dicen La Quebrada,
cantaba Crisóstomo Quiroga,
detrás de una guitarra,
le faltaba una cuerda,
y sin la cuerda,
me obsequió una tonada
con este cogollo que me duele
sobre la oreja musical del alma:

“Poeta Agüero que viva
“cogollito de cardón,
“yo lo quiero porque dice
“cosas de su corazón".


Cuando Manuel Cornejo se moría,
en su pago natal de Piedra Blanca,
presintiendo la muerte, y su reclamo
de búho a la distancia,
llamó a su amigo Rudecindo Cuello,
para decirle, ronco:
Vení con la guitarra,
porque siento la muerte que me ronda,
y quisiera escucharla,
con el último resto de mi oído,
hasta que apunte el alba.
Don Rudecindo obedeció a Cornejo
y trajo la guitarra,
se arrodilló en un pardo cojinillo
a los pies de la cama,
y tañía y lloraba
y lloraba y tañía
a los pies de la cama;
la eternidad afuera traducía
los silencios de un tala.
Yo conozco los ranchos de los cerros,
las taperas de la pampa,
el corazón del pobre,
y el cuarto triste de una sola cama,
donde no hay puerta,
lámpara,
sonrisa,
nada,
ni siquiera la silla para el huésped,
ni tenedor ni cuchara,
pero allí he visto yacer
sobre la única almohada,
con cintas en el cuello
como una muchacha
dormida y desnuda
la guitarra.

El Chocho Arancibia
una mañana
golpeó la puerta
de mi antigua casa,
me traía canciones sobre el pecho,
me trajo su guitarra:
¡"Camino de carros"...
"Mañanitas de Merlo"…
"Caminíto del Norte"...
El las cantó, las dijo;
yo no le dije nada.

Solamente guitarras.
Nada más que guitarras.
Yo no la quiero árabe,
no la quiero española,
no la quiero en los teatros,
donde aplauden las manos
con las uñas pintadas,
no la quiero en la Radio
porq

os de rocas planetarias.

Para esa guerra tengo
en un baúl sin llave
la bandera guardada,
y el manuscrito de una copla vieja
que será la proclama;
y en otro baúl con cerradura
para el grito guerrero
y la rapsodia
una verde guitarra.

Y ahora les pregunto:
Y la otra guitarra?,
la que guardo
entre pecho y espalda?
La que tiene cordaje masculino
y diapasón de alma?
la guitarra interior que sólo siento
cuando abrazo silencios de la almohada?
esta otra secreta,
la mía,
la guardada,
es que no vale
nada?
y no puede volar hasta el poema
a ser también como una flor de fuego
en las últimas ramas?.
Aquí la muestro ahora,
es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora,
está hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me sobra,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad,
de muerte,
de sombra de palabras...
Pero es que no vale nada
nada
mi secreta guitarra
y no puede subir hasta nosotros
como suben las otras esta noche
de siderales fiestas y fragancias?

Que este Digo los cubra, como cubre
con su sombra de abuelo el Algarrobo,
mi cuna de ayer en Piedra Blanca.